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25.02.20

¿Novelas de suspense? Edgar Wallace y John Buchan

                            El cadaver era hermoso. Obra de Tom Lovell (1909-1997).

 

 

«Si un hombre no está ansioso de aventuras a la edad de veintidós años, la seducción de las expectativas románticas nunca llegará a él».

Edgar Wallace


«Todo hombre en el fondo de su corazón cree que es un detective nato».

John Buchan

   

 

Me reconozco usuario de la palabra «thriller». Es un vocablo sonoro e impactante, muy en sintonía con su significado. Además, reúne en una sola palabra lo que en español precisaría al menos de tres. Pero es verdad que no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Tenemos que acudir al Diccionario Panhispánico de dudas para encontrar algo. Desde allí se nos dice que «thriller» significa, literalmente, «Obra cinematográfica o literaria que suscita expectación ansiosa por conocer el desenlace. A pesar de su extensión en el uso, se recomienda sustituir esta voz inglesa por expresiones españolas como película o novela de ´suspense` o, en América, de ´suspenso`». Parece que está claro: lo correcto es prescindir de su uso y sustituirlo por «obra de suspense». Pero a pesar de ello la palabra seguirá atrayéndome casi tanto como lo que significa. Porque las «novelas de suspense» son realmente entretenidas.

La atracción y el encanto de este tipo de historias se encuentra en su temática: el centro del relato está radicado en el incidente, en la acción, la aventura y el trajín al que se somete al protagonista, que suele ser un inocente normalmente atrapado en eventos que lo sobrepasan. Estos elementos son los que, sabiamente combinados por el autor, logran que el relato suscite en el lector una «expectación ansiosa por conocer el desenlace». Si bien se trata de un género menor, en cierta medida tiene sus modelos en obras como la Odisea de Homero y, más cercanamente, en libros como los que relatan las aventuras de David Balfour (Secuestrado y Catriona) de Robert Louis Stevenson. En una historia de suspense, todos los elementos son secundarios al incidente, la acción y el movimiento.

En contraste con esto, en la novela de detectives el énfasis está en el método, el motivo y la búsqueda de pistas. Puede haber incidente y acción, así como un considerable suspense, pero en el fondo esos elementos son secundarios al procedimiento de investigación. La atmósfera, el escenario, la aventura, todos claros elementos de los relatos de suspense, pueden desempeñar un papel, incluso un papel importante, pero todavía están subordinados a la solución del problema central.

Además, en la novela de suspense la presencia de «la forza del destino» adquiere una relevancia capital. El protagonista suele estar a merced de ese destino, incluso cuando trata de rebelarse contra él. Rara vez se salva solo por la habilidad, la inteligencia, el coraje, o incluso el sentido común. En el mejor de los casos, cuando surge la oportunidad puede aprovecharse de ello, pero por lo general es salvado no por sus propias acciones, sino por su destino. La «fuerza del sino» no es aquí fatal, más bien adquiere un aire providencial y siempre acude en la ayuda del protagonista.

Para ilustrar esto, hoy voy hablarles de dos ejemplos clásicos de novelas de suspense, ambos perfectamente accesibles a nuestros adolescentes y jóvenes mayores de 12 años. Me refiero a El hombre que no era nadie de Edgar Wallace y a Los treinta y nueve escalones de John Buchan, historias que tiene en común no solo su condición de novelas entretenidísimas, sino también, curiosamente, conexiones con el África del Sur.

 

El hombre que no era nadie (1927)

Portada de una de las primeras ediciones de la novela y de la publicada en la revista literaria Novelas y Cuentos.

Edgar Wallace fue un escritor singular. Ciertamente no está considerado como un gran literato, ni siquiera como un buen literato, pero su contribución a esa parte de la función poética que el romano Horacio califica de delectare es notable. Solo unos pocos datos: Wallace fue un escritor tan prolífico que uno de sus editores afirmó que una cuarta parte de todos los libros leídos en su tiempo en Inglaterra estaban escritos por él. Además del periodismo, frecuentó la poesía y el ensayo histórico, escribió 18 obras de teatro, 957 cuentos y más de 170 novelas, 12 solo en 1929. Se han hecho más de 160 películas basadas en sus obras (durante un tiempo fue guionista de la RKO). Y es recordado, no solo por sus novelas de misterio, suspense y acción, sino también por la creación de King Kong, por sus relatos coloniales (serie Sanders), y por la serie de historias de detectives de J.G. Reeder. Vendió más de 50 millones de ejemplares, y The Economist lo describió como “uno de los escritores de suspense más prolíficos del siglo [XX]".

Como anécdota ilustrativa de esta abundantísima fecundidad artística, en la famosa revista de relatos de misterio y detectives, Mystery Scene Magazine, se cuenta un abroma sobre Wallace que era común en la década de 1920. Se decía que un amigo lo llamó por teléfono un día. La persona que contestó informó al interlocutor que el literato no podía ponerse porque estaba escribiendo una nueva novela. “Está bien”, comentó el amigo tranquilamente, “esperaré”.

Sin mucha discusión, podríamos considerar a Wallace como el creador de las historias de suspense, con su novela Los Cuatro Hombres Justos (1905), o al menos como pleno desarrollador de este género narrativo con gran parte de su obra posterior. En sus novelas, el misterio y la acción se entremezclan y son dosificados con maestría conveniente. Así, se suceden sucesos inverosímiles e incongruentes, y es precisamente esta aparente incoherencia la que da acicate al lector a seguir y le sumerge de lleno en la lectura «ansioso por conocer el desenlace». Por supuesto, al final las piezas encajan y el lector termina el libro entre admirado y sorprendido. Como alguna de sus más famosas novelas en este género podrían citarse El misterio de la vela doblada; La puerta de las siete cerraduras; La pista de la llave de plata o El secreto del alfiler. Wallace sigue editándose en español con cierta continuidad desde los años 20/30 del pasado siglo en numerosas editoriales como Acervo, Aguilar, Alhambra, Bruguera, Calleja, Cid, Cliper, Epesa, Granada, Hymsa, Juventud, Maucci, Molino, Mundo Latino, Novelas y Cuentos y Rialto.

                                          Portadas de algunas novelas de Wallace.

La novela que hoy traigo aquí, El hombre que no era nadie, no es quizá uno de sus mayores éxitos, pero es digna representante de su estilo. Y además de traerme gratos recuerdos de mi juventud, ha gustado mucho a mis hijas, dato para mí decisivo. Su protagonista masculino (Pretoria Smith) siempre me recordó vagamente a Indiana Jones, en parte porque cuando leí la novela acababa de aparecer en escena el personaje de Spielberg, en parte por su condición de aventurero, en parte por su fantástico nombre.

El argumento es ciertamente inverosímil, el estilo es ligero, y el resultado es una tarde de lectura divertida e intrascendente. La protagonista femenina (porque, sin dejar de ser un relato de suspense, se trata también una historia romántica), Marjorie Stedman, trabaja como secretaria en la oficina del abogado Vance. La suya es una vida anodina, hasta que un día un hombre misterioso llamado Pretoria Smith entra en escena. ¿Quién es este individuo? ¿Y cuáles son sus relaciones con el tío sudafricano de Marjorie? ¿Qué influencia en los actos criminales que no tardarán en suceder tienen su tío y este singular personaje? Todo se vuelve aún más complicado el día en que en una antigua mansión inglesa aparece muerto su propietario, Sir James Tynewood, cliente del abogado Vance. Y los misterios, en lugar de resolverse, parecen complicarse más y más. Les aseguro que sus hijos pasarán un rato entretenido.

 

Los treinta y nueve escalones (1915)

                                  Portada de una de las ediciones de la novela.

John Buchan, Barón Tweedsmuir y diplomático escocés, era una notoria figura política y reconocido biógrafo e historiador, cuando en 1915 publicó su primera “sorpresa”, como él la llamó: la novela titulada Treinta y Nueve escalones. Por ello, no debe extrañar que decidiera publicar la historia, anónimamente y en forma serial, en la revista Blackwoods. Sin embargo, los extravagantes elogios de sus amigos y el enorme éxito de público le hicieron cambiar de opinión y reivindicar la autoría de la obra, que más tarde apareció en forma de libro. Esta fue la primera ––y más exitosa–– de las cinco novelas protagonizadas por el héroe de Buchan, Richard Hannay.

Hannay es un ingeniero de minas en África del Sur. Sus virtudes son la tenacidad, la lealtad, la amabilidad y la creencia en “el juego limpio”, además de un preclaro sentido del deber para con su patria y sus compatriotas. Una evidente pietas, por tanto, envuelve su carácter. En esta novela el protagonista se ve enredado involuntariamente en una conspiración político militar que le convierte, de la noche a la mañana, en un fugitivo. La novela transcurre en 1914, en una Europa que parece abocada a la guerra. Richard Hannay, recién llegado a Londres desde África del Sur, entra en su apartamento y encuentra en él, moribundo, a su vecino Franklin P. Scudder. Este, antes de morir, le habla de un complot alemán que puede afectar a la seguridad de Inglaterra. Atrapado por estas circunstancias equívocas, la única forma de que Hannay pueda demostrar su inocencia pasa por intentar sacar a la luz la conspiración y desenmascarar a los asesinos.

La novela fue adaptada al cine en numerosas ocasiones; quizá la versión más conocida es la que dirigiera Alfred Hitchcock en 1935, protagonizada por Robert Donat y Madeleine Carroll.

La historia, como todas las que protagonizó Hannay, está más cerca de las novelas de aventuras de escritores como H. Rider Haggard o P. C. Wren que de la verdadera ficción de espionaje. Podríamos decir que es una historia de espionaje aderezada con unos claros elementos de suspense y escrita con un espléndido estilo. Pero deben olvidarse de la clásica novela de espías, tipo John Le Carré o Len Deighton (sin desmerecer estas). Aquí, Buchan evita la intrincada trama y los detalles realistas del mundo del espionaje clásico; sus héroes son gente corriente que se encuentra en situaciones extraordinarias y el protagonista de esta, su mejor novela, Richard Hannay, es el paradigma de este tipo de personaje. «Soy un tipo ordinario, no más valiente que otras personas, pero odio el asesinato de un buen hombre, y ese largo cuchillo no será el fin de Scudder si puedo jugar el juego en su lugar», nos dice en la novela. Como dice Graham Greene, que lo cita como una influencia, Buchan escribe «´entretenimientos` con una clara pureza moral». Obviamente, el escritor escocés es menos ambiguo que Greene ––y menos profundo, hay que decirlo––, hasta el punto de que se ha llegado a decir que sus obras son meras versiones de El progreso del peregrino (1678) de John Bunyan, enmarcadas en aventuras de espionaje.

           Las dos primeras historias de Richard Hannay editadas por Lara y Aymé.

En castellano, Los treinta y nueve escalones ha sido editada varias veces desde los años 40 (Aymé, Bruguera, Planeta y la más reciente, Losada en el año 2016). Además de esta novela, hay publicadas más obras del autor en español. Por ejemplo, la segunda de las aventuras de Richard Hannay, titulada El manto verde (editorial Iberia, año 1929 y Lara, año 1952), ambientada en los inicios de la I Guerra Mundal y en la que Hannay (ahora alto mando de la Inteligencia británica), debe frustrar los planes de los alemanes de ganar la guerra mediante la provocación de una revuelta en el mundo musulmán, novela esta que, sin embargo, no llega al nivel de su predecesora.