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12.03.23

La buena samaritana

Herodes, instigado por su amante, metió en la cárcel a San Juan. Había entonces el peligro de que hiciera lo mismo con Jesús, que se estaba haciendo tan o más famoso que el Bautista, por lo que el Señor y su grupo regresaron a Galilea y con tanta prisa, que para tomar el camino más corto no dudaron en atravesar Samaria, cosa que los judíos, enemistados con los samaritanos a los que consideraban unos herejes, hacían solo muy obligados.

Al llegar cerca de Sicar, que tiene un pozo, los discípulos fueron al pueblo a buscar provisiones (era mediodía) y Jesús se quedó solo. Apareció una mujer que, después de lanzar una mirada recelosa al desconocido, sacó agua. Entonces el Señor le pidió que le diera de beber. Sorpresa de la samaritana que sabía que los judíos (y aquel hombre por su manera de vestir se veía que lo era) despreciaban a los samaritanos y no querían tener trato con ellos. Y desenvuelta como era (la vida que llevaba no era para menos) le preguntó descarada:

   ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?
(Jn 4, 9). 

Jesús le contestó que si ella supiera quién era él, sería ella la que le pidiera de beber.

Asombrada, replicó que si no tenía pozal, cómo le iba a dar de beber. Jesús le respondió:

Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna (Jn 4, 13-14).

La mujer, que debía sentirse atraída por el desconocido, le pidió, ingenuamente, que le diera de esa agua y así no tendría el trabajo de venir al pozo.

A su vez, Jesús, sonriendo tal vez ante su candidez, le hizo una jugarreta:

Vete, llama a tu marido y vuelve acá (Jn 4, 16).

La mujer disimuló:

 No tengo marido

Jesús le dice:

Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad (Jn 4, 17-18).

Debió ruborizarse al verse descubierta, pero era mujer de recursos y desvió la conversación planteando un problema religioso:

Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar (Jn 4, 19-20).

Si empezó la frase como una medida estratégica, la debió terminar fijando una mirada de sincero interés en su interlocutor. Por eso Jesús le explicó que los judíos tienen la razón pero que ha llegado la hora de adorar en espíritu y verdad al Padre. La samaritana, que debía escucharle con extraordinaria atención, quiso aportar su granito de arena:

Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo (Jn 4, 25).

Viendo Jesús que aquella mujer era una descarriada pero no mala, le trasmitió, más que le dijo, el hecho extraordinario:

Yo soy, el que te está hablando (Jn 4, 26).

Antes de que se repusiera de su sorpresa llegaron los discípulos, y ella, abandonando el cántaro, corrió, llena de admiración, a contar a los hombres lo que le había sucedido, y preguntando ¿será este el Cristo?

Contagiados por el entusiasmo de la mujer, muchos samaritanos fueron a ver a Jesús, y creyeron, y le rogaron que se quedara con ellos. El Señor estuvo dos días, y los buenos lugareños decían a la mujer:

Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4, 42).

Se oye decir neciamente en nuestros días que Cristo es amigo de los pecadores, pero este relato de la samaritana nos hace conocer lo que falta en la frase: amigo de los pecadores que se arrepienten. ¿Es que Jesús era amigo de Herodes, de Pilatos, de los fariseos, del Mal Ladrón…? En cambio sí lo fue del Buen Ladrón, de San Pedro, de Zaqueo, de San Mateo…; y, como hemos visto, de esta gran, pero arrepentida, pecadora. Y tanto, que hasta llevó a sus paisanos a Cristo.

(fragmento del libro “El Evangelio vivido”, del padre Miguel de Bernabé. Buenas letras, 2017)