Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
Icono. Entrada de Jesús en Jerusalén

Bendito el que viene como Rey en el nombre del Señor

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

El domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, sitúa ante nuestra mirada a Jesucristo en el misterio de la salvación del hombre. Jesús entra en Jerusalén ensalzado hoy con palmas y ramos de olivo y se someterá voluntariamente a cruel Pasión hasta la muerte en Cruz, para redimirnos del pecado y de la muerte y resucitar en el amanecer del Domingo de Pascua, mostrándonos nuestra excelsa condición.

(InfoCatólicaSan Andrés de Creta. Sermón sobre el domingo de Ramos 9

Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que vuelve hoy de Betania y por propia voluntad se apresura hacia su venera­ble y dichosa pasión para poner fin al misterio de la salvación de los hombres.

Porque el que iba libremente hacia Jerusa­lén es el mismo que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima de todo nombre conocido.

Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará, dice, no gritará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna.

Ea, pues, corramos a una con quien se apre­sura a su pasión, e imitemos a quienes salie­ron a su encuentro. Y no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio pro­pósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nos­otros.

Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciendo sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con noso­tros, de modo que pueda, por su parte, llevar­nos hasta la familiaridad con él. 

Ya que, si bien se dice que, habiéndose incor­porado las primicias de nuestra condición, ascendió, con ese botín, sobre los cielos, hasta el oriente, es decir, según me parece, hasta su propia gloria y divinidad, no aban­donó, con todo, su propensión hacia el género humano hasta haber sublimado al hombre, elevándolo progresivamente desde lo más ínfimo de la tierra hasta lo más alto de los cielos.

Así es como nosotros deberíamos proster­narnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo, pues los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Así debemos ponernos a sus pies como si fuéra­mos unas túnicas.

Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al ven­cedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria.

Repitamos cada día aquella sagrada excla­mación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor.

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