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28.08.13

El gran siglo misionero de la Iglesia

RECORDANDO A ARNOLD JANSSEN A LOS DIEZ AÑOS DE SU CANONIZACIÓN

Se ha considerado el siglo XIX como el gran siglo misionero de la Iglesia, y con razón. Europa, al comienzo del siglo XIX, vivía convulsionada una situación de cambios profundos en todos los órdenes de la vida de la sociedad: la Revolución francesa y las revoluciones políticas e industriales en el resto de Europa, el nacimiento de los imperialismos, etc. En este contexto la Iglesia había perdido mucho de su poder de influencia y tuvo que hacer frente también a crisis internas y de relación con los poderes políticos que absorben muchas de sus energías. El resultado fue que la actividad misionera de la Iglesia conoció, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, uno de los momentos más bajos de la Historia.

A partir de 1815 el interés por las misiones comenzó a aumentar en Francia. No fue obra de la jerarquía eclesiástica, más interesada en la necesidad de reevangelizar Francia después de los tiempos de la Revolución y el Imperio, fue obra fundamentalmente de los laicos. Las noticias que llegaban de los pocos misioneros que había suscitaron de nuevo el interés de algunos fieles laicos por colaborar con ellos. En 1817 las Misiones Extranjeras de París fundaron una asociación de ayuda; Pauline Jaricot tomó la responsabilidad de la misma, que en 1822 desembocó en la fundación de la Asociación para la Propagación de la Fe en Lyón (origen de la actual Obra Pontificia), la cual se extendió con rapidez por Francia primero y luego por toda Europa. La fundación de numerosas obras misioneras, asociaciones, revistas, etc., en esta época fue un signo claro del renovado interés que suscitaban las misiones, en un momento en que las informaciones y los viajes se habían facilitado mucho en comparación con el pasado.

El renovado interés por las misiones reclamó el envío de nuevos misioneros. Para ello se restablecieron las antiguas sociedades misioneras francesas. También las grandes órdenes antiguas, una vez restauradas volvieron a enviar misioneros. Pero la gran novedad del siglo XIX fue la fundación de un gran número de congregaciones religiosas de hombres y, sobre todo, de mujeres que se dedicaron a las necesidades pastorales de la época: la asistencia sanitaria, la educación y los pobres. Muchas de esas congregaciones enviarán a sus miembros a misiones o surgirán, incluso, con fines exclusivamente misioneros.

A finales del siglo XIX, la fecha de 1880 supuso un punto de referencia. Indicaba un cambio en la situación política de Europa que influyó notablemente en el desarrollo de la actividad misionera de la Iglesia. Los imperialismos coloniales fueron fruto de una conjunción de factores de muy diversa índole, como fueron los descubrimientos geográficos, las necesidades de materias primas y comerciales, los sueños utópicos, los intereses humanitarios y misionales. Todo ello condujo a una verdadera fiebre colonialista que tuvo que ser regulada por la Conferencia de Berlín (1884-1885), que condujo al reparto de África entre el Reino Unido, Francia y Alemania, dejando a Italia, Portugal y España relegados.

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10.04.13

El primer Cardenal hispanoamericano de la historia

SANTIAGO LUIS COPELLO, PREDECESOR DE BERGOGLIO EN BUENOS AIRES

RODOLFO VARGAS RUBIO

La llegada al sacro solio de Francisco, “el papa venido del fin del mundo” atrae nuestro interés a los cardenales argentinos que, antes de Jorge Mario Bergoglio, han destacado en la historia de la Iglesia.

Comencemos por Santiago Luis Copello (1880-1967), natural de San Isidro en la provincia de Buenos Aires. Realizó sus estudios eclesiásticos en el seminario arquidiocesano de La Plata y en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Fue ordenado sacerdote el 28 de octubre de 1902 y destinado al ministerio pastoral, que ejerció hasta 1918, año en que fue preconizado por Benedicto XV obispo titular de Aulon en el Epiro con el cargo de auxiliar de La Plata. El 30 de marzo de 1919 recibió la consagración episcopal en su ciudad natal de manos de Mons. Juan Nepomuceno Terrero Escolada, arzobispo de La Plata, asistido por Mons. Francisco Alberti, obispo titular de Siunia y auxiliar de Buenos Aires, y Mons. José Américo Orzali, obispo de San Juan de Cuyo. El 15 de mayo de 1928, fue trasladado a Buenos Aires como auxiliar y vicario general del arzobispo franciscano José María Bottaro, al que sucedió cuatro años más tarde por dimisión del mismo.

El 20 de octubre de 1932 fue preconizado por Pío XI sexto arzobispo de Buenos Aires. Monseñor Copello fue el gran organizador del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires de 1934, el mayor acontecimiento eclesial que tuvo lugar en Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XX, que contó con la asistencia del cardenal Eugenio Pacelli, secretario de Estado y legado a latere de Pío XI. La magnífica impresión que se llevó de Argentina el futuro Pío XII no dejó de tener su influjo decisivo en la creación del dinámico arzobispo bonaerense como cardenal por el papa Ratti en el consistorio del 16 de diciembre de 1935, en el que recibió el título de San Jerónimo de los Croatas, siendo el primer purpurado hispanoamericano de la Historia.

La acción pastoral del cardenal arzobispo Copello se orientó según dos líneas fundamentales: la elevación moral de las almas por un mayor conocimiento de la fe católica y la promoción de las clases más necesitadas de la sociedad. Para ello no le faltaban ideas claras e innegables cualidades como sabio administrador. Ya como obispo auxiliar se había dedicado a la erección de parroquias en los nuevos núcleos de población que se iban formando y necesitaban ser cristianizados y a la apertura de seminarios para la adecuada formación del clero. También se le deben la fundación de la enfermería popular del Seminario de Villa Devoto, la del sanatorio de San José para enfermos pobres y la mutual de la Federación de Círculos Católicos de Obreros.

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11.03.13

Cómo se creaba antes Cardenales

CONSEJEROS DEL PAPA Y PRÍNCIPES DE LA IGLESIA

El cónclave que se celebra esta semana constituye una buena ocasión para referirnos al modo cómo se creaban, publicaban e investían cardenales hasta no hace mucho. El libro “El Papa ha muerto, ¡Viva el Papa!” de D. José-Apeles Santolaria (documentado por el colaborador habitual de este blog Rodolfo Vargas Rubio) le dedica al tema unas páginas que reproducimos en la convicción de que darán a nuestros lectores una buena idea del tema.

La creación y publicación de nuevos cardenales

Si bien es cierto que los cardenales “hacen el Papa”, no lo es menos que es el Papa quien “hace los cardenales” o, mejor dicho, los crea. La precisión es importante. El Papa nombra un obispo, es decir, designa la persona que ha de regir una iglesia particular, pero dicha persona recibe directamente de Dios la plenitud del sacerdocio y, dentro de la comunión con Roma, ejerce su triple misión de enseñar, santificar y gobernar una porción de la Iglesia con un criterio propio, como cada uno de los sucesores de los Apóstoles. El Papa puede destituir a un obispo en virtud de su poder supremo, pero no puede retirarle la consagración: le quita la jurisdicción pero no el orden. En cambio, un cardenal es una “criatura” del Papa, el cual, lo mismo que “lo sacó de la nada”, puede “aniquilarlo”, es decir, hacer que deje de ser cardenal. En la Historia esto ya ha sucedido, como en tiempos de León X, que despojó de la dignidad cardenalicia a algunos miembros del Sacro Colegio por estar implicados en un intento de asesinato contra él.

La creación de un cardenal es una decisión personal y trascendental que ha de tomar el Papa sopesando razones de distinta índole, aunque el bien de la Iglesia debe estar siempre ante sus ojos. Normalmente, el Romano Pontífice trataba el asunto reunido con el Sacro Colegio reunido en consistorio secreto. El Santo Padre proponía el nombre de un eclesiástico al que considera digno de ser creado cardenal y hacía la pregunta ritual: “Quid vobis videtur?” (¿Qué os parece?). Esto acabó siendo una pura formalidad, ya que el Papa ni suele crear a nadie que no goce de cierto prestigio y sea conocido en los ambientes eclesiásticos, pero recordaba que en el pasado más de una creación provocó interminables y encendidas discusiones, como, por ejemplo, en la época de Julio II (el consistorio del 1º de diciembre de 1504 duró ¡once horas!). Los cardenales se quitaban el rojo solideo y, levantándose, hacían una inclinación silenciosa con la cual mostraban su aquiescencia. Una vez creado, el cardenal era inmediatamente publicado en el mismo consistorio, o sea se da a conocer su nombre.

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14.01.13

Juan concibió el Concilio, Pablo lo dio a luz

Pablo VI fue llamado el mártir del Concilio

RODOLFO VARGAS RUBIO - ALBERTO ROYO MEJÍA

En el cónclave que siguió al fallecimiento del beato Juan XXIII resultó elegido el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, antiguo estrecho colaborador del venerable Pío XII y a quien había creado cardenal el beato Juan XXIII en su primer consistorio, el 15 de diciembre de 1958). Su elevación a la cátedra de Pedro no había sido una sorpresa para nadie, pues había sido patrocinada por poderosos personajes del Sacro Colegio pertenecientes a la ahora muy influyente ala liberal (los cardenales Frings y Liénart, los mismos que desde el primer día habían armado la revolución en el Concilio). En un cónclave no se proclaman candidatos ni se organizan campañas electorales al modo de las democracias en el mundo político civil. No hay programas que discutir ni mítines ni debates públicos. No obstante, existen mecanismos sutiles mediante los cuales un cardenal papabile (con reales posibilidades de resultar elegido) es promovido, lo cual lo convierte en papeggiante (o sea aquel que cuenta con apoyos concretos además de posibilidades). Montini fue ambas cosas.

Frings y Liénart consiguieron que su colega de Bolonia, Giacomo Lercaro (1891-1976), organizara una recepción informal en la casa de campo que su gentilhombre de cámara Umberto Ortolani (más tarde hombre clave de la Logia P2 junto con Licio Gelli, del cual se dice fuera la eminencia gris) tenía en Grottaferrata, cerca de Roma. Fue allí donde se consiguieron los votos que luego, en el cónclave, permitirían hacer Papa a Montini. Dicho sea de paso, por aquellos días arreciaba el escándalo provocado por la pieza teatral de Rolf Hochhutz “El Vicario”, en la que se acusaba a Pío XII (muerto cinco años antes) de haber callado ante el holocausto judío perpetrado por los nazis por connivencia con ellos. Indignado, el cardenal Montini, antes de entrar en cónclave, envió al periódico británico “The Tablet” una enérgica carta de protesta y de defensa del Papa Pacelli (a cuyo lado había trabajado un cuarto de siglo desde los tiempos en que éste fue Secretario de Estado de Pío XI). La carta fue publicada ya electo como Pablo VI y constituye el mejor alegato a favor de la inocencia del gran pontífice.

Durante el cónclave, el ala tradicional —capitaneada por Ottaviani— opuso a la candidatuta liberal la de Ildebrando Antoniutti (pues el cardenal Siri de Génova, ya delfín de Pío XII y candidato deseado, no había querido entrar en liza), pero no consiguió impedir una elección que estaba ya decidida desde 1958, cuando no fue posible por no ser Montini cardenal. Ahora que lo era no estaban dispuestos sus valedores a perder esta oportunidad. Así fue cómo, el 21 de junio de 1963, el arzobispo de Milán se convirtió en Pablo VI, siendo coronado el 30 por Ottaviani, en su condición de protodiácono del Sacro Colegio (detalle que sería irónico si no fuera por el profundo sentido de Iglesia que caracterizó siempre al combativo cardenal). Pablo VI manifestó inmediatamente, por supuesto, su voluntad de proseguir el Concilio, si bien era consciente de las dificultades que se presentaban. No en vano, cuando el Cardenal Montini recibió en su día la noticia de la convocatoria del Vaticano II, su primera reacción fue decir: “¡Menudo avispero!”, como han declarado testigos presenciales en su Proceso de Canonización.

Por su parte, los manejos del cardenal Döpfner continuaban. El 9 de julio convocó a todos los obispos alemanes y austríacos a una conferencia en Fulda (lugar tradicional de reunión del episcopado germánico). Se inauguró el 26 de agosto con la asistencia de más de 70 arzobispos y obispos, no sólo germanófonos sino también de los Países Bajos, Francia, Bélgica y los países del Norte de Europa. El evento será decisivo para la marcha futura del Vaticano II. En Fulda se redactó un grueso volumen conteniendo esquemas sustitutivos de los de la comisión antepreparatoria, con comentarios éstos últimos. La tarea estuvo dirigida por Karl Rahner, peritus del cardenal Franz König (1905-2004), arzobispo de Viena. En ella colaboraron activamente los padres Grillmeier y Semmelroth y el Prof. Ratzinger.

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17.09.12

Recordando el Vaticano II (I): Un anuncio no tan novedoso

PÍO XI Y PÍO XII YA ACARICIARON LA IDEA DE UN CONCILIO ECUMÉNICO

RODOLFO VARGAS RUBIO

El 28 de octubre de 1958 el cardenal Roncalli se convertía en Papa con el nombre de Juan XXIII. Con su aspecto cándido y bonachón de párroco de pueblo y su rotundidad canonical, Juan XXIII era lo más opuesto que podia imaginarse al principesco y estilizado Pio XII. Pero que nadie se llame a engaño: Roncalli no era ningún -como dicen los italianos- sprovveduto (alguien sin recursos). Se había entrenado con provecho en el servicio diplomático de la Santa Sede y había aprendido a negociar y a tratar con todo tipo de políticos y dirigentes religiosos. Su experiencia al frente del importante patriarcado de Venecia le había dado el sentido del gobierno espiritual y de la administración material. El sumo pontificado no le vino grande y se mostró como un Papa decidido y celoso de la dignidad de su altísima investidura.

Pues bien, el 25 de enero de 1959, al concluir el octavario por la unidad de los cristianos en la basílica de San Pablo Extramuros, reunió Juan XXIII en consistorio extraordinario a los diecisiete cardenales presentes y les comunicó su decisión “temblando de emoción pero con humilde resolución” de convocar un sínodo diocesano para Roma y un concilio ecuménico para la Iglesia universal. Ninguno de los purpurados emitió palabra, demudados como quedaron ante lo súbito e inesperado del anuncio, produciéndose lo que el propio Papa recordaría mas tarde como “un silencio piadoso e impresionante”. Al cardenal Tardini, secretario de Estado, le comunicó que el concilio se llamaría “Vaticano II” y no sería una continuación del Vaticano I (suspendido sine die -no clausurado- por el Beato Pio IX en 1870, ante la ocupación piamontesa), sino una asamblea distinta, que iba a promover en la Iglesia el aggiornamento (puesta al día), consistente en una renovación enraizada en la autentica Tradición y que debía fomentar incluso la unidad de todos los cristianos.

La idea de un concilio ecuménico no podía ser, empero, una absoluta novedad para la Curia Romana, ya que había sido contemplada como una posibilidad por Pio XI en 1922 y por Pio XII en 1948. En su primera encíclica Ubi Arcano Dei de 23 de diciembre de 1922, el papa Ratti manifestó que la idea de un concilio le vino en ocasión del Congreso Eucarístico de Roma y el centenario de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide durante ese su primer año de pontificado. En dichos eventos pudo ver a cientos de obispos del mundo entero reunidos en torno al Romano Pontífice delante de la tumba de Pedro.

Según sus propias palabras, “esa reunion fraternal, tan solemne por el gran número y la alta dignidad de los obispos que estaban presentes, lleva nuestros pensamientos a la posibilidad de otro encuentro similar, de todo el episcopado aquí, en el centro de la unidad católica, y de los muchos y eficaces resultados que de una tal asamblea se seguirían para el restablecimiento del orden social tras los terribles trastornos por los que acabamos de pasar”.

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