Durante el pregón de Semana Santa en Plasencia

Monseñor Martínez Camino recuerda la presencia milenaria del crucifijo en la civilización cristiana

Monseñor Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid y secretario general de la Conferencia Episcopal Española (CEE), pronunció ayer en la recién restaurada catedral de Plasencia (Cáceres) el pregón de Semana Santa de esta ciudad extremeña. Comentando el himno del siglo VI, Crux fidelis (¡Oh cruz fiel!), con el título «La Santa Cruz y el Crucificado», el pregonero hizo una meditación sobre la humanidad del Hijo eterno de Dios, colgada, como un fruto precioso, del árbol de la cruz.

(SIC/InfoCatólica) Monseñor Martínez Camino ha pronunciado el tradicional pregón de la Semana Santa de Plasencia (Cáceres) en el transcurso de un acto organizado por el Cabildo de la Iglesia Catedral y que ha estado presidido por el obispo de la Diócesis, Amadeo Rodríguez Magro.

El secretario de la CEE En este sentido, ha señalado que al hilo de la historia de las imágenes de la cruz y del crucifijo se entiende mejor la “novedad inaudita” del mensaje que constituye el centro de la Semana Santa.

Monseñor Martínez Camino ha recordado que el Concilio de Calcedonia, dejando bien sentada la doctrina cristológica acerca de la verdadera humanidad y divinidad del hijo de María e Hijo eterno del Padre, preparó a la Iglesia para que la Cruz fuese representada también con el Crucificado. La contemplación del “cuerpo atormentado y muerto del Hijo de Dios en la Cruz” muestra, dijo el obispo auxiliar de Madrid, que  “Dios invisible se ha hecho visible asumiendo nuestra propia carne de pecado. En su sangre hemos aprendido hasta dónde llega el poder de su amor infinito. Es Dios mismo quien puede sufrir la muerte por nosotros merecida para llevarnos a la Luz”.

Resumen del pregón pronunciado por monseñor Martínez Camino

Este es el resumen del pregón de Semana Santa que ha realizado por la directora de Prensa del Obispado de Plasencia, Raquel Molano:

“El pregón arranca con una mirada al hermoso calvario que corona el retablo, de Gregorio Fernández, de la catedral placentina: expresión significativa de un estilo de crucificados, propio de nuestra imaginería barroca, que otorgan pleno realismo humano a la mirada del Señor, a su sangre, a sus heridas, a su cuerpo hermoso y triturado, sufriente y soberano.

Pero ¿cuándo aparecen estos crucifijos? La historia del arte cristiano pensaba –hasta hace poco – que habría habido que esperar a la alta Edad media, es decir, mil años después del primer Viernes Santo, para poder ver un crucifijo. Y aquellos cristos románicos eran de otro modo: soberanos, con corona real, reinando desde el trono de la cruz sobre el pecado y sobre la muerte.

Hoy sabemos que los primeros crucifijos aparecieron ya en el siglo VI, al tiempo que el himno Crux fidelis, que seguimos cantando en la adoración de la cruz en la liturgia del Viernes santo. En todo caso, más de trescientos años después de la muerte de Jesús. Durante el pregón se mostraron fotografías del crucifijo de Schnütgen (Colonia), el más antiguo que se conserva.

Ni siquiera el signo de la cruz, desnuda, parece que haya sido tomado por los cristianos como señal de su fe hasta bien entrado el siglo IV. Naturalmente, hay himnos litúrgicos de época apostólica que no nos permiten albergar dudas acerca de la veneración del glorioso madero desde los tiempos más tempranos. Pero la cruz era por entonces un instrumento de suplicio. Fue necesario un tiempo para que madurara la sensibilidad para el nuevo mensaje.

Y, luego, desde que en el siglo V, el famoso Concilio de Calcedonia dejara bien sentada la doctrina cristológica acerca de la verdadera humanidad y divinidad del hijo de María e Hijo eterno del Padre, las cosas estaban ya a punto para que el “árbol de la cruz” fuera representado también con el “dulce fruto” colgando de sus ramas: el cuerpo atormentado y muerto del Hijo de Dios.

La Semana Santa que se acerca volverá a llenar nuestros ojos y nuestros corazones con esas benditas imágenes. El Dios invisible se ha hecho visible asumiendo nuestra propia carne de pecado. En su sangre hemos aprendido hasta dónde llega el poder de su amor infinito. Es Dios mismo quien puede sufrir la muerte por nosotros merecida para llevarnos a la Luz”.

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