Los libros de abecedario ilustrados
Portada del famoso abecedario de Kate Greenaway, titulado Apple Pie (1886). |
«Pocos niños aprenden a leer libros por sí mismos. Alguien tiene que atraerlos al maravilloso mundo de la palabra escrita; Alguien tiene que mostrarles el camino».
Orville Prescott
De un tiempo a esta parte, la literatura infantil ha venido sufriendo las consecuencias de una de las pretensiones estrella de nuestra modernidad: acabar con la infancia. Una pretensión, como muchas que nos asolan, absurda, de perfiles suicidas, pues, ¿a dónde puede dirigirse dicha literatura si deja de haber infancia?
En esta labor, a la vez conspicua y deletérea, se afanan muchos, y cuanto más alejados están de lo que es formar una familia y ser padre, más intensa y obsesivamente se entregan a tal desempeño. De tal forma, que la literatura que hoy se hace nace manchada de este pecado original. Así, los libros infantiles parecen dirigidos a mentes adultas y complicadas que a las inocentes e ingenuas que, hasta a no mucho, eran las propias de la infancia.
De esta manera, se presentan con orgullo y se premian y promocionan, productos manifiestamente inadecuados. Son libros que encierran trampas mortales para el estado de inocencia del que los niños disfrutan e incluso pueden afectar negativamente a su gusto por leer: lecturas llenas de equívocos, simbolismos, ambigüedades y retruécanos, que sin duda podrían resultar un reto apasionante para un lector experto (no para cualquier adulto), pero que resultan fatales y frustrantes para uno principiante e inocente.
Uno de esos productos a los que me refiero son los libros de abecedarios.