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14.04.20

El juego y los buenos libros (¡hay que ser más serios con el juego!)

                              El corro de las rosas, obra de Frederick Morgan (1847-1927).

 

   

«El verdadero objetivo de toda vida humana es jugar».

 

G. K. Chesterton

 

«No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar». 

 

George Bernard Shaw

   

  

De un tiempo a esta parte, el utilitarismo viene subvirtiendo el ideal clásico, expresado por Aristóteles, de que para el hombre, el juego y la maravilla son el principio de la sabiduría. El verso de Stevenson, «tan lleno el mundo está de cosas miles, que debemos cual reyes ser felices», puesto en labios de un niño que canta alegremente, recoge este espíritu. Es verdad, el mundo esta lleno de cosas bellas, cosas que se conmueven («hay lágrimas de las cosas» nos dice Virgilio), y cosas que nos conmueven («allí vive la más querida frescura, en lo más profundo de las cosas», como canta Manley Hopkins). Pero es preciso reparar en ellas, ser conscientes de que existen. Y el juego fue siempre un modo de adentrase, entre seguro y temeroso, en los tesoros de lo creado. 

Que el juego, el verdadero juego, es algo propiamente humano, nunca ha sido puesto en duda. ¿No era Schiller quien decía que «solo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega»? Y hace no mucho, el historiador John Huizinga, en su ya clásica obra Homo ludens, vuelve a recordárnoslo cuando nos cuenta que el juego nace con el hombre, que existió antes de toda cultura y que toda cultura surge en forma de juego. Es más, es algo natural en los niños. Como nos recuerda san Agustín de su infancia en sus Confesiones«Me gustaba jugar». 

Pero esta idea clásica de juego ha sido prostituida por la modernidad. Ya no es un lance pedagógico, un ritual iniciático que sirve de salvoconducto para internarse en la realidad del mundo creado. Ha sido reconducido ––y en el proceso, deformado–– hacia las entrañas de un artefacto. Y en este trance de progreso, el hombre es aislado de su interior y guarnecido de su exterior. Se le priva de meditación y de contemplación y, a cambio, se le proporciona una ración de tensión mecánica e irreflexiva sumida en la inmovilidad. Este es el escenario lúdico del mal llamado juego virtual. 

 

                               Mañana de Navidad. Óleo de Carl Larsson (1853-1919).

Pero el juego no es esto. Los niños lo saben… o lo sabían hasta hace poco. 

Hay una parábola de Nuestro Señor (Mt. 11, 16-19), cuya enseñanza, si bien no apunta a lo que voy a decir a continuación, puede servir para ilustrarlo. Nos cuenta el Señor: hay unos niños en la plaza; tratan de jugar a un juego en el que unos imitan una fiesta de bodas y un entierro, y otros, en principio, observan con el propósito de participar como público. Pero, pronto, los actores se aperciben de que algo no va bien con sus espectadores. Parece que los niños que hacen de “público” no quieren jugar, porque no responden a ninguna incitación, ni a la música alegre de la flauta ni a los cantos fúnebres, pues ni ríen, ni danzan, ni lloran. No se mueven. No reaccionan, no responden debidamente. En una palabra: no juegan. ¿Es pasividad? ¿es indiferencia? ¿es evasión de la realidad? Hay desidia, tristeza, desinterés… hay mediocridad, y esto es así porque no hay juego. 

 

                             La gallina ciega. Óleo de Edmond Castan (1817-1892). 

Y hoy tampoco lo hay. Esto no ha pasado desapercibido a las instancias científicas. En un reciente informe sobre el juego infantil (2007), la Academia Americana de Pediatría (AAP) esbozó una serie de beneficios asociados al juego libre que, según allí se cuenta, se están perdiendo a causa de su dramático abandono. Y aunque no son ninguna novedad, pues tales provechos han sido desde siempre conocidos, no estará de más recordarlos:

  • El juego permite a los niños usar su creatividad y desarrollar su imaginación, destreza e inventiva.
  • Les anima a interactuar con el mundo que les rodea.
  • Les ayuda a conquistar sus miedos y construir su confianza.
  • Les enseña a trabajar en grupos, a que aprendan a compartir y resolver conflictos.

Sin embargo, estas conductas lúdicas se van haciendo más y más raras y de manera progresiva se van concentrando en grupos de cada vez menor edad. La infancia se reduce. Del juego libre en el parque se pasa a la discoteca light y poco después al botellón, y todo ello a una velocidad de vértigo. Según explican los expertos, a los pequeños se les da acceso a conductas libres de control sin el correlato de la responsabilidad que habría de acompañarlas, y la diferencia entre madurez biológica y social se dilata a cada paso.  

 

 

                                 El pequeño Nimrod. Óleo de James Tissot (1836-1902).

Bien, pero… ¿qué relación tiene el juego con los grandes y buenos libros? Porque, a priori, cuando se lee no se juega. Semejan ser dos actos incompatibles. Sin embargo, la vinculación existe, aunque no es evidente. La imposibilidad de practicar a un tiempo dos actividades no es razón para entender que no dependan una de la otra o de que ambas no estén interrelacionadas. Así ocurre con el juego de verdad y la lectura, que desde siempre mantienen una mutua y muy sana correspondencia. 

Acabo de calificar al juego como «verdadero», pero ¿a qué me refiero con este epíteto? Pues a la ocupación humana que consiste en construir o idear algo sin finalidad práctica alguna. Ese algo, que se modela a través de la imaginación, es un nuevo mundo, simbólico, autosuficiente y personal; un pequeño universo ideal en cuyo interior se desarrolla una actividad (una vida) que se da a sí misma sus leyes, sus premios y sus sanciones. Ese mundo tiene que ver, desde luego, con el de la vida real, con la existencia cotidiana, a la que imita y refleja, pero a la que también altera y modifica a modo de ensayo. 

Si esto es así, ¿hay realmente diferencias entre crear libremente un juego y jugar a él, y jugar a un juego dado? Las hay. Tanto como que uno es verdadero juego y el otro, en muchas ocasiones, no lo es. Hoy en día nuestros hijos juegan cada vez más sobre la base de sofisticadas estructuras lúdicas creadas a sus espaldas. Son meros ejecutores e incluso en muchos casos, no pasan de ser más que observadores de los efectos y reacciones de las que no son autores y de las que nada saben. Antes no era así. El juego bien jugado exigía mucho más de los chicos. De entrada, se veían en la tesitura de inventar ellos mismos juegos, con sus reglas, variaciones o estrategias. Con muy pocos elementos levantaban grandes juegos (a los que todavía llegamos a jugar nosotros, los que hoy somos padres, contribuyendo en ocasiones con nuestro granito de arena creativa). Estos juegos de siempre nacieron de una libertad de acción y pensamiento que tenía su motor en la necesidad. Ello permitía a los niños crear algo por sí mismos, algo que ansiaban en su propio corazón. Cuantos más juegos creaban, más variedad de personajes y objetos de utilería tenían que imaginar, y más complejo se volvía el juego. Algunos incluso requerían el desarrollo de personajes que interactuaban unos con otros utilizando objetos imaginarios y siguiendo un determinado guion. Todo esto exigía un gran esfuerzo de creatividad y, sobre todo, de imaginación. Y es aquí, en la imaginación, donde está el lugar de encuentro entre el juego y los libros.

 

 

                                Jugando a la pídola. Óleo de Raffaello Sorbi (1844-1931).

La palabra, oral o escrita, ha tenido desde siempre una relación estrecha con el juego. Esta relación se pone de manifiesto en el uso recreativo y placentero del lenguaje: el doble sentido de las palabras, las charadas, los retruécanos, las adivinanzas, los trabalenguas, o simplemente el placer de recitar de memoria retahílas, refranes o dichos, sea por presunción, sea por el placer de sentir el dominio sobre la lengua, sea por el goce de escuchar su musicalidad o su armonía. 

Pero hay una segunda razón de ser para ese juego literario, para esa actividad lúdica que constituye la lectura de los grandes y buenos libros. Su trato frecuente alimentará el ingenio, la creatividad y la facultad de percepción. Y esto dará lugar a un sano desarrollo de la imaginación. Con la transformación de esa riqueza de fantasía y asombro en nuevas ilusiones y ficciones, estas serán objeto de juegos, que a su vez, facilitarán la inmersión de los niños en la maravilla del mundo. Un mundo imaginado que será una segunda fuente de alimento espiritual y poético. Porque, como sabemos, de los dos caminos que conducen a la contemplación, uno está pavimentado con palabras y otro se extiende ante nosotros como un misterioso sendero bajo un cielo estrellado.

 

 

                     La vuelta al mundo, óleo de André Henri Dargelas (1828 - 1906).

Y así, como dice el profesor Anthony Esolen, ante la sorpresa al contemplar la inmensidad y belleza del mundo, fuente natural del temor y majestad de lo creado, los niños soñarán y «la inmensidad del cielo llevará naturalmente su mente a contemplar los infinitos, en una visión apta para asociar ese cielo sin fin con la expansión del espíritu, con alegría, libertad y santidad». No en vano, el lema del conocido Programa de Humanidades Integradas (PHI) de la Universidad de Kansas, del profesor John Senior y sus colegas Nelick y Quinn ––donde se combinaban sabiamente estos dos caminos––, rezaba, expresivamente, «Nascantur in admiratione» («que nazcan en el asombro»), como una clara declaración de los principios a los que me acabo de referir. 

De esta manera, los chicos pasarán a percibir doblemente, a través del asombro de las letras y a través de la maravilla de lo creado, dando lugar a un circulo virtuoso de juego y lectura, de lectura y juego, en el que el hilo conductor será la imaginación. 

Por eso, deleitarse con los buenos libros y contemplar con asombro la naturaleza les enriquecerá y hará que atesoren en sus corazones las provisiones necesarias para alimentar esa imaginación tan necesaria como escasa en nuestro mundo de hoy.

Y termino con la cita completa de Chesterton con la que he dado comienzo a este escrito: 

«No solo se puede decir mucho en alabanza del juego, sino que es posible decir las cosas más altas en elogio del mismo. Podría mantenerse razonablemente que el verdadero objetivo de toda la vida humana es jugar. La Tierra es un jardín de tareas; El Cielo un patio de recreo».