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26.06.14

Del esplendor a la decadencia de los Templarios (I): de Orden benemérita a sospechosos de atrocidades

Templario

Aquellos “Christi milites", como se apellidaron en su nacer, o “Milites Templi", según su nombre definitivo y común, en dos siglos escasos de vida desde que fuera fundada fundada en 1118 o 1119 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payens tras la Primera Cruzada, habían realizado infinitos actos de heroísmo, descollando entre todos los cruzados de Oriente por su valor casi temerario. También en las batallas contra los moros habían tenido grandes victorias, al igual que las Ordenes militares típicamente españolas.

Hacia 1300, la Orden comprendía cinco provincias en Oriente y doce en Occidente, con cerca de 4.000 socios, la mitad de los cuales residía en Francia. La décima parte, poco más o menos, eran los equites, de familia noble, consagrados a las armas; vestían el manto blanco de los cistercienses con una cruz roja. Pocos eran los sacerdotes o capellanes dedicados a los oficios litúrgicos. Para la guerra vivían también los escuderos, de la clase media, mientras los hernanos legos trabajaban en los menesteres domésticos. El gran maestre de la Milicia del Templo, con autoridad sobre todas las encomiendas y castillos de la Orden, tenía el poder de un príncipe, aunque limitado por un capítulo general.

Severa y rígida era la disciplina de los Templarios en sus primeros tiempos; más tarde, con la paz y las riquezas se fue relajando. Sus disensiones con los Hospitalarios en Palestina fueron causa de que las fuerzas cristianas se debilitasen y retrocediesen ante el avance de los turcos. Con todo, el gran maestre Guillermo de Beaujeu escribió con su sangre una de las más brillantes páginas de su historia al caer en manos de los infieles la última plaza de Tierra Santa (1291). Y, poco después, el Papa Bonifacio VIII los juzgaba “guerreros intrépidos” y “atletas del Señor".

Que existían abusos y corruptelas en la Orden templaría, no cabe duda, como también en otras órdenes, especialmente militares. Las gentes empezaron a murmurar contra ellos cuando, a la caída de Tolemaida (San Juan de Acre) en 1291, puesto su cuartel general en la isla de Chipre, volvieron sus miradas hacia Francia más que hacia los enemigos de la fe. Y es que una profunda transformación se venía operando dentro de esta Orden caballeresca. Sobre el carácter militar y religioso se iba acentuando el de sociedad bancaria y financiera, a la que reyes y pontífices se sentían obligados, puesto que más de una vez tenían éstos que pedir a los Templarios un préstamo o depositaban en sus castillos, como en el lugar más seguro, sus capitales y sus joyas.

El crédito de que gozaban los Templarios era mayor que el de los judíos y el de los banqueros lombardos y, a diferencia de éstos, nadie les acusaba de practicar la usura. Ni eran solamente los príncipes los que ponían sus tesoros bajo la custodia de los Templarios, hasta los pobres campesinos, con el fin de esquivar las exacciones y violencias de los nobles, entregaban sus propias personas a los Templarios, poniéndose bajo su dependencia y protección a cambio de un pequeño censo o tributo. Sus riquezas, aunque no tan caudalosas como a veces se ha dicho, eran muy bien administradas, circulando activamente en negocios con los mercaderes de las grandes ciudades, en donde los Templarios tenían siempre una especie de banco con cuenta corriente. De aquí un doble peligro. Primero, el de la avaricia y la soberbia, después, el de excitar envidias y ocasionar murmuraciones y calumnias. No faltaba quien les tachase de poco limosneros y de mirar más al oro que al Oriente.

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22.05.14

Un fundador que se cansó de su fundación

LA COMPLEJA HISTORIA DE ROBERTO, PRIMER ABAD DEL CISTER

De todos es conocida la historia de la fundación del monasterio de Citeaux, en Francia, que dio origen a la orden cisterciense: En 1098, veintiún monjes del floreciente monasterio de Molesme, bajo la dirección de su abad Roberto y del prior Alberico, se establecieron en la selvática soledad del remoto bosque de Citeaux con el ánimo decidido a practicar la Regla de S. Benito al pie de la letra. Los monjes del que sería llamado “Nuevo Monasterio” renunciaron a todas las costumbres introducidas posteriormente a S. Benito, a la vez que reasumieron el trabajo agrícola, que había caído en desuso entre los monjes. Así, San Roberto de Molesme, junto con sus sucesores San Alberico y San Esteban Harding, son con toda justicia considerados como los fundadores del Cister, los tres “monjes rebeldes” de la famosa novela americana que cuenta los orígenes de dicha orden.

Pero lo historia fue más complejas, como compleja fue la fundación, cuyos primeros años fueron, a todas luces, durísimos, sobre todo el primer invierno. Los fundadores se alojaban, sin ninguna comodidad, en algunas moradas rústicas existentes en la finca, que, probablemente, contaba también con una vieja capilla. Las condiciones de vida eran rudas, había que poner en estado de producción las tierras, que entretanto no rendían nada o producían poco. Los monjes pusieron enseguida manos a la obra. Desde su llegada, empezaron a desbrozar y roturar el terreno y a construir un monasterio provisional de madera, pero esto no les daba para comer. No sólo eran pobres como querían, sino que pasaban verdaderos apuros y, de no recibir ayuda, no hubieran podido sobrevivir. Pero la ayuda llegó: El arzobispo Hugo de Die seguía interesándose por ellos y obtuvo que Otón, el poderoso duque de Borgoña, les favoreciera. El duque se mostró generoso.

La fundación oficial del Novum Monasterium, según la tradición, tuvo lugar el 21 de marzo de 1098, festividad de san Benito, que aquel año coincidió con el domingo de Ramos. Probablemente en la misma fiesta de la erección del monasterio, el obispo de la diócesis, Gualterio de Conches, después de recibir la promesa de acatamiento a la Iglesia de Chalón y de obediencia a su prelado que hizo Roberto, le entregó el báculo pastoral y el cuidado de los monjes. Éstos, a su vez, prometieron obediencia a Roberto y a sus sucesores en la misma fórmula en que renovaron su profesión para incardinarse en el Nuevo Monasterio.

Pero sucedió lo que era de prever. La salida del abad Roberto, del prior Alberico y de un numeroso grupo de monjes de la abadía de Molesme causó un verdadero escándalo. El cisma redundó, evidentemente, en desprestigio del monasterio de Molesme. Las murmuraciones se cebarían sobre todo en un punto concreto: para poder practicar la Regla, los monjes tenían que abandonar el monasterio. Los religiosos de Molesme se quejaban de que eran mal vistos por los nobles y el vecindario. Pero no se limitaron a lamentarse, hicieron gestiones en la curia pontificia, en lo que ya tenían alguna experiencia, y se salieron con la suya.

En todo este lamentable asunto, no cabe la menor duda, que representaba un papel sobresaliente, único, la figura venerable y venerada del abad Roberto. Si unos monjes, por numerosos que fueran, abandonaban el monasterio, siempre se les podía acusar de díscolos, fantasiosos, testarudos, cismáticos, etc., pero que el abad Roberto se marchara con ellos y se constituyera en abad del Nuevo Monasterio era realmente grave, algo que no tenía justificación posible ante la gente. Por eso, había que conseguir que el santo varón regresara a Molesme. Cierto que Molesme tenía ya otro abad, un tal Gaufredo, pero esto no era un obstáculo, pues Gaufredo estaba dispuesto a dimitir si Roberto regresaba.

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15.04.14

El italiano que volvió a traer a San Juan de Dios a España

San Benito Menni, el empresario de la hospitalidadLa política española del s. XIX arroja numerosas luces y sombras. Una de las discusiones planteadas más importantes es la relación con las órdenes religiosas y congregaciones, y la supresión de estas en algunos casos. Entre estas congregaciones estaban los Hospitalarios de San Juan de Dios, originados en Granada, pero que a mediados de siglo no poseían ninguna casa en España. Tuvo que ser un italiano el que viniera a restaurar la orden en nuestro país. Su tarea y su entrega han hecho que sea llamado “heraldo de la misericordia y profeta de la hospitalidad”. Así podemos presentar a Benito Menni.

Nacido en Milán el 11 de marzo de 1841, recibió el nombre compuesto de Ángel-Hércules, siendo bautizado ese mismo día. Aunque sus padres no lo sabían, este nombre, que posteriormente abandonó, describía realmente su personalidad: una gran paz acompañada de un ardor incansable. Fue el quinto de quince hijos. Su familia vivía en una condición desahogada pero no por ello alejada de Dios. Tanto Luis Menni como Luisa Figini apostaron siempre por cuidar la vida familiar desarrollando un ambiente cálido y cercano, estimulando a sus hijos a progresar intelectualmente y a desarrollar su personalidad. En el caso de Ángel-Hércules su personalidad le ayudará a encontrar su vocación. De fina conciencia, sociable aunque no bebiera ni fumara, estudió en la Universidad de Milán y empezó a trabajar en un banco, puesto cómodo pero que no cubría sus expectativas humanas.

Menni sentía una especial dedicación ante aquellos que sufrían. Es algo que pudo ver claramente durante la guerra entre Saboya y Austria de 1856, en la que pudo tomar contacto con el mundo del dolor al ofrecerse voluntario para transportar a los heridos de la Batalla de Magenta que eran trasladados en tren desde el campo de batalla a Milán. Su misión de camillero le hacía llevar a los heridos al hospital de Araceli, regentado por los Hermanos de San Juan de Dios. El trato directo con los hermanos determinó para siempre su vida y marcó su itinerario espiritual.

A partir de ahí se esforzó en crecer en la vida espiritual y discernir su vocación. Unos ejercicios espirituales en 1858 apuntalaron su vocación de entrega, aunque la decisión sería madurada. Se encomendó a la oración asidua a la Virgen y pidió consejo a un ermitaño de Milán para decidir qué camino tomar en la vida. Según él revelaría posteriormente, su vocación se debió a la oración asidua ante un cuadro de la Virgen en Milán; esto dio un sentido mariano a su entrega.

Con diecinueve años, el 1 de mayo de 1860, Ángel-Hércules entró en los Hermanos de S. Juan de Dios en la casa de Araceli, en Milán. El día 13 vistió el hábito religioso y cambió su nombre por Benito. Se formará como religioso hasta el 17 de mayo de 1864, fecha en la que hace sus votos solemnes. Su orden descubrió pronto sus capacidades intelectuales y no las desaprovechó, por lo que realizó estudios filosóficos y teológicos, primero en el Seminario de Lodi y luego en el Colegio Romano y la Pontifica Universidad Gregoriana, siendo finalmente ordenado sacerdote en octubre de 1867.

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1.04.14

Mujer guerrera en nombre de San Miguel Arcángel

SANTA JUANA DE ARCO (1412-1431)

JOSÉ RAMÓN GODINO ALARCÓN
A petición de una amable lectora del blog, publicamos un artículo sobre esa figura formidable y controvertida que fue Juana de Arco

Si hay un personaje que ha sido paradigmático para la historia medieval de Francia y su identidad nacional ese ha sido Juana de Arco. Mito de la Guerra de los 100 años, su figura ha dado argumento a numerosos libros, películas, obras teatrales… Incluso la laica República Francesa dedica un día al año a celebrar a su particular gloria patria. Pero a nosotros no nos interesa principalmente este perfil claramente politizado. Tampoco el de la leyenda negra de la francesa quemada en la hoguera de la Inquisición por los adversarios ingleses y borgoñones. Lo que nos interesa es sencillamente Juana, una muchacha enamorada de Dios y que dio su vida por ser fiel a la verdad en lugar de traicionarla en juegos cortesanos.

El inicio de su vida se sitúa en una pequeña aldea de los Vosgos (la zona norte de Francia casi fronteriza con la actual Alemania) Su padre, Jaques D´Arc, era un pequeño agricultor. Su madre, Isabelle Romée, era una mujer piadosa que llevaba su apellido por haber hecho la peregrinación a Le Puy, el santuario que sustituía a Roma para los peregrinos franceses. No se conoce claramente su fecha de nacimiento (ella misma afirmó en su proceso que creía tenía 19 años), así que siguiendo al pie de la letra esa suposición se data en 1412. En su pequeña aldea nadie se podía pensar que la pequeña de 4 hermanos pronto daría el salto para cambiar la historia de su reino. Por aquel entonces Francia se encontraba envuelta en una larga guerra dinástica entre los Plantagenet, la dinastía reinante inglesa y propietaria feudal de casi media Francia, y los Valois, cuyo poder real estaba en entredicho por la división familiar entre borgoñones (aliados de Inglaterra) y orleanistas (partidarios de Luis de Orleans) La guerra en época de la niñez de Juana se inclinaba del lado inglés.

Nadie se podía imaginar lo que estaba empezando a sucederle a la pequeña Juana. Ella misma declara en su proceso inquisitorial el 22 de febrero de 1431: “Yo tenía trece años cuando escuché una voz de Dios”. El hecho sucedió al mediodía en el jardín de su padre. Añadió que la primera vez que la escuchó notó una gran sensación de miedo. A la pregunta de sus jueces, añadió que esta voz venía del lado de la iglesia y que normalmente era acompañada de una gran claridad, que venía del mismo lado que la voz. Cuando le preguntaron cómo creía que era aquella voz, ella respondió que le pareció muy noble, por lo que afirmó: “y yo creo que esta voz me ha sido enviada de parte de Dios”. Así pues, cuando la escuchó por tercera vez le pareció reconocer a un ángel. Y aunque a veces no la entendía demasiado bien, primero le aconsejó que frecuentara las iglesias y después que tenía que ir a Francia, sobre lo cual la empezó a presionar. Además esta voz la escuchaba unas dos o tres veces por semana. No mucho después, reveló otro de los mensajes clave que le envió: “Ella me decía que yo levantaría el asedio de Orleans”.

El 27 de febrero, Juana identificó estas voces: se trataba de la voz de Santa Catalina de Alejandría y de Santa Margarita de Antioquía, unas de las santas más veneradas del momento, si nos atenemos a la iconografía de la época. Catalina, una mártir a caballo de los siglos III y IV, murió a una edad similar a la de Juana; también erudita (patrona de muchas especialidades intelectuales) y habiendo persuadido al emperador Maximiano de que dejase de perseguir cristianos. Después sería condenada a morir en la rueda (un sistema de tortura que fractura los huesos), aunque se dice de ella que, al tocar la rueda, la rompió y, finalmente, tuvo que ser decapitada. Por otro lado, la historia de Margarita refiere que fue una doncella despreciada por su fe cristiana, a la que ofrecieron matrimonio a cambio de la renuncia a esta fe, fue condenada a tortura al rechazar la propuesta, si bien logró escapar milagrosamente en varias ocasiones (antes de su captura definitiva y martirio). Por ello, es venerada por la Iglesia católica como santa virgen y mártir.

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18.02.14

Leon III y el episodio que unió a la Iglesia con el imperio

CON OCASIÓN DEL 1200 ANIVERSARIO DE CARLOMAGNO ( y II)

RODOLFO VARGAS RUBIO

Carlos había recibido la unción regia cuando sólo contaba doce años. Acompañando a su padre en sus campañas militares aprendió el oficio de la guerra, en el que se mostraría como un gran adalid, hasta el punto que en torno a él se forjaría una leyenda, que dejó trazas en la famosa novela de caballería sobre los “Doce Pares de Francia”. Lo cierto es que habiendo alcanzado la edad adulta, ya se hallaba preparado para suceder a Pipino el Breve, el cual murió el 24 de septiembre de 768 en la abadía de Saint-Denis no sin antes haber dividido el reino franco entre él y su hermano menor Carlomán, siguiendo la costumbre germánica (que había contribuido a debilitar la monarquía merovingia).

Carlos recibió Austrasia, Neustria y parte de Aquitania y Borgoña, formando un arco del Rin al Garona, que rodeaba los dominios de Carlomán, a quien habían tocado Alamannia, Turingia y parte de Burgundia y Aquitania. En 769, Hunaldo, antiguo duque de Aquitania vencido por Pipino el Breve, salió de su encierro claustral y promovió una revuelta en el oeste del ducado. Carlomán se abstuvo de ayudar a Carlos a sofocarla (como habría sido su deber). Hunaldo fue vencido gracias al conde de Gascuña, pero quedó patente la malquerencia existente entre los hijos y sucesores de Pipino. Fue necesaria la intervención de la reina viuda Bertrada para poner paz entre sus hijos, cuya reconciliación se produjo en 770. Un año más tarde, Carlomán, presintiendo su próximo fin, cedió algunas de sus tierras a la abadía de Saint-Rémi de Reims, donde quería ser sepultado. Retirado en su castillo de Samoussy en Picardía, rindió el alma el 4 de diciembre de 771. Carlos fue reconocido por su sucesor a despecho de los dos hijos que Carlomán había tenido con Gerberga (la cual se los llevó a la corte del rey longobardo). De esta manera, el reino franco volvió a la unidad.

El defensor de la Iglesia

Carlos había heredado de su padre también el título de “Patricius Romanorum”, que hacía de él el protector nato de la Santa Sede y del Patrimonio de San Pedro. Hallándose empeñado en la campaña contra los Sajones, recurrió a él en demanda de auxilio el papa Adriano I (772-795), cuyos territorios habían sido invadidos por Desiderio, rey de los longobardos. Éste, que abrigaba planes muy ambiciosos de supremacía en Italia y quería a la vez vengarse del repudio de su hija Desiderata por parte de Carlos, había intentado que el pontífice rompiera su amistad con los francos, a lo que Adriano se había negado. A pesar de hallarse en plena campaña contra los Sajones, Carlos cruzó los Alpes en 773, conquistó Verona y puso sitio a Pavía.

Aproximándose la Pascua de 774, Carlos quiso ir a pasarla a Roma. Su entrada fue apoteósica, vitoreado por pueblo entusiasta y desbordante. Adriano I lo recibió el sábado santo en San Pedro, a cuya cripta bajaron ambos, jurándose mutuamente fidelidad ante la tumba del Apóstol. El domingo de Resurrección asistió el rey a los oficios en Santa María la Mayor y comió en el palacio lateranense con el papa. Fue el lunes de Pascua, en San Pedro, cuando los cantores romanos entonaron por primera vez la famosa litania carolina. El miércoles sucesivo, Carlos y Adriano se reunieron para negociaciones políticas en el Vaticano. El pontífice pidió al hijo de Pipino que confirmara el tratado de Quierzy de veinte años atrás. Carlos ordenó a su notario redactar una nueva donación, que firmaron él y sus magnates francos presentes, depositándola sobre la confesión de San Pedro. Adriano I la firmó también con gran contento al comprobar que a la donación de Pipino se añadía todo el Exarcado (incluyendo Imola, Bolonia y Ferrara) y las antiguas posesiones de la Iglesia en Córcega, Venecia, Istria, Espoleto y Benevento.

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