InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Archivos para: 2021

16.04.21

¿Fantasmas literarios?

                                        «La ola». Obra de Carlos Schwabe (1866-1926).


 

  

«Como aquel que en un camino solitario
Anda lleno de miedos y temores,
Y habiéndose una vez dado la vuelta, sigue andando
Y nunca más habrá de volver la vista atrás:
Porque sabe que un demonio espantoso
Con paso firme se aproxima a sus espaldas».

Samuel Taylor Coleridge. Rima del anciano marinero.

  

     

  

Que nuestra cultura secular se encuentra muy alejada de todo lo trascendente es algo más que una mera opinión sujeta a debate. Es un hecho constatable. Pero, al mismo tiempo y de forma sorprendente, parece claro que esta cultura se siente extrañamente atraída hacia algunos aspectos de lo sobrenatural.

Uno de esos aspectos es el que se refiere a los espíritus fantasmales. Multitud de obras literarias y cinematográficas así lo atestiguan y la actividad aparentemente lúdica del Halloween que nos coloniza, es también una muestra de ello. Pero no se trata de algo nuevo. Desde tiempo inmemorial y en toda clase de culturas, el fantasma ha sido protagonista de historias y relatos. 

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7.04.21

Los cuentos de Perrault

                             «La bella durmiente». Obra de Heinrich Lefler (1863-1919).


 

      

«Es necesario que la lectura se haga escuchando, y que las páginas impresas sean voz sin nombre».

Charles Perrault





Hace unos días, hojeando una revista especializada en literatura infantil y juvenil, leí una frase que me impactó y que rezaba así: «un ejemplo de reproducción de discursos patriarcales es la recopilación de cuentos de Charles Perrault». Reconozco que esa breve cadena de caracteres gráficos fue lo que me impulsó a escribir esta entrada (que, cierto, estaba ya en la recamara, esperando su turno). La afirmación, por si sola, no tendría nada de grave, si no fuera por el deje de manifiesto desprecio que encierra, en consonancia con el tonillo general que, de un tiempo a esta parte, emana desde las altas esferas imperantes de la política y de la cultura, descalificando todo aquello que no encaja en la corrección política del «feminismo», la «multiculturalidad» y la «diversidad».

Una vez leí la frase sentí a Perrault revolviéndose en su tumba, e imaginé a su errabundo espíritu paseándose inquieto por entre las bibliotecas, a la espera de que alguien se atreviese a reivindicar su legado. También recordé los buenos momentos pasados en mi infancia en su compañía y los que recientemente pasé con él en compañía de mis hijas. Sé que el académico francés habría querido para su defensa a un paladín de más solera y peso especifico, pero es lo que hay. Además, puede que tras estas breves líneas alguien de esas características se anime a ello.

El que venga siguiendo esta bitácora sabe con certeza que si los cuentos de Perrault encajaran en «una reproducción de discursos patriarcales» tal y como es entendida por el discurso público imperante, no encontrarían muchas objeciones aquí, pero independientemente de ello, de lo que no le cabe duda a cualquier lector atento y libre de prejuicios modernos, es que esos cuentos serían, en todo caso, mucho más. Y es que esas fijaciones igualitarias de los adalides de la modernidad, lo único que ponen de manifiesto es la grave miopía que les impide ver el verdadero mensaje y provecho que se encierran en las páginas de tales cuentos.

Los eruditos están de acuerdo en que muchos motivos de los cuentos literarios europeos proceden de la mina inagotable de las epopeyas medievales, de las leyendas hagiográficas y de las exempla, de los cuentos renacentistas y de la predicación barroca. Sin embargo, parece ser que hemos leído muy poco de esa enorme masa de literatura que recoge con seguridad un tesoro oculto de proporciones tan maravillosas como maravillas encierra. Y en la Francia del siglo XVII, donde florecieron los cuentistas alrededor de las cortes regias, Charles Perrault fue, entre otros muchos, quizá el mas conocido de los que abrevaron en tan inmenso e inagotable granero.

La forma típica de estos cuentos franceses fue la traslación al medio escrito del modo tradicional en que venían transmitiéndose de generación en generación: el relato en voz alta de los ancianos a la luz del fuego del hogar. La elección de esta formula (la mamá oca, esto es, el aya o la abuela que cuenta oralmente cuentos a los niños) podría ser no solo un homenaje a la tradición oral, sino que, además, reuniría tres funciones diferentes:

• Moralizar el contenido narrativo, pues la autoridad de la figura de la abuela responde por la rectitud de las historias.
• Pasar por alto a la persona del autor, ya que Perrault y los demás escritores franceses de cuentos de la época no reivindicaban el estatus de inventores, sino simplemente el de escritores.
• Infantilizar a los lectores u oyentes, ya que si bien, en el caso de Perrault, sus destinatarios fueron originalmente niños (sus propios hijos), estaban sobre todo dirigidos al publico cortesano, quien está así invitado a identificarse con el niño que fue en el pasado como también lo fue el propio escritor que se dirige a él.

Pero, vayamos a los cuentos.

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17.03.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (V y final)

                «Atardecer sobre el lago del bosque». Obra de Peder Mønsted (1859-1941). 

  

    

«Así como, por coincidencia, el escultor no hace el rostro,

Sino que lo descubre allí donde se oculta,

Permite que las cruces descubran aquello que Cristo ocultó en ti,

Y sé su imagen, o, no su imagen, sino Él».

John Donne

 

«Toda la gran literatura constituye un paso ascendente en una escalera de Jacob que sube desde la tierra hasta las misteriosas altitudes del cielo».

Thomas de Quincey

  

 

En las tres últimas entradas comenté una serie de libros en los cuales cada uno de los autores trataba de reunir en su protagonista un perfil cristiano, en el sentido de imitador de Cristo (el christomimetes), buscando una suerte de semejanza o similitud con nuestro Señor. En esta entrada pasaré a examinar otras dos formas utilizadas por los literatos para evocar Su presencia o personificar ––siquiera torpe y deficientemente–– Sus atributos. Me refiero, en primer lugar, al uso de una panoplia de caracteres o personalidades (dramatis personae) entre quienes se reparte esa representación figurada, a modo de una borrosa analogía, y, en segundo lugar, a su presentación, de modo más directo y claro, mediante una suerte de alegoría.

Los ejemplos más representativos de estas dos maneras de proceder artístico son las obras de dos amigos que, sin embargo, diferían en el enfoque de esta cuestión, lo que precisamente dio lugar a esos dos caminos paralelos. Habrán adivinado que me estoy refiriendo, respectivamente, a El Señor de los Anillos (1954/1955) de J. R. R. Tolkien (ESA) y a Las Crónicas de Narnia (1950/1956), de C. S. Lewis.

 

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS (ESA, 1954/55)

                     «Viajando a través de la Tierra Media». John Howe (1957-).

En la grandiosa historia de Tolkien conviven tres personajes que en la opinión de muchos apuntarían, aunque por distintas razones, a Cristo mismo; me refiero a Frodo, Gandalf y Aragorn. Los tres refractarían diferentes imágenes de semejanza a Cristo, y ellos mismos, tomados en conjunto, conformarían una trinidad (aunque no en un sentido teológico), ya que realizan conjuntamente en la Tierra Media la analogía del ministerio de Cristo. En última instancia, la pregunta a formular aquí no sería, como en las obras anteriores, «¿Cuál de los protagonistas de la historia es imagen de Cristo?» sino, «¿Dónde está Cristo en la historia?», y su respuesta se encontrará allá donde la acción de cada uno de estos personajes haga honor a su Persona.

El filósofo católico Peter Kreeft (Philosophy of Tolkien, 2005) nos introduce en ello: «No hay una figura de Cristo completa, concreta y visible en “El Señor de los Anillos", como Aslan en Narnia. Pero Cristo, aunque a veces de manera invisible, está realmente presente en toda la historia. “El Señor de los Anillos” es como la Eucaristía. Bajo su apariencia encontramos a Cristo (…) verdaderamente oculto: “quae sub his figuris vere latitat"», y también, «más claramente presente en Gandalf, Frodo y Aragorn, que representan tres figuras de Cristo». Kreeft aboga vigorosamente por este enfoque trino: Gandalf, Frodo, y Aragorn son tres figuras de Cristo las cuales, sigue diciendo, «ejemplifican el triple simbolismo mesiánico del Antiguo Testamento: profeta (Gandalf), sacerdote (Frodo) y rey (Aragorn) (…) y se correlacionan con los tres poderes distintivos del alma, como lo han descubierto casi todos los psicólogos desde Platón a Freud: cabeza, corazón y manos, o bien mente, emociones y voluntad. Por esta razón, muchos grandes cuentos tienen tres protagonistas como Gandalf, Frodo y Aragorn». En esta misma línea, Stratford Caldecott encontró en Gandalf, Aragorn y Frodo no sólo ejemplos de heroísmo cristiano, sino también «una especie de ‘figura de Cristo’» (Over the Chasm of Fire: Christian Heroism in The Silmarillion and The Lord of the Rings, 1999), al igual que E. Fuller, quien los consideró al menos como anticipaciones parciales de Cristo (The Lord of the Hobbits: J R R Tolkien, 1976).

Siguiendo esta estela, Jorge Ferro, en su imprescindible Leyendo a Tolkien (Vórtice, 1996), nos dice: «La novela es una gran parábola del mensaje cristiano, es un refractarse de la imagen de Cristo, que es el sumo analogado, en los personajes centrales del relato. En tres de ellos esto resulta particularmente patente: en Frodo como redentor y víctima, en Aragorn como rey y en Gandalf como figura sacerdotal».

De esta manera tendríamos, como Cristo redentor, al personaje de Frodo. Como nos sigue diciendo Ferro:

«La figura más clara en este sentido es Frodo, en quien la imagen de Cristo es más fácilmente reconocible. Vemos que es célibe, como Cristo, y que lleva una carga como Éste lleva su cruz. Frodo es despojado de sus vestiduras y azotado, y una de las frases que pronuncia en su dolor es “Tengo sed”. Hay un creciente desasimiento. Y necesita un Cireneo, que no será otro que el fiel Sam, quien cargará con el anillo durante un tiempo (ESA, II, pp. 475 ss.) e incluso con el mismo Frodo (ESA, III, p. 288)».

A lo mismo apunta el R. P. José Miguel Marqués Campo en su interesante artículo El señor de los anillos: la verdad cristiana detrás del mito de Tolkien, cuando comenta que Frodo es «una figura del Siervo Doliente del Señor (Isaías) y, por tanto, figura de Cristo, pues como Cristo, Frodo entra en el corazón del reino enemigo para así destruirlo. Contemplamos el sacrificio voluntario de Frodo, aun hasta la muerte si fuera necesario, para que otros puedan vivir. Aunque no lo haya querido, lleva voluntariamente el peso del Anillo, como Cristo lleva voluntariamente el peso de la cruz».

En segundo lugar, como Cristo Rey, la figura a considerar sería la de Aragorn. Jorge Ferro comenta lo siguiente:

«Está también la reyecía de Cristo figurada en Aragorn: el Rey que viene, que se va manifestando. Hay en su torno un hálito de adviento. Es el que viene a ocupar el trono, a hacerse cargo de lo que es suyo. El que volverá algún día, tema que ciertamente en el mundo tradicional está abundantemente tratado; basta recordar los ciclos medievales. El rey que cura, que pondrá orden, que traerá consigo paz y fecundidad: ese es Aragorn». Esta es la misma visión de Clyde S. Kilby, un erudito profesor norteamericano que admiraba por igual la obra de Tolkien y la de Lewis, para quien Aragorn «podría simbolizar la realeza y la omnisciencia, la omnipotencia y la omnipresencia amorosa de Cristo».

El padre Marqués Campo (El catolicismo en Tolkien y en El Señor de los Anillos. Una aproximación con afecto, 2009), tiene una visión semejante, aún cuando no asimila a Aragorn directamente a Cristo sino con el rey David y con Carlomagno; así dice: «Aragorn es coronado por Gandalf y la paz que trae a su reino —’porque has asumido el gran poder, y comenzaste a reinar’ (Apocalípsis, 11, 17)— evoca la figura de Carlomagno, restaurador del Imperio, y al ser comparado con un árbol o retoño, prefigura un predecesor de Cristo, como lo es el Rey David».

Finalmente, en relación a Cristo como sumo sacerdote, el prototipo estaría representado por Gandalf. En la citada obra, Leyendo a Tolkien, continúa diciéndonos Ferro:

«Gandalf, que cumple, en cierto modo, un rol sacerdotal (…) En el Antiguo Testamento la gran figura sacerdotal es Melquisedec, cuya resonancia apunta con fuerza en Gandalf. Como a aquel, no le conocemos autor de días, aparece misteriosamente, no conocemos su morada original (cf. Heb. 7, 3). La tradición de la Iglesia ha visto en Melquisedec la figura del sacerdocio de Cristo, viniendo directamente de lo alto, y no trasmitido por la sangre». Así mismo, citando al jesuita Guido Sommavilla, nos señala Ferro que en Gandalf el Blanco vemos el arquetipo lejano y absoluto de «Cristo, muerto y resucitado (de hecho, Gandalf de algún modo muere y desaparece en el abismo, en un choque audaz con el enemigo y después vuelve transfigurado)».

El ya citado Clyde S. Kilby, creía, con Tolkien, que ESA no era una alegoría sino un mito y que ese era el camino apropiado para contar historias. De acuerdo con esta opinión, para él la gran obra de Tolkien no es «una ‘declaración’ o un ’sistema’. Es una historia para ser disfrutada, no un sermón para ser predicado». Pero, aclara que se trata sin duda de una historia de significación cristiana que «sugiere profundamente la tristeza de un paraíso perdido y la gloria de uno que puede ser recuperado». El mismo Tolkien nos lo cuenta en su poema Mitopeia, del cual adjunto un fragmento:

«El corazón del hombre no está hecho de engaños,

y obtiene sabiduría del único que es Sabio,

y todavía lo invoca. Aunque ahora exiliado,

el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado.

Quizá sea un des-graciado, pero no ha sido destronado,

y aún lleva los harapos de su señorío,

el dominio del mundo por medio de actos creativos […]

hombre, subcreador, luz refractada

a través del quien se separa en fragmentos de Blanco

de numerosos matices, que se continúan sin fin

en formas vivas que van de mente en mente.

Aunque hayamos llenado las grietas del mundo

con elfos y duendes, aunque hayamos levantado

dioses y estancias a partir de la oscuridad y de la luz, […]

era nuestro derecho

(bien o mal usado). El derecho no ha decaído.

Aún creamos según la ley en la que fuimos creados».

Y es que, independientemente de otras razones, Tolkien, aunque hubiera querido, no hubiera podido hacer uso de la alegoría como hizo Lewis, ni siquiera de una analogía perfecta o completa, porque su historia se desarrolla en este mundo nuestro antes de la Encarnación (unos 11 milenios antes, según las cuentas del padre Irigaray). Si Frodo, Gandalf o Aragorn se hubieran asimilado muy cercanamente a Cristo (y mucho menos si se hubieran asimilado del todo), ya serían Cristo mismo, y se habrían convertido en los salvadores de la Tierra Media, desplazando así a Jesús como su único y verdadero Rey y Señor. Podemos discutir ––y muy probablemente se seguirá discutiendo–– sobre si es posible encontrar en la obra de Tolkien la existencia de una o varias analogías de Cristo, y en cierto modo, tales discrepancias encuentran abrigo en el propio autor y su concepto de «aplicabilidad». Como dice Eduardo Segura, Tolkien sostenía que «es posible que un mismo pasaje diga cosas distintas en diferentes situaciones existenciales», y por lo tanto, que es perfectamente posible que una obra literaria diga cosas diferentes a lectores diferentes o incluso al mismo lector en distintos momentos de su vida. La diferencia entre la «suposición» alegórica de Lewis y la «aplicabilidad» de Tolkien radicaría, según este último, en que en la primera su significado permanece en el dominio intencionado del autor, y en la segunda se traslada a la libertad del lector.

Pero, donde creo que no hay discusión es en que su gran obra es resultado de una imaginación profundamente cristiana que recoge símbolos e imágenes nacidas muy hondamente en las entrañas del propio Tolkien, siendo esta la razón de que el relato responda, aunque de manera imperfectamente análoga, a la historia y pasión de Cristo. Muy imperfectamente análoga, ya que, propio Tolkien reconoció en una de sus cartas, la Encarnación de Dios es algo infinitamente más grande que nada que se hubiera podido atrever a escribir.

 

LAS CRÓNICAS DE NARNIA (1950/56)

                               «Aslan y Caspian». Ilustración de Justin Sweet.

Suele plantearse como una cuestión fuera de toda discusión que Lewis nos presenta al personaje de sus Crónicas de Narnia, el león Aslan, como una representación alegórica de Cristo. Es cierto que esta correspondencia fue, en algún modo, corroborada por el propio Lewis, aunque como él nos confiesa, no fue intencional; así en una carta dirigida a James E. Higgins, dice: «Los libros de Narnia no son tanto alegoría como suposición: ’supongamos que hay un mundo de Narnia y que, como el nuestro, necesita redención. ¿A qué tipo de encarnación y de la pasión podría suponerse que Cristo se sometería allí?’», y añade luego: «Solo después de que Aslan entró en la historia ––por su propia cuenta; nunca lo llamé–– recordé al ‘León de Judá’ de las Escrituras». Siguiendo con palabras del propio Lewis, podemos ver así a Narnia como «un par de gafas, algo que hace posible ver todo lo demás de una manera nueva».

El biógrafo de Lewis, Alister McGrath, resume esa visión alegórica con la que el autor británico relata la historia de la Salvación, de esta manera:

«Una creación buena y hermosa se echa a perder y se arruina por una caída, en la que se niega y se usurpa el poder del creador. El creador entra en la creación para romper el poder del usurpador, y restaura las cosas mediante un sacrificio redentor. Sin embargo, incluso después de la venida del redentor, la lucha contra el pecado y el mal continúa, y no terminará hasta la restauración final y la transformación de todas las cosas. Esta metanarrativa cristiana […] proporciona un marco literario y una base teológica a las múltiples historias que se entretejen y se entrecruzan en las Crónicas de Narnia de Lewis».

Pero, debido a la trascendencia de la cuestión (el tratamiento de Cristo en una obra de ficción por parte de un autor cristiano), lo de la claridad no está tan claro, valga la redundancia. La presencia de Cristo en Las Crónicas, representado en una suerte de alegoría por Aslan, es, en cualquier caso, una presencia misteriosa y apofática y por lo tanto se trata de una alegoría imperfecta, como no podía ser de otra manera. Siguiendo al propio Lewis, podríamos decir que en Narnia se trata de contestar a la pregunta «¿qué pasaría sí…?» y que, como respuesta, se nos ofrece una suerte de símbolos alegóricos, el más fuerte, claro y constante de los cuales es el de Aslan representando a Cristo.

No obstante, esta especie de alegoría no mantiene la misma intensidad y claridad a lo largo de toda la obra. Puede sostenerse que solo la primera y la última de Las Crónicas de Narnia expresan explícitamente el mensaje cristiano. Las restantes, que también presentan a Aslan, lo hacen de manera más velada. Como dice Peter J. Schakel:

«Entretejido a través de estas representaciones claramente cristianas de Aslan hay un hilo de misterio. En ‘El sobrino del mago’ es el creador, y su canto llena Narnia de luz y vida. En ‘La última batalla’ es un juez, que separa a los que lo aman y quieren estar con él en la Nueva Narnia (el cielo) de los que no lo hacen. En ‘El Príncipe Caspian’ sólo es visible para aquellos que creen que está allí, y muchos se preguntan “¿Por qué no puedo verlo?”. En ‘La Silla de Plata’ le dice a Jill, “He tragado chicas y chicos, mujeres y hombres, reyes y emperadores, ciudades y reinos”, no como si estuviera presumiendo, o arrepentido, o enfadado, sino simplemente declarando un hecho, aunque su significado sea desconcertante. En ‘El caballo y el muchacho’, cuando Shasta pregunta a una criatura invisible que camina a su lado en la oscuridad “¿Quién eres?”, una voz responde tres veces “Yo”, lo que apunta misteriosamente al encuentro de Moisés y a la Trinidad. Kallistos Ware tiene razón cuando llama a Aslan “un león profundamente apofático: no es siempre pacífico o manso; nunca está bajo el control de nuestra voluntad humana o de nuestra lógica humana; permanece siempre como ‘el Otro inimaginable’ que está todavía singularmente cerca de nosotros”».

Todo ello encaja en la idea de Lewis de no hacer una alegoría perfecta, sino más bien semejante a un paralelismo o a una suposición, lo que también le dio mayor libertad para tratar con el respeto y la reverencia debida a Cristo. Como dice Peter Kreeft, Lewis pudo así identificar en su suposición a Aslan con el Salvador. De hecho, Kreeft, en una postura bastante audaz, va más allá de toda analogía y tipología al decir que «Aslan no es una alegoría de Jesús», sino que «Aslan es Jesús; eso es lo que Lewis les dijo a los niños que le escribieron diciéndole que les preocupaba amar a Aslan más que a Jesús».

Para acabar, quizá sea ilustrativo señalar las diferencias que se dan entre una y otra forma de evocar a Cristo, entre la forma de Tolkien y la de Lewis. Como dice Forrest W. Shultz, «la analogía Cristológica de Tolkien difiere de la de C.S. Lewis. Narnia no es el pasado de la Tierra, sino que es un mundo completamente distinto que coexiste en el tiempo con la Tierra. Aslan en Narnia es la analogía de Cristo “in toto”, i.e., Aslan es una encarnación de Dios en una criatura, y por consiguiente, no tiene pecado, no comete errores, provee expiación por el pecado y la salvación completa, y obtiene una victoria final absoluta sobre el mal. Pero en la Tierra Media las figuras parciales de Cristo, (Gandalf, Frodo y Aragorn), de manera conjunta, son solo tipos de Cristo, i.e., prefiguran lo que Cristo mismo hará en el futuro cuando Él venga. Ellos, como los tipos de Cristo en el Antiguo Testamento, no son divinos, no son sin pecado, pueden y cometen errores y no proveen una salvación y una victoria total y completa sobre el mal, solo proveen una salvación y una victoria muy limitadas, lo que contrasta con la salvación y la victoria completa que Cristo proveerá en el futuro.

Gandalf, Frodo y Aragorn son, respectivamente, bosquejos de los oficios de Cristo: profeta, sacerdote y rey. Ellos no hacen y no pueden hacer la obra de Cristo porque, a diferencia de Aslan en un mundo diferente, están en este mundo en un pasado remoto e imaginario y por lo tanto solo pueden prefigurar, de manera tipológica, lo que Cristo hará en el futuro. La Tierra Media es un mundo de fantasía. Pero es descrito como el pasado remoto de nuestra tierra, no como un mundo totalmente diferente, como Narnia».

Finalmente, lo que no debemos olvidar es el carácter no intencional de estos dos experimentos creativos. Ni Tolkien (rechazando activamente la existencia de una intención religiosa en su obra), ni Lewis (reconociendo el carácter involuntario de un sí reconocido mensaje cristiano en la suya), actuaron con una intención inicial de crear un relato apologético o evangelizador. Fueron guiados (y sorprendidos) por su imaginación y sus creencias cristianas, y quizá iluminados o asistidos por una misteriosa «brisa en las horas de fuego» de su acto creativo.

 

EPÍLOGO

En esta breve recopilación he tratado de mostrar un imposible y cómo ese imposible, no obstante su anticipado fracaso, ha dado frutos, en consonancia con el espíritu cristiano. Sin embargo, el mayor de estos frutos, la más grande enseñanza del malogro de tales experiencias creativas, artísticas e imaginativas («según la ley en la que fuimos creados») no se encuentra en el relato mismo ni en sus personajes análogos a Cristo, sino que radica fuera de la narración. La mayor de las enseñanzas de estas experiencias artísticas es la reafirmación de la excepcionalidad del modelo ––Cristo–– y la confirmación apofática del misterio de su divinidad. Porque, si algo sacamos en claro de la lectura de todas estas obras es que, el plano espiritual, sobrenatural y trascendente de Aquel a quien se trata de imitar, al tiempo que deshumaniza y tornar utópicos a sus protagonistas/imitadores, llevado a sus últimas consecuencias en el Dios hecho Hombre, lo revela intensamente vivo y palpitante, intensamente real. Ninguno de los personajes mentados aquí, ni ningún otro, real o ficticio, se acerca ni de lejos a la vivacidad y personalidad atractiva y seductora de Cristo, en una palabra, a su autenticidad. Ninguno.

Porque, lo sepamos o no, cada uno de nosotros tiene un arquetipo, que es aquello que Dios piensa de nosotros como individuos irrepetibles y únicos y, en último término, ese pensamiento divino tiene como referencia a Cristo. Él es el supremo arquetipo del que somos imagen y semejanza. El que juguemos o no literariamente a representar, alegórica o análogamente a Cristo en nuestras imperfectas re-creaciones artísticas, carece de importancia. Solo cuando Cristo haya realizado en nosotros esa perfección (y hallamos abandonado por su mediación al hombre viejo ––Adán–– y le hallamos abrazado a Él como Hombre nuevo ––Cristo––), solo entonces, se nos dará un nombre ––nuestro nombre verdadero–– que responderá a lo que de verdad somos. Pero esto ya no tendrá nada de literario y todo lo literario carecerá entonces de importancia, ¿verdad?

9.03.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (IV)

         «Amanecer en Riesengebirge». Obra de Caspar David Friedrich (1774-1840). 

   

  

«Todos queremos ser encontrados».

G. K. Chesterton. Un hombre vivo.

 

«El amor debe comenzar en casa. Cierto. Pero es un pequeño amor y con poco valor el que termina ahí. No es siempre el loco el que muestra sus emociones. También puede ser el santo».

Myles Connolly. Mr. Blue.

   

  

   
Billy Budd, marinero (1891)

                                                    Varias ediciones de la novela.          

Billy Budd marinero, la novela que Herman Melville dejó en manuscrito a su muerte en 1891 (publicada póstumamente en 1924), ha sido tradicionalmente relacionada con una significación religiosa y objeto de múltiples discusiones al efecto, a pesar de que su autor mantuvo siempre una distancia entre respetuosa y reservada hacia lo religioso.

El personaje que da título a la novela, Billy Budd, al igual que Cristo es bello y bueno. Como Cristo trata a sus verdugos con una sensibilidad desgarradora. Y, como Cristo, es juzgado y ejecutado por un crimen que no le es imputable, un crimen que, «según el código militar, merece la pena capital», pero que visto desde la altura de la Verdad no es delito en absoluto:

«¿Cómo vamos a enviar a una muerte sumaria y vergonzosa a un semejante que nos consta que es inocente a los ojos de Dios?» … «a alguien que en el juicio final será absuelto».

Melville advierte a sus lectores que Billy Budd «no se presenta como un héroe convencional» y ciertamente no lo es, como tampoco el dilema que encierra la novela.

Billy Budd marinero, cuenta la historia de tres hombres de mar que termina en tragedia: el joven e ingenuo marinero Billy Budd, el envidioso maestro de armas John Claggart y el veterano capitán Edward Fairfax Vere. La trama se inspira en un episodio casi anecdótico que tuvo lugar a finales del siglo XVIII a bordo de un buque de guerra de la marina británica: la condena y ejecución de un joven marinero, querido por todos por su atractivo, bondad e inocencia, en razón de la comisión del homicidio involuntario de un oficial que le había acusado falsamente de sedición. Una historia con la violenta simetría de un juego de espejos. La juventud, la belleza y la fuerza de Budd inspiran un odio insidioso en Claggart, quien falsamente le acusa de motín. Cuando Vere pide a Budd que responda a la acusación, la justa indignación de este empeora un tartamudeo congénito que le impide hablar. Acuciado por su ira muda, Budd, impotente, golpea a Claggart, quien cae y, accidentalmente, se hiere y muere. «La inocencia y la culpabilidad personificadas en Claggart y Budd cambiaron de lugar en ese momento», nos dice Melville. Atrapado por las normas que buscan atajar la posible insubordinación que la conducta de Budd podría inspirar en la tripulación, el capitán Vere improvisa un juicio de segura condena para Budd, aplica una ley que considera injusta al caso y, finalmente, lo hace colgar. Vere muere más tarde por una herida de guerra, repitiendo el nombre de Budd como sus últimas palabras.

A pesar de algunas similitudes (su belleza, su inocencia, su sometimiento y condena a muerte en un juicio injusto), creo que Billy Budd no pretende representar a Cristo. Él es, por contra, el viejo Adán, bello, inocente, pero enteramente humano y menos perfecto, a pesar de sus gracias preternaturales, que el hombre redimido. En absoluto cercano al hombre/Dios. Su tartamudeo en el juicio, que provoca su silencio ante la falsa acusación y es causa de su reacción violenta, es muestra de esta imperfección. Cristo también mostró silencio en su infame juicio, pero fue resultado de su propia voluntad; Cristo se mostró manso, sin reacción ante las acusaciones y los castigos, pero no por imposibilidad o impotencia, sino porque así había de hacerlo para cumplir la voluntad del Padre. Melville parece insinuarlo:

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23.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (III)

   Ilustración de Salvador Tusell (1800-1900), siguiendo a Gustave Doré (1832-1883).

  

   

«Es una ciencia [la caballería] que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales».

                      Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha

  

   

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605/15)

                           Portadas de algunas las innumerables ediciones de la obra.

La pretensión de que nuestro mayor clásico ––quizá el mayor de los clásicos–– encierra una personificación de Jesucristo en el personaje del protagonista Alonso Quijano, no es ninguna novedad ni tampoco una afirmación temeraria, aunque pueda llegar a ser polémica. Desde la publicación de la obra no ha dejado de escribirse sobre esta cuestión, y hasta hace bien poco gente de la categoría de Miguel de Unamuno y Rubén Darío se han acercado al tema. A quien sepa leer bien (que no todos podemos hacerlo con esta obra) y, además, tenga una mínima formación cristiana (que tampoco está hoy muy extendida), no le resultará difícil encontrar apoyo a esta tesis. Pero les confieso que a mi no me ha resultado fácil, pues para quien no está entrenado es necesaria una lectura atenta y reflexiva. Por ello me he aproximado a los que más saben de esto, quienes coinciden en destacar ciertos pasajes indicativos de este paralelismo entre Cristo y don Quijote, de alguno de los cuales paso a hacer relación: por ejemplo, el de la primera salida, cuando un labrador vecino suyo, Pedro Alonso, viéndolo tendido en el suelo, le limpia el rostro, cubierto de polvo, como la Verónica a Jesús y luego procede a subirlo sobre un jumento, como el samaritano al herido de la parábola evangélica. O cuando don Quijote se ve metido en la jaula que le han preparado sus amigos para trasladarlo a la aldea, y contestando al barbero, da un gran suspiro, como Cristo en la cruz. O aquel en el que Sancho Panza, arrodillado ante su amo, le besa la mano y la falda de la loriga. O la escena de la incredulidad del carretero, en las aventuras de los leones, que hará exclamar al héroe, como Jesús a Pedro: «¡Oh, hombre de poca fe!». Y bastantes más.

Todo ello sugeriría la intención de Cervantes de presentarnos a un héroe que recuerda muchas veces a Cristo. El mismo Dostoievski, cuando se plantea algo similar (como veremos después), refiere como máximo y más perfecto ejemplo de tal pretensión al Quijote, y el ya citado Unamuno lo defendió siempre así.

Pero no se trata solo de la plasmación de signos, señales o evocaciones cristológicas más o menos vagas como las referidas. Es la personalidad misma del caballero la que apunta a Cristo, y esto es más fácil de percibir. Porque, sin duda alguna, el Quijote pretende ser un caballero cristiano y, como sabemos, el modelo de tal figura es Cristo.

             «Don Quijote velando armas». Obra de Ricardo Balaca (1844-1880).

El hidalgo manchego Alonso Quijano, de renombre el «Bueno», es un hombre cuerdo que, según se nos cuenta, un día pierde el juicio haciéndose caballero y tomado por nombre don Quijote. Pero pronto el lector se apercibe de que esta locura es solo el contraste entre su ideal y el mundo que enfrenta, un mundo extraviado por el pecado, las maldades y las injusticias, recordándonos la obra, a cada paso, el scandalum crucis de san Pablo y aquello de que «si somos locos, es para con Dios». De igual manera, a medida que leemos, percibimos que la Providencia va llevando sus iniciales cuitas mundanas, nacidas en la lectura de «detestables libros» y «profanas historias», hacia una realidad vital iluminada a luz de una fe que se manifiesta plenamente en su final. En este sentido, el teólogo católico alemán Erich Przywara, comentando precisamente esta interpretación tan unamuniana del personaje, dice: «tan enérgicamente contrapuestas son la concepción del mundo y de la vida que sostiene la fe, y la concepción del ’sano entendimiento humano’. que su modelo más perfecto está en el quijotismo, esto es, en hacerse ridículo hasta la demencia». En consonancia con lo peculiar de esta locura, Cervantes hace que su don Quijote recupere al final de la historia la cordura, pareciendo tal reconversión más bien resultado de la gracia divina que de otra cosa, tan milagrosa es la mudanza, pues el juicio vuelve al héroe justo en sus últimos momentos y con clara presencia de Dios en la escena, dejando esta vida el hidalgo con buen sentido y encomendándose al Cielo.

En semejanza a Cristo, el Quijote se enfrenta al mundo y proclama su verdad, su utopía de paladín cristiano, e intenta vivirla plenamente, contra viento y marea. Y para ello se enfrenta a lo que haga falta y sufre las consecuencias de tamaña excentricidad con humildad y resignación cristiana. Y trata de hacerse caballero, un caballero cristiano, para llevar a cabo esa misión, que no es otra que «la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». Porque, como el mismo dice, un caballero «ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales», reproduciendo aquello de Ramón Llull de que «ningún caballero puede ignorar las siete virtudes que son la raíz y el fundamento de todas las buenas costumbres y vías y caminos de la celestial gloria perdurable; de las cuales virtudes tres son teologales y cuatro cardinales». Estos rectos y exigentes mandamientos que don Quijote trata de poner en práctica en las andanzas de su cristiana odisea, no son otra cosa que las Bienaventuranzas evangélicas acomodadas a la vida de los caballeros cristianos, pues al caballero pobre como él «no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés y comedido y oficioso, no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo».

Pero, es cierto también, que el héroe de Cervantes se debate como todo caballero entre el amor mundano y el amor divino y que, a diferencia de Galahad, no sale bien parado de tal justa. La presencia conflictiva del interés amoroso lleva a don Quijote a desviarse de su ideal y le obliga en último término a renunciar a su empresa caballeresca ante la frustración invencible de su aventura. Pero, no porque esta estuviere guardada para otro más puro, como es el caso de Galahad frente a su padre Lanzarote en el relato arturiano, o el de Esplandián en nuestro Amadís (ya que don Quijote guarda fielmente su castidad, y sus desvelos por la amada son de carácter platónico), sino por la imposibilidad de liberar a Dulcinea de su encantamiento. Una Dulcinea que se había vuelto el centro de sus lides caballerescas en abandono de más puros y trascendentales ideales, en un cierto alejamiento, muy humano, de la figura de Cristo. Una identificación figurativa esta que, ni siquiera su más apasionado defensor, Don Miguel de Unamuno, se atrevió a llevar hasta sus últimas consecuencias, quedándose más bien el de la Mancha como discípulo e imitador, lo que, para bien, da lugar a una vida ––aunque literaria––, que en ciertos aspectos se parece mucho a la de su Maestro, el propio Cristo.

Quizá sea esto así, o quizá no; como sabemos, la obra es tan grande que encierra tesoros de diferente valor según quién busque, en una ejemplificación muy gráfica de la «aplicabilidad» de Tolkien. En todo caso, quiero pensar que Alonso Quijano alcanza, finalmente, al menos un logro, un logro que quizá no se había propuesto ––lo mismo que Cervantes––, pero que superaría con creces su inicial empeño: transformar su realidad y la realidad de los demás haciendo que para muchos, dentro y fuera del libro, florezca un mundo que siempre ha estado ahí fuera, aunque no nos demos cuenta, y que dará paso a uno mejor que está por llegar y aún no se ha visto. Por el camino nuestro hidalgo destruye los romances de caballería profanos y restablece la institución a su verdadero sentido cristiano, en una obra magistral que es un canto a la belleza de la vida.

De esta manera, aunque el Quijote pueda ser visto por muchos como una figura análoga a Cristo, como no podía ser de otra manera, Cervantes habría fracasado en su propósito. ¿O quizá no? ¿Y si ––como creo–– esa no hubiera sido nunca su intención? En todo caso, aún cuando se pudiese tomar tal ensayo como un fracaso, de lo que no cabe duda alguna es de que se trataría de un fracaso maravilloso que nos ha dado como fruto el legado de una obra inmortal.


EL IDIOTA (1869)

                                                   Varias ediciones de la obra.

Se suele relacionar al gran Dostoievski con los abismos del alma humana. En la que se señala como su obra cumbre, Los hermanos Karamazov (1880), Dostoievski narra, de forma incomparable, la dicotomía entre el bien y el mal, pero, ya unos años antes, el autor ruso había centrado su interés sobre el tema del bien en otra de sus novelas, El idiota (1869). Esta obra pone de manifiesto que, al igual que era capaz de sumergirse en los infiernos, también lo era de elevarse a gran altura moral, y su protagonista, el príncipe Myshkin, figura entre las más elevadas representaciones literarias de la bondad jamás logradas, en lo que constituye quizá una de las apuestas más arriesgadas del literato ruso. En una carta de 27 mayo 1869 el autor confiesa su propósito:

«La idea principal de la novela es retratar a una persona positivamente hermosa. No hay nada más difícil que eso en todo el mundo, (…). Porque es una tarea sin medida. Lo bello es un ideal, y el ideal ––tanto el nuestro como el de la Europa civilizada–– ya ha sido logrado. Sólo hay una persona positivamente hermosa en el mundo, Cristo, por lo que la aparición de esta persona infinitamente hermosa es, de hecho, un milagro infinito (…). No tengo nada de eso, absolutamente nada, y por lo tanto me temo que será un fracaso absoluto».

Cierto es que Dostoievski se impuso, como el mismo reconoce, una tarea quimérica, pero no creo que hubiera fracasado. Hizo todo lo humanamente posible y puso al servicio de la empresa todo su talento artístico, que era mucho; y esto para nosotros es un regalo.

En este reto de presentar el retrato de un hombre «positivamente bello», comparable a Cristo, e imaginar con toda la fuerza de la sensibilidad de un creador humano lo que sería de él y de los demás, no fue único. Dostoievski habla de Cervantes y el Quijote como el máximo exponente de esta pretensión imposible, obra de referencia a la que él dice no llegar ni aproximarse.

        Ilustración de L. Feinber,con el principe Myshkin y la familia Epanchin.

El Príncipe Myshkin representa a un hombre luminoso que vive en un mundo poblado por otros hombres que, en contraste, viven en la oscuridad. Se trata de una novela en la que el autor ruso explora los peligros que enfrentan la inocencia y la bondad en un mundo corrupto como el nuestro. El protagonista es un ser humano espiritualmente superior, con una generosidad de alma y una fe sincera en los demás que acompaña de una total inexperiencia e ingenuidad, pero que trata de redimir al mundo con su amor y compasión. Ocurre que el autor ruso nos lleva, aun de manera disímil a Cristo, a un final similar en lo dramático: nuestro mundo, tal y como es ahora, no puede recibir a la bondad, la belleza y la verdad; el fin de un hombre esplendente así es el desprecio, la locura y la muerte. ¿Es ese el resultado de la confrontación de lo humano con lo santo? ¿es ––como dice el teólogo ortodoxo Jaroslav Pelikan––, que «lo santo es demasiado grande y demasiado terrible cuando uno se lo encuentra directamente, como para que los hombres de cordura normal puedan contemplarlo cómodamente?».

Sea o no acertada su aproximación a la figura de Cristo, lo cierto es que Myshkin nos acerca también a otra figura, propia del cristianismo ortodoxo oriental, la del santo loco, el yuródivyy (юродивый). Esta figura, más que representar a la locura, representa a la cordura, porque el yuródivyy es capaz de desvelar verdades, esforzándose a través de una demencia imaginaria por revelar la locura del mundo. No solo lucha contra la insensatez de los pecados cotidianos, sino contra la insania de no comprender y, por lo tanto, de no poder contemplar la verdad del mundo creado, que atenaza y ciega a los hombres. Según Joseph Frank «aunque el príncipe caballeroso y bien educado no tiene ningún parecido externo con estas figuras excéntricas, sí posee su tradicional don de percepción espiritual, que opera instintivamente, por debajo de cualquier nivel de conciencia consciente o compromiso doctrinal». Y es que una de las características singulares del príncipe es su ojo, su visión, una capacidad visionaria similar a la que menciona el apóstol Pablo, que hace que los secretos del corazón se hagan manifiestos. Esta capacidad sobrenatural para ver más allá de la superficie de cosas y personas, y sondear la profundidad de los corazones y las almas (la llamada cardiognosis), propiamente pertenece a Cristo, pero con ella han sido agraciados algunos santos, como el cura de Ars, el padre Pío o Catalina de Siena. Myshkin también parece gozar de este carisma, como muestra este fragmento de la novela:

«¡Pero, perdón, príncipe, por un lado muestra usted una simplicidad y una inocencia como no se han visto ni en la edad de oro, y de repente, al mismo tiempo, atraviesa usted a un hombre de parte a parte como una flecha, con una penetración psicológica increíblemente profunda!».

La obra presenta dos pasajes que destacan sobre los demás. El primero de ellos es es la famosa frase que se atribuye al príncipe: «la belleza salvará al mundo». Una frase sobre la que el autor no se explaya en su obra.¿Se refiere aquí Myshkin/Dostoievski a Cristo y a que la salvación solo está en Él? ¿Es esta la via pulchritudinis que nos ha recordado recientemente el papa Benedicto XVI? ¿O hace referencia a la visión preclara de la verdadera realidad, esa que nos ayudará ––de la mano imprescindible de la gracia–– a acercarnos a Él, para que así nos salve, al modo de la visión de maravilla y asombro de que nos habla Chesterton? En cierto modo, todo es lo mismo y apunta a lo mismo, Cristo, pues como nos decía santo Tomás, «pulchritudo habet similitudinem cum propriis Filii» (la belleza presenta cierta similitud con lo que es propio del Hijo). Quizá la respuesta sea que la Belleza salvará al mundo, simplemente, porque Ella lo ha creado.

Detalle del cuadro de Holbein. Las manos crispadas, grises y apagadas, sin vida, propias de un cadaver.

El segundo de los pasajes es la famosa pintura de Hans Holbein (1497-1543) que presenta a Cristo muerto. Y ciertamente, Cristo murió («Fue arrancado de la tierra de los vivos» ––Isaías 53, 8–– y «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» ––Hebreos, 2, 9––). Pero, esta no es la cuestión aquí. Lo impactante de esa pintura es que pone de manifiesto, crudamente, algo que muchos no logran imaginar, la materia inerte de un cuerpo privado de su alma a causa de la muerte, de un cuerpo muerto. El artista alemán representa, de forma descarnada y con grotescos detalles (color mortecino y cadavérico, rasgos de rigor mortis, carencia de cualquier signo de vida) lo que sería un cuerpo sin alma, aun cuando, según el pintor, pretenda ser el de Cristo. Y eso causa una gran impresión. En este cuadro el hombre aparece convertido en un objeto en lugar de un sujeto. Creo que no cabe duda de lo perturbador y dañino que es contemplarse a uno mismo como objeto e intuyo que esta es la razón de la escena. Quizá por ello el Príncipe Myshkin comenta que mirar tal pintura puede hacer que uno pierda la fe (en lo que no es sino una traslación de la impresión que la contemplación del cuadro causó en el autor). De hecho, el cuadro ilustra perfectamente una enfermedad que aqueja a nuestra cultura moderna, la causada al borrar o degradar el rostro del hombre como reflejo del de Dios, para comerciar con él convirtiéndolo en una mera mercancía. Sin embargo, al poco de pronunciar esa frase, Myshkin se desdice, ¿quizá porque se da cuenta de que, como es posible que Holbein tratara de demostrar en esa pintura, Cristo murió realmente, pero lo hizo para resucitar?, ¿quizá porque sabe que solo hay verdadera vida porque Él ciertamente murió de veras y muriendo venció a la muerte? Por eso el cuadro, por mucho que impresione, ha de verse con esperanza, ya que «no era posible que la muerte lo dominase» (Hechos, 2, 24) y por eso, como dijo santo Tomás, «la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo».