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25.11.18

Santidad o Muerte

San Juan Bosco decía que “el sacerdote ni se salva ni se condena solo. El sacerdote no va solo al cielo ni va solo al infierno. Si obra bien, irá al cielo con las almas que salve con su buen ejemplo. Si obra mal y da escándalo, irá a la perdición con las almas condenadas por su escándalo”. Yo no soy sacerdote. Soy director de un colegio. Pero mi responsabilidad es la misma: llevar almas al cielo.

Les confieso que hasta hace poco tiempo la salvación de las almas me traía sin cuidado. “Cada uno verá lo que hace”. “Allá cada cual”. Esa era mi actitud. Y digo que “era” porque últimamente el celo por la salvación de las almas me devora por dentro. Lo que antes me importaba un bledo ahora se ha convertido en una especie de fuego que me consume. Nada me parece más importante que llevar almas al cielo. Nuestro deber es amar a los pecadores, a los alejados de Cristo: aunque nos desprecien, aunque nos insulten, aunque se rían de nosotros. Porque solo la verdadera caridad sana los corazones, invita a la conversión y conduce a las pobres almas al cielo. Recemos por la conversión de los que no creen en Dios y amémosles como Dios los ama. Jesús no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores. 

¿Por qué ese cambio? Por gracia de Dios, sin duda. Este es mi cuarto curso dirigiendo el Colegio Juan Pablo II de Puerto Real. Hace poco me preguntaba un sacerdote cuál había sido el momento más importante desde que había llegado a este bendito pueblo. Y le contestaba que el momento más grande fue cuando don Rafael Zornoza inauguró la capilla del Colegio y nos hizo el mayor regalo: tener a Cristo Eucaristía en nuestro Sagrario, en el centro del Colegio. Tener a Cristo Vivo, a Cristo Rey, al Señor, al Creador… ¡Qué cosa más grande! Nada me consuela más que ver a los niños en la capilla a la hora del recreo rezando delante del sagrario, sin que nadie los obligue.

¡Cuánto quiero a mis profesores, a los niños del colegio y a sus familias! ¡Cuánto amo a Dios! ¡Y aún es poco…! Me veo a mí mismo como un gusano enterrado en el estiércol de mi pecado ¡Hay tanto pecado en mí y tanto pecado a mi alrededor! El pecado, el mal, es como una bomba atómica que te destroza a ti y destroza a cuantos te rodean: a los niños, a sus padres, a mis profesores… El pecado tiene efectos demoledores, destructores: tanto para ti como para los que conviven contigo. Y sólo Cristo quita el pecado del mundo. Sólo Cristo puede darme un corazón como el Suyo. Y mi pecado impide que los que me conocen vayan a Ti, Señor. No lo permitas más. Hazme santo o quítame de en medio, Señor: santidad o muerte.

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