La vivencia de las vocaciones consagradas

Si hoy a un chico o a una chica se le ocurre la idea de consagrarse totalmente a Dios, piense que esa idea le ha surgido a contrapié del mundo en que vivimos y que no es difícil por tanto que le venga de Él y, desde luego, crea que en ningún sitio va a ser más feliz que realizando su vocación.

Lo primero que hay que afirmar es que cualquier vida consagrada no tiene sentido sin espíritu de fe y de oración. La oración, y muy especialmente la oración eucarística, es la base de la vida cristiana, y, con mucho mayor motivo, de cualquier vocación consagrada.

Sacerdocio y vidas consagradas sólo son comprensibles desde la perspectiva de la vocación, pues tienen como fundamento común el convencimiento de que vale la pena apostar la vida por la causa de Cristo, con una total disponibilidad ante su voluntad, que conlleva la absoluta entrega a los demás y una gran fe, espíritu de oración, amor a la Iglesia, sacrificio y sentido del humor, pues es bueno saber desdramatizar las grandes y pequeñas incidencias de la vida, aceptando nuestras limitaciones y sabiendo ver su aspecto divertido, tanto más cuanto que tenemos una buena noticia que nos debe llenar de alegría (Flp 2,17 y 28-29; 3,1; 4,4; 1 Tes 5,16). Esto no significa ni mucho menos que nos veamos libres de oscuridades, asperezas y dificultades, incluso el sentirnos “siervos inútiles”, y más aún el serlo en muchas ocasiones. Hemos de vigilar en concreto nuestras debilidades, inconstancias, inmadureces, rigideces y afanes de protagonismo, pero sobre todo nuestra oración, porque una persona consagrada que la descuida, difícilmente persevera. Pero hemos de tener el íntimo convencimiento de que si estamos abiertos a la gracia de Dios, es su Providencia la que nos guía y que Él se encargará de hacer, por medios que tal vez no sospechamos, que nuestra existencia sea rica en frutos de vida eterna.

En resumen, la única manera auténtica de vivir el sacerdocio y la vida consagrada es procurar tener e incrementar en nosotros el espíritu de fe, siendo éste de la fe, alegría, generosidad y castidad un camino plenamente válido para alcanzar la felicidad (1 Cor 7,40).

En cuanto a las vocaciones, el papel de las familias cristianas en su surgir es fundamental. Aunque los padres han de educar en el uso responsable de la libertad, respetándola y no ejerciendo en absoluto presión, pues el sacerdocio y la vida consagrada son dones gratuitos del Señor, es indiscutible que la gran mayoría de las vocaciones surgen en el seno de las familias cristianas, en los ambientes en los que se viven los valores evangélicos porque se reza y se respira la fe, ya que es con la ayuda de los padres cuando les resulta fácil a los hijos percibir la llamada divina y descubrir las maravillas que el Señor realiza en ellos y en el mundo cada día.

Y sobre el problema de la escasez de vocaciones, Jesús dijo: “La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38). Hoy en día el problema se ha agravado debido al contexto social cambiante y al enfriamento religioso de tantas familias antes cristianas, causado por el consumismo y el secularismo. La disminución de vocaciones en una diócesis o nación es consecuencia de la atenuación de la intensidad de la fe y del fervor espiritual. No es la renuncia a la vida matrimonial la principal causa del descenso de las vocaciones, pues Iglesias, como la anglicana, con celibato opcional, tampoco tienen resuelta esta crisis, sino todo lo contrario; su problema vocacional es aún mayor que el nuestro, y además la supresión del celibato posibilitaría y fomentaría una concepción del sacerdocio menos vocacionada, con el peligro de concebirlo como un funcionariado, y no como una respuesta a la llamada de Dios.

Si hoy a un chico o a una chica se le ocurre la idea de consagrarse totalmente a Dios, piense que esa idea le ha surgido a contrapié del mundo en que vivimos y que no es difícil por tanto que le venga de Él y, desde luego, crea que en ningún sitio va a ser más feliz que realizando su vocación, es decir el plan de Dios sobre él, pues lo que Dios quiere para cada uno de nosotros es nuestro bien y felicidad personal. Pero las palabras de Jesús que acabamos de leer nos dicen a quienes somos conscientes de la gravedad del problema de las vocaciones que lo primero que tenemos que hacer para solucionarlo es rezar insistentemente por la promoción de las vocaciones, oración que el propio Cristo nos pide que hagamos.

Dios nos quiere como sus colaboradores especiales para engendrar o devolver la gracia a los llamados a ser hijos de Dios. Los consagrados hemos de ser igualmente animadores vocacionales, pues quienes hemos sido llamados, tenemos también que llamar, irradiando la gracia y dando así testimonio de que creemos en lo que hacemos, por lo que hemos de procurar que nuestro modo de vida, tanto personal como comunitariamente, cuando así suceda, sea una verdadera escuela de seguimiento de Jesús. Se trata de propiciar en el joven una maduración en su vida cristiana, sin tener miedo en presentarle sin recortes la persona de Jesús, para que en su trayectoria esté abierto a la llamada de Dios. Dios se sirve a menudo de personas fervientes para sembrar y desarrollar en el corazón de los jóvenes el germen de la llamada. Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y a las familias, suscitando una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí. Cuando nos sintamos descorazonados, recordemos que, aunque de nuestra parte hemos de hacer todo lo posible, el verdadero jefe y responsable de la Iglesia es el Espíritu Santo, y que a Él es al que fundamentalmente le toca arreglar esta cuestión.

Pedro Trevijano, sacerdote

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