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20.06.22

Shakespeare, Julieta, Romeo y el amor

                        «Romeo y Julieta». Ilustración de Jennie Harbour (1893-1959).


 

  

«Si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Romeo y Julieta II, 1

  

 

Suele describirse a la tragedia Romeo y Julieta, de William Shakespeare, como el epítome del amor romántico entre un hombre y una mujer. Pero, a salvo de mejor opinión, creo que esto es, al menos en parte, un error. Muy probablemente la forma en que Shakespeare quería que se leyera y entendiera su obra es otra, aunque quizá hoy, más que nunca, resulta difícil apercibirse de ello.

No cabe duda alguna de que el argumento central de la obra es el amor, pero estarán conmigo en que no se trata de cualquier amor, y mucho menos del Amor con mayúsculas, sino de uno joven y adolescente, inmaduro y alocado. Y por ahí es por dónde creo se desliza el equívoco, en la identificación de esta pasión amorosa descabezada que tan gráficamente se muestra en el drama, con el Amor mismo.

Y así, la lectura habitual de la pieza parece referirnos a la historia de un amor dónde la mala suerte o el destino es quien interviene decisivamente en su fatídica resolución, y en la que los amantes no son en absoluto responsables de la desgracia que sufren. Otra de las lecturas clásicas carga las tintas en la interferencia de los padres como la causante del infortunio, ya que sería la intolerante relación entre las familias la que destruye el irreprochable enamoramiento de los protagonistas, conduciéndolos irremediablemente a una trágica muerte. E incluso hay quien culpa directamente a los amantes del fatal desenlace.

Pero quizá podamos ver algo más si nos reencontramos con lo que es realmente el amor, o al menos con lo que debería ser.

Como resalté en el artículo inmediatamente anterior a este, no deberíamos confundir el amor con sus efectos concomitantes.

Por lo tanto, el amor no debería ser reducido a un mero sentimiento, aunque esta sea, por supuesto, una de las características que deben acompañarle, y deliciosamente, por cierto. Pero, por muy apasionado que este sentimiento pueda llegar a ser, nunca deberá conducirnos a abandonar otro de los aspectos propios del amor, como es el de la medida y la cautela que ayudan a conformarlo y darle vida. Y creo advertir que de algo de esto va Romeo y Julieta, porque, «si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Y así, la pieza trataría, por contraste, de aquello que no debería ser el amor, o más bien de a dónde nos puede conducir un amor desbridado e imprudente, abandonado de toda voluntad y cuidado. Un apasionado ejemplo de a qué consecuencias puede llevarnos el sentimiento pasional que acompaña al amor, y del cual nace, cuando se aleja de él. La obra es, pues, un muestrario de lo que nos ofrecerán los sentimientos concomitantes al amor alejados de las virtudes de la prudencia y la templanza que deben acompañar siempre a toda acción humana. Como aconseja a Romeo el personaje de Fray Lorenzo: «prudente y despacio. Quien corre, tropieza». El mismo personaje, más tarde, se extiende sobre ello al declamar:

«El gozo violento tiene un fin violento
y muere en su éxtasis como fuego y pólvora,
que, al unirse, estallan. La más dulce miel
empalaga de pura delicia
y, al probarla, mata el apetito.
Amad pues con moderación; el amor permanente es moderado.
El que va demasiado aprisa llega tan tarde como el que va despacio».

Pero, al tiempo que proclama esas cautelas, Shakespeare nos habla también de las consecuencias que pueden seguirse de olvidar otro aspecto importante.

El amor romántico nace y se desarrolla envuelto en las turbulencias de la pasión. Hay en él una confluencia perturbadora de deseo, sexo y, a no olvidar, de la pulsión natural que impulsa a un hombre y a una mujer a donarse mutuamente y a fundirse en esa donación. Todo lo cual lo convierte, sin perjuicio de su grandeza, en algo de muy difícil manejo y gestión para los jóvenes que se enfrentan por primera vez a él.

Por tal razón, no deberíamos dejar a los jóvenes solos cuando enfrenten ––como necesariamente enfrentarán–– las pasiones amorosas juveniles, ni desampararlos o mal aconsejarles, y mucho menos empujarles a entregarse sin medida ni reflexión, tal y como acontece en la obra y como hoy sucede con demasiada frecuencia, un día sí y otro también. Por eso en estos momentos la lectura de Romeo y Julieta, su correcta lectura, es tan necesaria.
Joseph Pierce nos lo cuenta:

«Este fracaso de los personajes adultos sirve de contrapunto moral a las pasiones traicioneras de la “juventud". Es como si Shakespeare ilustrara que los jóvenes se desviarán trágicamente si no son frenados por la sabiduría, la virtud y el ejemplo de sus mayores. La tragedia final es que esta lección sólo la aprenden los Capuleto y los Montesco tras la muerte de sus hijos. Sin embargo, la lección se aprende y el consiguiente restablecimiento de la paz proporciona una catarsis triste pero consoladora».

Pero en el famoso drama amoroso de Shakespeare, como en todo clásico, hay todavía más.

Chesterton, por ejemplo, en su biografía de Chaucer, y en referencia a esta pieza, nos llama la atención sobre el carácter misterioso y extraordinario del amor romántico:

«Lo que se puede aprender de “Romeo y Julieta” no es una nueva teoría del sexo; es el misterio de algo mucho mayor de lo que los sensualistas llaman sexo y los canallas  atracción sexual. Lo que se aprende de “Romeo y Julieta” no es llamar al primer amor, amor juvenil, por no llamarlo amor pasajero o flirteo, sino comprender que esas cosas que un millón de vulgarizadores han vulgarizado, no son vulgares. El gran poeta existe para mostrar al hombre pequeño lo grande que es».

Porque el amor no es algo vulgar, ni tampoco ordinario y corriente, por más que sea frecuente; ni siquiera el, a veces pasajero, amor juvenil. El amor es algo formidable, siempre especial y delicado, incluso el imprudente y juvenil, y es un lugar –si un lugar–,  donde ese hombre pequeño que todos somos se hace grande. 

Es cierto que la historia se torna sombría y trágica, pero ello no debe disuadirles de ofrecérsela a sus hijos. Decía William Hazlitt que en Romeo y Julieta «el espíritu de la juventud está presente en cada línea, en la embriaguez de la esperanza y en la amargura de la desesperación». Precisamente, es esa falta de un final feliz la que podría convertir la obra en una buena lectura, una lectura apasionante y, a un tiempo, cautelar, que deleita e instruye en armonía con el díptico horaciano.

Aunque, como señala John Senior, quizá sea conveniente hacer también alguna que otra advertencia:

«La lectura de “Romeo y Julieta”, por ejemplo, puede impresionar una imaginación viva. Estos amantes, se enamoran de un modo desesperado y ardiente, pero la lectura de estos bellos pasajes puede conducir al pecado, como el caso de aquellos condenados de la Divina Comedia, a quienes el Dante atribuye su suerte a la lectura de una novela cortesana. “Ese libro fue un galeotto”, dice Francesca, y galeotto significa en italiano proxeneta. Estas lecturas suponen paralelamente una formación moral estricta, seria, exigente y enérgica».

Así que, estén ahí, en sus lecturas, en la lectura de Romeo y Julieta, junto a ellos, orientándolos y charlando sobre la obra, antes, durante y después de la lectura de la misma.

Porque, este drama no solo es un clásico, sino, también uno de los buenos libros. Y es que, rectamente leído, podría ayudar a nuestros hijos a desprenderse del concepto confuso y desvirtuado que del amor hoy impera y, a la vez, a ayudarnos, tanto a ellos como nosotros, a enfrentar su primer encuentro con el amor romántico de forma más conveniente. ¿No creen?