De Hispanoamérica, África y Asia

La diócesis de Bilbao acoge a sacerdotes foráneos ante la falta de vocaciones propias

Juan, Eduardo y José son tres curas de otros mundos, una excepción en la diócesis de Bilbao, tradicional exportadora de sacerdotes y misioneros. Pero, en estos tiempos de cambios y de movilidad geográfica, no ha de extrañar que púlpitos y sacristías se tiñan de nuevos colores y se escuchen acentos distintos. Cada uno de nuestros tres sacerdotes forasteros procede de un universo diferente; un mundo, cierto, donde la pujanza de la Iglesia y de sus vocaciones poco tiene que ver con la actual 'penuria' nacional. Ellos son de África, Hispanoamérica y China, los nuevos campos de cultivo del cristianismo.

(El Correo) Juan es chino y se ríe mucho. Juan es sacerdote y tiene el pelo negro. Juan estudia la Biblia en la univeridad de Deusto, habla griego y hebreo y chapurrea el castellano. Juan no puede salir en las fotos porque está perseguido y tiene miedo a represalias. Juan es un cura secreto.

Eduardo Losoha Belope tiene 43 años y es negro. Es el primer sacerdote negro en toda la historia de la diócesis de Bilbao. Eduardo trabaja en Ortuella donde celebra bodas, funerales y bautizos y atiende a sus fieles desde hace tres años. Nació en Guinea Ecuatorial y fue vicario de la santa iglesia catedral de Malabo antes de ser capellán en el hospital vizcaíno de Cruces.

José Rafael Alberto estudia Teología en Vitoria, es de El Salvador y vive y colabora con la parroquia de San Francisco de Leioa, comunidad que mantiene estrechos vínculos de cooperación con la diócesis salvadoreña de Chalatenango. José está sorprendido por la seriedad de los vascos. «La vida es más que trabajar y hacer cosas», refexiona con su dulce acento centroamericano.

El peligro de ser cristiano

Lo que más llama la atención del sonriente Juan es constatar que ser cristiano puede ser algo peligroso, tan peligroso como en las viejas películas de catacumbas.

Juan, 30 años, nacido en la provincia de Hopei, habla de cómo aprendió a rezar en silencio, de cómo hurtaban a miradas indiscretas, domingo a domingo, las reuniones de fieles, de cómo se las ingeniaban los jóvenes seminaristas chinos para no llamar la atención de las autoridades en sus centros de estudio. «Cantábamos la misa muy bajo, para que no nos oyeran. No salíamos nunca de la casa que nos servía de seminario y, los ocho seminaristas que vivíamos allí, hacíamos ejercicio sin zapatos, para no meter ruido», explica el padre Juan, entre grandes sonrisas, con su lengua de trapo sin erres. «Cuando me fuí de casa para estudiar para sacerdote tuve que salir de noche, a oscuras; fue muy triste», recuerda.

Juan tal vez ría tanto, por contraste, por pura amargura. «Toda mi familia es católica. Recuerdo que en mi pueblo todos los curas eran viejos. De 70 años. Muy viejos. Estaban perseguidos y no era fácil ser sacerdote. No podíamos pisar la iglesia. El cura venía a casa, comía, rezaba y dormía en nuestro hogar... Así hacíamos allí las cosas. Rezábamos de noche, con las ventanas tapadas y con miedo de que se viera la luz. Nunca estábamos tranquilos...»

Ahora, en Deusto, entre los miles de volúmenes de la biblioteca, el padre Juan es feliz. «En China hay muchas semillas, pero faltan libros. Yo quise estudiar más y por eso llegué a Bilbao. Espero que el siglo XXI sea un siglo de libertad en China. Ustedes no saben muchas cosas de lo que pasa allí. Por ejemplo, yo no tengo papeles. Allí viven cinco obispos en una casa, custodiados por la Policía. Mi obispo tiene 75 años y pasó 30 en la cárcel. La última vez salió tras ocho años en prisión. Murió en nuestra casa. Al día siguiente era ceniza, nadie pudo ver su cuerpo y eso que era un obispo. La Policía no dejó acercarse a los creyentes y rezar. ¿Mi futuro? Volver a China a luchar por la libertad. La Biblia -dice el padre Juan con un brillo en los ojos- es signo y guía de libertad y de pluralismo. Quiero enseñar a mis paisanos a descubrir la cultura profunda que encierra la Biblia». A la hora de las fotos, el padre Juan vuelve la cara. Mejor que su rostro sea un secreto.

La llamada de don Ricardo

Eduardo Losoha Belope, el sacerdote guineano, llegó a España por primera vez en 1986, para estudiar en el seminario de Cuenca. Su llegada al mundo del sacerdocio rondó esos recovecos (idas y venidas; casualidades que nunca son tales) tan comunes entre religiosos. Recuerda, a sus 9 años, el interés por el trabajo de los misioneros claretianos en Malabo, «la vida de entrega y oración» de la hermana Josefina Romo, de Julita y Emiliana...

Estudió el bachillerato y uno de sus mejores amigos, con quien compartía inquietudes religiosas, empezó a hacerlo en el Seminario. Eduardo, todavía no. Hasta habló con don Honorio, el rector de los Salesianos, sobre si podría ser sacerdote sin estudiar latín ni griego habiendo elegido, como él había hecho, la opción de Ciencias en el bachiller. «Lo importante es la vocación», le dijo entonces el rector Honorio.

A él, el momento le llegó con el Preu (en Guinea mantienen aún el viejo sistema educativo de la metrópoli). Así que desembarcó en el seminario de Cuenca (con monseñor Guerra Campos de obispo, recuerda), y padeció su frío y sus contrastes antes de llegar a Tenerife, donde la Iglesia española decidió agrupar a los seminaristas guineanos. Eran 27.

Tras ser ordenado, trabajó en la catedral de Malabo hasta que en 2002 volvió a España, a Madrid. Estudió dos años de Derecho Canónico en Comillas. Mientras, colaboraba con la parroquia de San Salvador, en Leganés. Pero tenía la mente puesta en trasladarse al País Vasco, una tierra, dice, que ya conocía. Escribió al obispo de Bilbao, le envió su currículum y, un día, al descolgar el teléfono oyó esta frase: «Soy Ricardo». El obispo de Bilbao le comunicó que la diócesis aceptaba su propuesta.

Eduardo armó su maleta, guardó el breviario («el libro de los curas», explica) y el resto de su mundo en un hatillo que pesaba poco más de 5 kilos, y desembarcó en Bilbao. Llevaba apuntada una dirección: calle Nuestra Señora de Begoña número 8, primero. «Toca, que te estarán esperando», le había dicho don Ricardo. Y así fue.

Entre junio y julio de 2005, el primer sacerdote negro en la historia de la diócesis de Vizcaya, se ocupó de la capellanía del Hospital de Cruces, un destino difícil, entre tantas personas abrumadas por el dolor. «Creo que los africanos vivimos los momentos de pena de manera distinta a los occidentales, a los vascos. De la zona de donde provengo, nos afecta más el dolor y la tristeza. Aquí, cuando fallece un próximo, a los dos o tres días, se vuelve al trabajo. Allí, cuando uno recobra el ánimo para funcionar ha debido pasar más tiempo», dice.

Eduardo está contento. Es párroco de San Félix Cantalicio, en Ortuella, se encarga de otra parroquia y de tres centros de culto en el Valle y vive junto a otros curas en un piso de Gallarta. Aunque pone sus peros. «La vida aquí transcurre con demasiada rapidez. Todos viven enchufados, acelerados... Y casi no existe el sentido de la gratitud. Los jóvenes no ven nada como importante. Para un niño de Guinea, una pelota de goma es como un balón de oro. Aquí, no. Aquí no disfrutan de lo que tienen. Yo sorprendo porque vivo con tranquilidad y sin prisa por nada».

Hablando de sorpresas. Eduardo es el primero en emplear la palabra negro en la conversación. «Es que yo no soy de color... Cuando hablan de mí como el cura de color, hummm, no me gusta. Yo soy negro y punto», bromea, acostumbrado a las sorpresas. «Nunca he sufrido rechazo, la verdad. Cuando quienes me esperan no saben que soy negro se producen situaciones curiosas... Preguntan por el cura. Y no esperan que aparezca yo. Se extrañan, pero nada más... Yo quiero vivir como un cura del siglo XXI. ¿Cómo? Lo importante es estar y compartir la vida con la gente, sus alegrías y sus tristezas. Los curas no debemos caer en el ritmo trepidante de esta sociedad porque debemos estar disponibles siempre que nos necesiten. Ahora entiendo que mi lugar está aquí y que aquí ejerzo mi ministerio. De momento no estoy incardinado (ordenado para una diócesis). Fui ordenado para Malabo y deseo marchar a Guinea», reflexiona. Don Eduardo (su madre y varios de sus hermanos se han establecido en Vizcaya) se arregla para vivir (como el resto de los sacerdotes) con su sueldo de 830 euros mensuales.

Proveedores de reflexión

El sueldo y esa percepción de una vida superacelerada, son algunas de las cosas que el salvadoreño José Rafael Alberto (33 años) comparte con el párroco de Ortuella. «Creo que la gente no sabe vivir (sí trabajar). No han aprendido a pensar sobre la vida, a orientarla hacia un rumbo que les convenga. El papel de los curas debe ser ése, ayudar a descubrir a las personas que la vida es más que trabajar. La gente necesita encontrar respuestas para su existencia. Los sacerdotes somos proveedores de reflexión», apunta este joven sacerdote que viaja a diario a Vitoria para estudiar Teología, «la ética de los cristianos».

Este guatemalteco que colabora en la parroquia de Leioa, donde oficia los fines de semana, valora la «diferencia cultural» que siente entre su tierra y su actual destino. «La diferencia puede ser riqueza. Es una buena experiencia. ¿Rechazo? Soy sacerdote y eso facilita las cosas: nadie que no lo sea puede celebrar misa», se sonríe José («Rafael es apellido», explica). Tal vez sea la sonrisa su mejor pasaporte en esta tierra de caras largas. «La verdad es que la primera impresión es como para asustarse. Quizá sea la falta de costumbre y que nosotros somos más alegres. Aquí hay mucha seriedad», confía mientras explica que pasó ocho meses yendo casi a diario a la misma biblioteca y jamás escuchó que nadie pronunciara su nombre. Muy duro.

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