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16.03.23

De nuevo, la figura del padre

             «Padre e hijo sobre un carro de heno». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

  

  

«Se encontrará que casi todos los hombres … tienen … algún héroe u otro hombre admirable, vivo o muerto, … cuyo carácter intentan asumir y cuyas actuaciones trabajan por igualar. Cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección».

Samuel Johnson



«La mejor manera de formar a los jóvenes es formarse uno mismo al mismo tiempo; no para amonestarlos, sino para que nunca se les vea haciendo aquello de lo que les amonestarías».

Platón



«También el padre será mucho mejor al enseñar estos principios y educándose a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder su ejemplo, se hará mejor».

San Juan Crisóstomo

  

  

La sentencia juiciosa del Dr. Johnson (como casi todas las suyas), nos presenta ante una característica innata de la naturaleza humana: el impulso de imitar y, por lo tanto, la necesidad de buscar un modelo al que emular. Lo queramos o no, y desde nuestros más tiernos años, imitamos, y es esta imitación el primero y más sólido mecanismo de nuestro aprendizaje.

Por ello, se manifiesta como decisivo para el futuro de todo hombre encontrar modelos a los que seguir y que estos sean los adecuados. A esto se refiere la acertada sentencia de Platón que preside este escrito.

Por eso, quienes sean los referentes de nuestros hijos se revela como una cuestión capital. Como dice el Dr. Johnson «cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección», pero cuando no lo es…, cuando no lo es, el hombre camina hacia su decadencia y perdición.

Y el primer modelo con el que nos encontramos en nuestras vidas es el de los padres. Por ello, todo progenitor debe ser consciente de la importancia de su propia conducta, ya que, un día, sus hijos seguirán más probablemente su ejemplo que su consejo.

Pero los padres debemos suministrar a nuestros hijos algo más; no solo el ejemplo cotidiano de nuestra conducta —tarea ya de por sí exigente—, sino también, y al mismo tiempo, deberemos acompañar su desarrollo de lo mejor que podamos darles o mostrarles de otros. Esta doble labor ejemplificadora es una de las más nobles tareas de los padres y, bien llevada, suele ser fuente de frutos estimables.

Quizá por ello, la paternidad en general y la figura del padre en particular, están siendo sometidas hoy a un persistente asalto, con el objetivo de hacerlas desaparecer, o de distorsionarlas de tal modo que pierdan su esencia, buscando afanosamente esas perniciosas consecuencias antes comentadas.

Porque, muchos, entre los que me incluyo, creemos que ser padre es algo inexorablemente unido a la condición de hombre, y que, consecuentemente, está en la naturaleza de los hombres el convertirse en padres. Por esta razón, es bueno para nosotros ser buenos padres, y malo el no serlo.

Ahora bien, frente a la tremenda ofensiva que hoy padecemos («los niños no pertenecen a los padres de ninguna manera»), quizá podríamos acudir en busca de ayuda a Tomás.

Seguramente, el doctor Angélico nos diría que, dado que es bueno para un padre mantener y cuidar de sus hijos, y puesto que estamos obligados a hacer aquello que nos es de provecho, ser buenos padres es una de nuestras obligaciones naturales. Del mismo modo, nos seguiría diciendo, dada la necesidad de instrucción y disciplina con que nacen los niños, es de su interés el obedecer y respetar a sus padres, y, en consecuencia, es su obligación natural el hacerlo. Pero, como también nos recordaría, la obligación de una persona hacia otra implica el nacimiento de un derecho de esta última frente a la primera. De esta manera, continuaría el Aquinate, los niños tienen derecho a ser atendidos, cuidados y formados de la mejor manera por sus padres, y, en correspondencia, estos ostentan el derecho a ser obedecidos y respetados por aquellos. Como consecuencia de todo ello, Aquino terminaría diciéndonos que, tales derechos, al nacer de obligaciones naturales, son igualmente naturales, razón por la cual son inviolables e inamovibles, al no encontrarse su origen en ninguna convención humana (y, por tanto, bajo la espada de Damocles de su supresión o modificación por los hombres), sino en nuestra propia naturaleza.

Por todo ello, concluiría nuestro santo, para nuestro florecimiento como personas y para el de nuestros chicos, es necesario que, una vez tengamos descendencia, unos seamos buenos padres, y, los otros, buenos hijos.

Pero hoy me centraré únicamente en la que, a día de hoy, es una de las partes más débiles de la célula familiar. Voy a hablar del padre; no de la madre ni de los hijos, sino solo del padre, como una figura a extinguir, acusada de ser el epítome de lo masculino y la máxima expresión del odiado patriarcado.

Es verdad que los padres de hoy en día –los que están presentes y ejercen– se implican más en el cuidado de los hijos que las generaciones que les precedieron. Sin embargo, la paradoja radica en que, de igual forma, la ausencia del padre en la vida de sus hijos es un hecho más y más frecuente. Hay cada vez menos padres presentes y ejercientes que, además, se ausentan mucho antes de desaparecer físicamente de escena. Su presencia empieza a diluirse en cuanto olvidan la vocación que les es propia. ¿Quizá porque, tanto la condición de padre como la condición de hombre no son hoy muy queridas? ¿O, porque faltan modelos de aquello que ha de ser un buen padre? Lo cierto es que, los pocos padres implicados que hay no compensan la ausencia masiva de todos los demás (sea esta física, sea espiritual, emotiva o moral).

Este declive de la paternidad –y de nuestra comprensión de lo que significa– constituye un gravísimo problema.

Frente ello; frente a esa irracional tendencia destructiva y desincentivadora, creo firmemente que llegar a ser un buen padre es de las mejores cosas que un hombre puede aspirar a ser, y de las más exigentes también: un patriarca, un líder, un ejemplo, un confidente, un maestro, un héroe, un amigo… un padre es todo eso y algo más, algo indefinible que da unidad a todo lo anterior y que se llama amor. Como alguien dijo una vez, y no se equivocaba, los padres son hombres simples y comunes, convertidos por amor en héroes, aventureros, guerreros, poetas y cantores.

Pero, si queremos restaurar la paternidad a su estado original, no podemos olvidar que se encuentra indefectiblemente unida a la concepción –hoy también malherida– de la masculinidad. Una y otra son inseparables.

Y hoy día, la concepcción de la masculinidad oscila entre dos extremos, ambos perniciosos. Por un lado, el que ve a los hombres como seres confusos, diluidos, débiles, que han abandonado aquello que constituye su natural identidad: procrear, proveer y proteger, y como corolario de todo ello, educar. Y, por otro, el que los presenta prepotentes y vanidosos, ansiosos buscadores de sexo (desligado de la procreación), poder y dinero, cuanto más mejor, y si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía.

Pero esto no es masculinidad, ni obviamente paternidad. Ni la debilidad, ni la supuesta sensibilidad, ni la promiscuidad, ni el dinero, ni el poder hacen a un hombre.

Los hombres de verdad no son dominadores, tiranos u opresores, así como tampoco débiles y sumisos, son otra cosa, son servidores. Ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos y sus deseos. Y la construcción y el mantenimiento de una familia es la más grande de las empresas que un hombre pueda llegar a emprender. Aquello que le pone a prueba y nos da su medida.

El hombre está al servicio de su familia, de su mujer y de sus hijos, con las funciones que he mencionado de procrear, proveer, proteger, y educar. Ese es el verdadero significado de la paternidad. Y, si los niños no son testigos de este tipo de entrega y de servicio, tengan por seguro que crecerán huérfanos en algún sentido, llenos de confusión y de desorden en sus mentes y sus corazones. Necesitamos a padres que críen a sus hijos «en la decencia y el honor», como versó el poeta escocés Robert Burns.

Pero, como todos sabemos, ser padre es una cosa y ser un buen padre otra que está más allá de nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, tendremos que pedir ayuda. Pensando en eso el poeta norteamericano Douglas Malloch, escribió:

«Padre de padres, hazme ser uno,
Un ejemplo digno para un hijo».

Aun así, en la parte que nos toca, por pequeña que esta sea, todos debemos empeñarnos en esta restauración, en este rescate. Incluso aquellos que no son ni serán nunca padres, tienen la obligación de no dejar a los que lo son (y a aquellos que podrán llegar a serlo) abandonados a su suerte. Deben intentar rescatarlos de su ostracismo y de su olvido, como Eneas rescató a su padre de la destrucción de Troya.

Y una parte importante de esta labor de restauración es convencernos de nuevo de que los padres son insustituibles y necesarios: porque proporcionan protección y seguridad (aunque esta labor hoy sea hoy poco reconocida y comprendida, al menos en el mundo occidental), porque proveen a las necesidades familiares (aunque ahora esta sea una función compartida en muchos hogares) y porque, como trato de resaltar aquí, muestran a los hijos modelos y guías de conducta masculinos, diferentes y complementarios a los de las madres. Los padres tienen un estilo de crianza significativamente diferente al de las madres, pero igualmente necesario, y si falta, el niño, muy probablemente, se resentirá durante toda su vida.

Y en la literatura, en la buena y la grande, podremos encontrar una ayuda para esta restauración. Ya les he comentado algunos de esos libros, pero habrá otros que pasaré a comentar en futuras entradas. Cierto que no se trata más que de historias, pero tengan por seguro que podrán ayudar a los chicos, brindándoles ejemplos de simples, pero buenos hombres, que en su función paternal podrán enseñarles a ser buenos padres.

Por último, los que somos padres, no debemos olvidar que esa función, ese destino, ese encargo que se nos hace y sobre el que se nos pedirá cuentas, es virtuoso en sí mismo, ya que está también concebido, como dije antes, para nuestro bien, y no solo para el de nuestros hijos. Los hijos son una bendición y nos transforman profundamente (a eso se refiere, en parte, la sentencia de san Juan Crisóstomo del inicio). En palabras del filósofo tomista J. Budziszewski:

«La descendencia nos convierte; nos obliga a convertirnos en seres diferentes. No hay manera de prepararse completamente para ello. Los niños llegan a nuestras vidas, ensucian sus pañales, alteran todos nuestros cómodos arreglos, y nadie sabe cómo van a resultar finalmente. De repente, nos sacan de nuestros hábitos complacientes y nos obligan a vivir fuera de nosotros mismos; son la continuación necesaria y natural de esa sacudida a nuestro egoísmo que inicia el propio matrimonio».

Pero, como sigue diciendo Budziszewski, «recibir esta gran bendición requiere valor». Así que, ya lo saben padres, armémonos de valor, pongámonos en marcha y preparémonos para la batalla. ¿Y, dónde tiene lugar esta? Primero, en nuestra alma, pero también en el alma de nuestros hijos. Así que, como nos dice el Apóstol, «vistámonos las armas de luz» y, con coraje, vayamos a su encuentro.

 

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