Papa Francisco: «El cuerpo humano no es un instrumento de placer»

«En el amor auténtico no hay espacio para la lujuria»

Papa Francisco: «El cuerpo humano no es un instrumento de placer»

El papa Francisco continuó ayer el ciclo de catequesis sobre los mandamientos, hablando del sexto mandamiento: «No cometerás adulterio»

(InfoCatólica) Catequesis del papa Francisco en la audiencia general de ayer, 31 de octubre:

Hoy me gustaría completar la catequesis sobre la Sexta Palabra del Decálogo – «No cometerás adulterio»- destacando que el amor fiel de Cristo es la luz para vivir la belleza de la afectividad humana. Efectivamente, nuestra dimensión emocional es una llamada al amor, que se manifiesta con la fidelidad, la acogida y la misericordia. Esto es muy importante. ¿Cómo se manifiesta el amor? Con la fidelidad, la acogida y la misericordia.

Sin embargo, no se debe olvidar que este mandamiento se refiere explícitamente a la fidelidad matrimonial y, por lo tanto, es bueno reflexionar más profundamente sobre su significado conyugal. ¡Este pasaje de las Escrituras, este pasaje de la Carta de San Pablo, es revolucionario! Pensar, con la antropología de ese tiempo, y decir que el esposo debe amar a su esposa como Cristo ama a la Iglesia: ¡pero es una revolución! Quizás, en aquel tiempo, es lo más revolucionario que se ha dicho sobre el matrimonio. Siempre en el camino del amor. Podemos preguntarnos: este mandato de fidelidad, ¿a quién está destinado? ¿Solo a los esposos? En realidad, este mandato es para todos, es una paterna Palabra de Dios dirigida a cada hombre y mujer.

Recordemos que el camino de la madurez humana es el camino mismo del amor que va del recibir cuidados a la capacidad de prestarlos, desde recibir la vida hasta la capacidad de dar vida.

¿Quién es entonces el adúltero, el lujurioso, el infiel? Es una persona inmadura, que se guarda su propia vida e interpreta las situaciones según su propio bienestar y satisfacción. Así, para casarse, ¡no es suficiente celebrar la boda! Necesitamos hacer un camino del «yo» al «nosotros», del pensar solo a pensar en dos, de vivir solos a vivir en dos: es un camino hermoso, es un camino hermoso. Cuando llegamos a descentralizarnos, entonces todo acto es conyugal: trabajamos, hablamos, decidimos, encontramos a otros con una actitud acogedora y oblativa.

Toda vocación cristiana, en este sentido, -ahora podemos ampliar un poco la perspectiva y decir que toda vocación cristiana, en este sentido-, es conyugal. El sacerdocio lo es porque es la llamada, en Cristo y en la Iglesia, a servir a la comunidad con todo el afecto, el cuidado concreto y la sabiduría que el Señor da. La Iglesia no necesita aspirantes al papel de sacerdotes, – no, no sirven, mejor que se queden en casa- sino que le sirven a hombres a quienes el Espíritu Santo toca el corazón con un amor incondicional por la Esposa de Cristo. En el sacerdocio se ama al pueblo de Dios con toda la paternidad, la ternura y la fuerza de un esposo y de un padre. Así también, la virginidad consagrada en Cristo se vive con fidelidad y alegría como una relación conyugal y fecunda de maternidad y la paternidad.

Repito: toda vocación cristiana es conyugal, porque es fruto del vínculo de amor en el que todos somos regenerados, el vínculo de amor con Cristo, como nos ha recordado el pasaje de san Pablo leído al principio. Partiendo de su fidelidad, de su ternura, de su generosidad, miramos con fe al matrimonio y a cada vocación, y entendemos el significado completo de la sexualidad.

La criatura humana, en su inseparable unidad de espíritu y cuerpo, y en su polaridad masculina y femenina, es una realidad muy buena, destinada a amar y ser amada. El cuerpo humano no es un instrumento de placer, sino el lugar de nuestra llamada al amor, y en el amor auténtico no hay espacio para la lujuria y para su superficialidad. ¡Los hombres y las mujeres merecen más que esto!

Por lo tanto, la Palabra «No cometerás adulterio», aunque sea en forma negativa, nos orienta a nuestra llamada original, es decir, al amor conyugal pleno y fiel, que Jesucristo nos ha revelado y nos ha dado (cf. Rom 12: 1).

 

 

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