Pío VII, un Papa débil, prisionero de Napoleón Bonaparte (y II)
EPISODIO DOLOROSO COMO POCOS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA
RODOLFO VARGAS RUBIO
El vuelo del águila siguió ganando altura: el 25 de marzo de 1802, aprovechando la caída de William Pitt, Francia había firmado la paz con la Gran Bretaña en Amiens (consecuencia natural del Tratado de Lunéville). Momentáneamente libre de cuidados respecto a las potencias europeas, y reconciliado con la Iglesia, Bonaparte aprovechó su popularidad para preparar su gran apoteosis. El 19 de mayo del mismo año, creaba la Legión de Honor, condecoración que vino a substituir las antiguas Órdenes del Rey (la del Espíritu Santo y la de San Miguel) y a la Orden Real y Militar de San Luis, suprimidas por la Revolución. El 5 de agosto siguiente, un plebiscito transformaba su consulado decenal en vitalicio. De allí a convertirse en monarca no había más que un paso, pero no lo daría hasta no haber temblar a todas las testas coronadas de Europa abatiendo el principio de legitimidad. En el mejor estilo jacobino, hizo, en efecto, capturar, someter a un simulacro de juicio y ejecutar sumariamente a un príncipe de la sangre: Luis de Borbón, duque de Enghien, hijo del príncipe de Condé, que fue fusilado en las tapias del castillo de Vincennes el 21 de marzo de 1804. Fue el primero de sus grandes errores, pero el hecho es que tres días después, el 28 de marzo, el Senado proclamaba emperador a Bonaparte.
Éste, sin embargo, quería consagrar de alguna manera su monarquía de nuevo cuño y decidió que fuera el Papa quien le ciñese la corona imperial en París. De este modo, Europa no tendría más remedio que reconocer su régimen. En cuanto se conoció el deseo de Napoleón, los miembros del Consejo de Estado –entre los cuales figuraban antiguos jacobinos– le manifestaron sus reservas: temían que el acto de coronación constituyese un triunfo para el Papado; por eso, le querían disuadir de llevarlo a cabo y que se contentara con una ceremonia civil. Pero el Corso conocía muy bien el valor de los símbolos y su poder de fascinación sobre el pueblo y arguyó que una coronación privada de elementos religiosos sería un acto vacío y sin significación. Por otra parte, no había que temer nada del Pontificado Romano: hacía mucho que no eran ya los tiempos de un Gregorio VII, que obligó a todo un Enrique IV a ir a Canossa, o de un Inocencio III, que puso en entredicho a todo el reino de Francia para castigar a Felipe II Augusto.
Cuando Pío VII supo de las intenciones de Napoleón, fue presa de una gran turbación hasta el punto de enfermar seriamente. Convocado el Sacro Colegio, la mayoría de los veinte cardenales consultados por el Papa se mostraron contrarios a que éste accediera. Sería como consagrar aquella misma Revolución que había hecho tanto sufrir a Pío VI. Constituiría un atentado al principio de legitimidad y un insulto a los Borbones. Además, existía ya un emperador: Francisco II, cabeza del Sacro Imperio Romano-Germánico, heredero de los Césares, de Carlomagno, de los Otones, de los Hohensatufen y de los Habsburgo. Y se suponía que el Imperio era uno solo para toda la Cristiandad. Pero, ¿había todavía Cristiandad? Otros purpurados, aun concediendo la posibilidad de la coronación imperial, consideraban que era Napoléon quien tenía que ir a Roma o, al menos, a algún otro lugar del Estado Pontificio, a menos que se considerara a Pío VII como un mero capellán de aquél. El cardenal Consalvi, sin embargo, convenció a todos de que era más sabio condescender y no provocar las iras del hombre que había acumulado tal poder que podía hacer pagar muy caro a la Iglesia una negativa del Romano Pontífice. Pero puso ciertas condiciones para salvar el decoro y sacar algún provecho a favor de la religión.