El Papa presidió la celebración de la Pasión del Señor

«Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo»

El Papa presidió la celebración de la Pasión del Señor

Ayer, Viernes Santo, a las 17 horas, el Pontífice presidió en la Basílica Vaticana la celebración de la Pasión del Señor. Después de la lectura de la Pasión según san Juan, el Predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, pronunció la homilía.

(Zenit/InfoCatólica) Ayer, Viernes Santo, a las 17 horas, el Pontífice presidió en la Basílica de san Pedro la celebración de la Pasión del Señor.

Durante la Liturgia de la Palabra se leyó el relato de la Pasión según san Juan. Luego el Predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino, pronunció la homilía.

La Liturgia de la Pasión continuó con la Oración universal y la Adoración de la Santa Cruz y concluyó con la Santa Comunión.

Publicamos en parte la homilía del P. Raniero Cantalamessa:

«Al llegar donde estaba Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19, 33-35).

Nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponda a la verdad histórica, que quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio. En este caso se juega en ello la honestidad del autor. En el Calvario, a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que Jesús amaba». ¡Tenemos un testigo ocular!

Él «vio» no sólo lo que ocurría bajo la mirada de todos. A la luz del Espíritu Santo, después de la Pascua, vio también el sentido de lo que había sucedido: que en ese momento era inmolado el verdadero Cordero de Dios y se realizaba el sentido de la Pascua antigua; que Cristo en la cruz era el nuevo templo de Dios, de cuyo costado, como había predicho el profeta Ezequiel (47,1ss.), brota el agua de la vida; que el espíritu que él entrega en el momento de la muerte (Jn 19, 30) da comienzo a la nueva creación, como «el Espíritu de Dios», aleteando sobre las aguas había transformado, al principio, el caos en el cosmos. Juan, entendió el sentido recóndito de las últimas palabras de Jesús: «Todo está cumplido».

Pero, ¿por qué –nos preguntamos–, esta ilimitada concentración de significado en la cruz de Cristo? ¿Por qué esta omnipresencia del Crucificado en nuestras iglesias, en los altares y en cualquier lugar frecuentado por cristianos? [...]

En la cruz Dios se revela «sub propia specie», por lo que él es, en su realidad más íntima y más verdadera. «Dios es amor», escribe Juan (1 Jn 4,10), amor oblativo, y sólo en la cruz se hace manifiesto hasta dónde se abre paso esta capacidad infinita de auto-donación de Dios. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Tanto amó Dios al mundo que dio (¡a la muerte!) al Hijo unigénito» (Jn 3,16); «Me amó y entregó (¡a la muerte!) a sí mismo por mí» (Gál 2,20).

* * *

En el año en que la Iglesia celebra un Sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo que Jesús amaba, encierra un mensaje especial. Tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante joven. Fue un auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea. Fue un encuentro «personal», existencial. Si en el centro del pensamiento de Pablo está el obrar de Jesús, su misterio pascual de muerte y resurrección, en el centro del pensamiento de Juan está el ser, la persona de Jesús. De ahí todos esos «Yo soy» de resonancias eternas que salpican su Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», «Yo soy la luz», «Yo soy la puerta», simplemente «Yo soy».

Juan era, casi con certeza, uno de los dos discípulos del Bautista que, al comparecer en la escena de Jesús, fueron detrás de él. A su pregunta: «Rabbì, ¿dónde vives?», Jesús respondió: «Venid y veréis». «Fueron, pues, y ese día se quedaron con él; eran aproximadamente las cuatro de la tarde» (Jn 1,35-39). Esa hora decidió sobre su vida y por eso nunca la olvidó.

Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo que Jesús tiene que aportarles. Juan lo descubrió estando con él: «vida en abundancia», «alegría plena». [...]

* * *

Además del ejemplo de su vida, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su Primera Carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano a los jóvenes de sus Iglesias:

«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno. ¡No améis el mundo, ni las cosas del mundo!» (1 Jn 2,14-15) [...]

No, el mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás y del pecado, «el espíritu que está en el aire» lo llama san Pablo (Ef 2,1-2). Un papel decisivo desempeña en él la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde por el aire a través de las infinitas posibilidades de la técnica. «Se determina un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces no se osa ya situarse frente a las cosas y a la situación, y sobre todo a la vida, de manera diferente a como las presenta»1.

Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos, conformismo. Un gran poeta creyente del siglo pasado, T.S. Eliot, escribió tres versos que dicen más que libros enteros: «En un mundo de fugitivos, la persona que toma la dirección opuesta parecerá un desertor»2.

Queridos jóvenes cristianos, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a vosotros, os exhorto: ¡Sed de los que toman la dirección opuesta! ¡Tened la valentía de ir contra corriente! La dirección opuesta, para nosotros, no es un lugar, es una persona, es Jesús nuestro amigo y redentor.

Se os confía particularmente una tarea a vosotros: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha terminado: el amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión –a menudo violenta y tiránica– del otro. [...]

Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha merecido la gracia de poderlo ejercitar, en pequeña parte, en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, aunque sólo mirando con fe al Crucificado. Juan vio proféticamente una última cosa bajo la cruz: hombres y mujeres de todo tiempo y de cada lugar que miraban a «quien fue traspasado» y lloraba de arrepentimiento y de consuelo (cf. Jn 19, 37; Zac 12,10). A ellos nos unimos también nosotros en los gestos litúrgicos que seguirán dentro de poco».

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[1] H. Schlier, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, in Riflessioni sul Nuovo Testamento (Paideia, Brescia 1976) 194s.

[2] T. S. Eliot, Family Reunion, part II, sc. 2: «In a world of fugitives – The person taking the opposite direction – Will appear to run away».

Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

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