Las siete palabras de Jesús en la cruz
Segunda Palabra
“Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le reprendió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste no ha hecho nada malo” Y decía: “Jesús, acuérdate de mi cuando vayas a tu Reino”.
Entonces Jesús le dijo:
“Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”. (Lc 23, 39-43)
La Cruz era el patíbulo de los esclavos y de los bandidos. Jesús fue ejecutado como un malhechor, con “otros” malhechores. Lo dijeron los profetas y lo recogen los evangelistas: “Fue tratado como un malhechor”.
Uno de los ladrones pretende sacar provecho de la cercanía de aquel extraño profeta que comparte suplicio con ellos. No le importa nada el mensaje religioso de Jesús. No está dispuesto a cambiar de vida. Le pide simplemente que aproveche su poder para librarse de la muerte y librarles también a ellos. Le pide que demuestre su divinidad bajando de la Cruz. Es una petición egoísta disfrazada de oración.
También nosotros podemos caer en esta equivocación. Hay muchas maneras de querer aprovecharnos del poder de Jesucristo y del poder de Dios a favor de nuestra buena fortuna. Queremos que Dios nos ayude a tener éxito en nuestros proyectos. Queremos que Jesús sea más reconocido en la sociedad para poder vivir nosotros más cómodamente. No nos preocupamos seriamente de ver si nuestros deseos y proyectos concuerdan o no con la voluntad de Dios tal como nos la dejó manifiesta Jesucristo en sus hechos y en sus palabras.
En cambio, la bondad y la divinidad de Jesús se manifiestan precisamente manteniéndose en la Cruz. Es la fidelidad al Padre celestial, es el amor que nos tiene lo que de verdad le mantiene clavado en la cruz. Esa cruz es el pedestal sobre el que se manifiesta la verdadera grandeza de Jesús y el gran poder de Dios.
La grandeza de Jesús es la obediencia al Padre y la fidelidad a la misión recibida. Detrás de El está el gran poder de Dios. Pero el poder de Dios no es como el poder de los hombres que amenazan y oprimen a los débiles. Si el Reino de Jesús fuera de este mundo sus gentes hubieran peleado por él para no dejarle en manos de sus enemigos. Pero el Reino de Jesús es el Reino de Dios, y el poder de Dios es el amor, el amor infinito, el amor que se hace débil para esperar, para perdonar, para salvar.
Haciéndose débil, dejándose matar, en esta gran debilidad del crucificado se manifiesta el amor de Dios en todo el esplendor de su poder. En esta suprema debilidad de la Cruz el amor de Cristo y de Dios nuestro Padre se hace omnipotente, indiscutible, capaz de deshacer todas las prevenciones y de ganar todos los corazones. ¿Cómo se puede resistir al amor de un Dios que se deja crucificar por nosotros? Bien se puede hablar del AMOR LOCO de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que deja a su Hijo sometido a la peor de las muertes, un amor que respeta hasta el límite la libertad de sus verdugos, un amor que sabe esperar hasta que brote de nuestro corazón la respuesta limpia y sentida de un amor arrepentido, agradecido, firme y operante hasta la muerte.
La piedad cristiana ha sabido percibir y valorar la fe certera del “Buen ladrón”. Mientras que su compañero quiere aprovecharse de los poderes de Jesús sin enmendar su vida, él se siente conmovido por la paz y la paciencia de este extraño compañero que agoniza junto a ellos pidiendo perdón para todos. Es el primero que se acoge al perdón de Dios que Jesús está pidiendo para todos: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Seguro que no sabía mucho de cómo era el Reino de Jesús, pero algo veía de extraordinario en aquel nazareno compañero de suplicio que moría invocando la ayuda de Dios.
La mansedumbre de Jesús le ha tocado el corazón. Su petición es una verdadera confesión de fe. Su conducta puede ser un buen modelo para nosotros. Tiene el valor y la libertad de corregir a su compañero, “es que ni siquiera a la hora de la muerte vas a reconocer a Dios?. Reconoce humildemente sus culpas, “nosotros sufrimos una condena justa porque nos la hemos merecido con nuestras malas acciones”. Y reconoce a su manera la divinidad y la misión salvadora de Jesús: “en cambio éste no ha hecho nada malo. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”
Jesús, que había pedido perdón para todos los hombres, encontró pronto la oportunidad de cumplir El mismo su voluntad de perdón: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. ¿No habéis sentido nunca una cierta envidia ante esta promesa sorprendente? Este hombre, condenado a muerte por ladrón y malhechor, es un hombre afortunado. Tiene la suerte de morir junto al Hijo de Dios, su cruz está clavada junto a esa Cruz de Cristo que es la salud y la salvación del mundo. Y ahora recibe la promesa de entrar con Cristo en el Paraíso, en la casa del Dios del Cielo, en la gloria de la Trinidad, con Cristo, eternamente. ¡Quién pudiera oír en su lecho de muerte esas mismas palabras de perdón y de esperanza!
Siempre hay tiempo para comenzar de nuevo, la nueva vida comienza por el arrepentimiento, el perdón de Dios nos hace renacer, Cristo colgado de la Cruz es fuente de libertad y de esperanza para los que creen en El y se arrepienten de sus pecados. ¡Cómo se equivocan los que quieren construir un mundo nuevo al margen de la Iglesia y de Jesucristo! La nueva sociedad, la paz verdadera empieza en los corazones y crece a la sombra de la Cruz de Cristo. Sólo la fuerza del amor de Cristo, manifestado y consumado en la Cruz, es capaz de curar nuestro egoísmo y cambiar nuestros corazones. Si Cristo, desde la cruz, en un momento, de un ladrón arrepentido pudo hacer un santo, ¡qué no haría de nosotros si de verdad nos arrepintiéramos de nuestros pecados y de nuestras falsas pretensiones!
En las palabras de Jesús hay una seguridad que a nosotros nos da consuelo y esperanza. Con esa verdad rotunda que la cercanía de la muerte pone en las palabras de los hombres, Jesús promete el Paraíso al ladrón arrepentido: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Es verdad que hay perdón. Es verdad que el arrepentimiento de los pecados y la rectitud del corazón son el camino verdadero de vida y de progreso. Es verdad que hay paraíso. Podemos construir una sociedad justa y pacífica, podemos vencer los males y los sufrimientos de nuestro mundo, pero eso no lo conseguiremos expulsando a Dios de nuestro mundo, sino acogiéndonos filialmente a su voluntad y a su misericordia. El paraíso perdido, el mundo de paz y de justicia que todos anhelamos, es Jesús, creer en El, vivir con El es vivir en la verdad y en la misericordia, morir con El es entrar en el mundo feliz de Dios y de la vida eterna.
La oración del buen ladrón nos hace pensar en la grandeza del arrepentimiento. Si la oración de Cristo es la puerta del corazón de Dios siempre abierta para los hijos arrepentidos, nuestra libertad de hombres es la capacidad permanente de rectificar, de reconocer nuestros pecados, de cambiar de vida y abrazarnos al Cristo del amor y del perdón. Qué misterio tan grande éste de la libertad humana. Están muriendo tres hombres. Uno perdona, otro recibe el perdón y la gloria, y el tercero muere en la mayor soledad y en la desesperación. Tiene a su lado a Cristo y no se le ocurre mirarle con ojos de fe y de arrepentimiento.
Así es nuestro mundo, no sólo plural sino confuso y contradictorio. Ante Cristo, ante Dios, ante la Iglesia, unos saben ver lo bueno y otros solamente ven lo malo, unos encuentran caminos de arrepentimiento y orientaciones para vivir, otros solo ven escándalos y contradicciones. La verdad es que no hay en el mundo otro camino de salvación que Jesucristo, este Jesús cuya memoria y cuya presencia conservamos en la Iglesia, a pesar de nuestros pecados. Es la oscuridad de nuestro corazón lo que nos impide ver la luz de Jesús, la luz de sus muchos discípulos admirables que han vivido y viven en nuestro mundo.
De esta segunda palabra de Jesús en la Cruz, nos queda a todos un gran consuelo. En la suprema soledad de la muerte, los hombres no estamos solos. Jesús, el Hijo de Dios, quiso morir como nosotros para poder estar a nuestro lado en ese momento decisivo. El, viviendo nuestra misma muerte, ha transformado el acto de morir en un acto de adoración y de esperanza. Jesús está presente en la muerte de todos los hombres, con los que mueren en casa o en el hospital, y también con los que mueren en los grandes cataclismos naturales o en los grandes crímenes del terror. Si creemos en El, si nos abrazamos a El, la fuerza de su amor, que es la manifestación del amor de Dios, nos sostiene y nos perdona también en el momento supremo y decisivo de nuestra muerte.
Amigos de cerca y de lejos que me escucháis, cuántas veces pedimos a Cristo lo que no puede darnos y despreciamos lo que nos puede dar. Le pedimos bienes temporales, que nos libre de la enfermedad y de todo sufrimiento. En cambio no le pedimos que nos libre de nuestros pecados, que haga crecer en nosotros esa justicia interior que nos hace hijos de Dios, que es la fuente de la verdadera felicidad en este mundo y la semilla de la vida eterna. Pidamos a Dios que nos libre de esa desgracia tremenda de vivir y morir cerca de Cristo sin conocerlo, sin quererlo, sin acercarnos a El con fe y con amor.
Haz Señor que te sintamos cerca de nosotros en la hora de la muerte y que en la tarde de la vida entremos contigo al paraíso de la comunión con Dios y de la vida eterna. Señor Jesús, acuérdate de nosotros ahora que estás en tu Reino, líbranos de nuestros errores y de nuestras debilidades, de nuestras ambiciones y de nuestros odios, líbranos de la idolatría de este mundo. Haz que rebrote nuestra fe adormecida. Llévanos contigo al paraíso de la comunión con Dios, al paraíso de la buena conciencia y de la vida santa, a ese paraíso viviente que eres Tú, tu humanidad santa y glorificada. .
7 comentarios
Un cordial saludo
La palabra diablo, significa el que separa al hombre de Dios, y por consiguiente al hombre del hombre. El separatismo es anti-cristiano y por lo tanto diabólico (se origina desde el egoismo, la soberbia y el odio y engendra odio). Lo verdaderamente cristiano es la fraternidad universal. La "hoja de ruta" de cualquier politico que se dice cristiano, y de cualquier cristiano (sobre todo si pertenece a la jerarquia) debe ser, hacer realidad politica, social y económica; la hermandad entre todos los hombres. La división solo genera confrontación. Solo hay partido cuando hay dos equipos en el estadio.
CON AMOR PARA TODOS USTEDES
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