Amor y sacrificio en el corazón del Pontificado

Murillo, San Pedro en lágrimas, 1650Como preparación a la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo que celebraremos este viernes, compartimos con nuestros lectores un fragmento del maravilloso “Año Litúrgico” de Dom Guéranger-obra tan amada en los Monasterios, y que solemos traer a este Blog-, en su comentario a la liturgia de este día.

Dom Prosper Guéranger (Sablé, 1805-Solesmes, 1875), fue liturgista y restaurador de la orden benedictina en Francia. Ordenado en 1827, recuperó el antiguo priorato de Solesmes, del que tomó posesión en 1833, y en el cual llevó adelante el proyecto de restauración de la orden benedictina. Obtuvo el ascenso de Solesmes a abadía. Primer abad de Solesmes (1837) y superior de la Congregación de Francia, se convirtió en el alma del movimiento de restauración litúrgica. Entre sus principales obras cabe recordar las Instituciones litúrgicas (1840-1851) y el Año litúrgico (1841-1866).

 Aquí va el texto del Año Litúrgico (destacados para facilitar la lectura son nuestros)


¿Simón, hijo de Juan; me amas? He aquí el momento en que se escucha la respuesta que el Hijo del Hombre exigía del pescador de Galilea. Pedro no teme la triple interrogación del Señor. Desde aquella noche en que el gallo fue menos solícito para cantar que el primero de los Apóstoles para renegar de su Maestro, continuas lágrimas cavaron dos surcos en sus mejillas. Desde el patíbulo en que el humilde discípulo ha pedido le claven cabeza abajo, su corazón generoso repite, por fin sin miedo, la protesta que, desde la escena de las orillas del lago de Tiberíades, ha consumido silenciosamente su vida: “¡Sí, Señor, tú sabes que te amo!’”

 EL AMOR DE SAN PEDRO. — Al confiar a Simón hijo de Juan la humanidad redimida, el primer cuidado del Hombre-Dios fue asegurarse de que sería fiel vicario de su amor; de que, habiendo recibido más que los otros, le amaría más que todos; de que, siendo heredero del amor de Jesús para los suyos que estaban en el mundo, los debía amar, como El, hasta el fin. Por esto, la exaltación de Pedro a las cumbres de la Jerarquía sagrada concuerda en el Evangelio con el anuncio de su martirio; siendo Sumo Pontífice, tenía que seguir hasta la cruz al Jerarca supremo.

Ahora bien, la santidad de la criatura y, a la vez, la gloria de Dios Creador y Salvador, tienen su completa realización en el Sacrificio, que junta al pastor y al rebaño en un mismo holocausto. Por este fin último de todo pontificado y de toda jerarquía, Pedro recorrió toda la tierra, después de la Ascensión de Jesús. En Joppe, cuando estaba aún al principio de sus correrías apostólicas, se apoderó de él un hambre misteriosa: “Levántate, Pedro; mata y come", le dijo el Espíritu; y al mismo tiempo una visión simbólica ponía ante sus ojos los animales de la tierra y las aves del cielo. Eran los gentiles que debía reunir, en la mesa del banquete divino, con los fieles de Israel. Vicario del Verbo, se haría participante de su inmensa hambre; su caridad, como fuego devorador, se asimilaría los pueblos; y, ejerciendo su título de jefe, llegaría un día en que, verdadera cabeza del mundo haría de esta humanidad, ofrecida como presa a su avidez, el cuerpo de Cristo en su propia persona. Entonces, nuevo Isaac, o más bien verdadero Cristo, verá levantarse delante de él la montaña en donde Dios mira, esperando el sacrificio (Gen 22,14).

EL MARTIRIO DE SAN PEDRO. — Miremos también nosotros, pues ha llegado a ser presente ese futuro, y, como en el Viernes Santo, participamos en el desenlace que se anuncia. Participación dichosa, toda triunfal: aquí, el deicida no mezcla su nota lúgubre al homenaje del mundo, y el perfume de inmolación que ahora sube de la tierra, no llena los cielos sino de suave alegría. Se diría que la tierra, divinizada por la virtud de la hostia adorable del Calvario, se basta a sí misma. Pedro, simple hijo de Adán, y, con todo eso, verdadero Sumo Pontífice, avanza llevando el mundo: su sacrificio va a completar el de Jesucristo, que le invistió con su grandeza (Col 1,24); la Iglesia, inseparable de su Cabeza visible, le reviste también con su gloria (1 Cor 11,7). Por la virtud de esta nueva cruz que se levanta, Roma se hace hoy la ciudad santa. Mientras Sion queda maldita por haber crucificado un día a su Salvador, Roma podrá rechazar al Hombre-Dios, derramar su sangre en sus mártires: ningún crimen de Roma prevalecerá sobre el gran hecho que ahora se realiza; la cruz de Pedro le ha traspasado todos los derechos de la de Jesús, dejando a los judíos la maldición; ahora Roma es la verdadera Jerusalén.

EL MARTIRIO DE SAN PABLO. — Siendo tal la significación de este día, no es de maravillar que el Señor la haya querido aumentar aún más, añadiendo el martirio del Apóstol Pablo al sacrificio de Simón Pedro. Pablo, más que nadie, había prometido con sus predicaciones la edificación del cuerpo de Cristo; si hoy la Iglesia ha llegado a este completo desenvolvimiento que la permite ofrecerse en su Cabeza como hostia de suavísimo olor, ¿quién mejor que él merecía completar la oblación? Habiendo llegado la edad perfecta de la Esposa, ha acabado también su obra. Inseparable de Pedro en los trabajos por la fe y el amor, le acompaña del mismo modo en la muerte; los dos dejan a la tierra alegrarse en las bodas divinas selladas con su sangre, y suben juntos a la mansión eterna, donde se completa la unión.

LA FIESTA DEL 29 DE JUNIO. — Después de las grandes solemnidades del año Litúrgico y de la fiesta de San Juan Bautista, no hay otra más antigua y universal en la Iglesia que la de los dos príncipes de los Apóstoles. Muy pronto Roma celebró su triunfo en la fecha misma del 29 de junio, que los viera subir al cielo. Este uso prevaleció luego sobre el de algunos lugares, que habían puesto la fiesta de los Apóstoles en los últimos días de diciembre. Fue ciertamente un hermoso pensamiento el hacer así de los padres del pueblo cristiano el cortejo del Emmanuel, a su venida al mundo. Pero, como ya hemos visto, las enseñanzas de este día tienen ellas solas, una importancia preponderante en la economía del dogma cristiano; son el complemento de toda la obra del Hijo de Dios; la cruz de Pedro da estabilidad a la Iglesia, y señala al espíritu de Dios el centro inmovible de sus operaciones. Roma estuvo inspirada cuando, reservando al discípulo amado el honor de velar por sus hermanos cerca del pesebre del Niño Jesús, guardaba el solemne recuerdo de los príncipes del apostolado en el día escogido por Dios para consumar sus trabajos y coronar juntamente con su vida el ciclo de los misterios.

FUNDAMENTO DE LA IGLESIA. — ¡Oh Pedro, saludamos el glorioso sepulcro donde descansas! A nosotros, hijos de este Occidente, que quisiste elegir, a nosotros toca, antes que a todos, celebrar con amor y fe las glorias de este día. Sobre ti debemos edificar; porque queremos ser los habitantes de la ciudad santa. Seguiremos el consejo del Señor edificando sobre roca nuestras construcciones terrenas, para que resistan a la tempestad y puedan ser mansión eterna. ¡Cuán grande es para contigo, que te dignas sostenernos así, nuestro agradecimiento, sobre todo en este siglo insensato, que, pretendiendo construir de nuevo el edificio social, ha querido edificarlo sobre la arena inconsistente de las opiniones humanas, y no ha hecho sino multiplicar las miserias y las ruinas! ¿Acaso no es la piedra angular la que han desechado los arquitectos modernos? ¿Y no se revela su virtud en que, al desecharla, chocan contra ella y se estrellan?