Cristo salva siempre, y en Cuaresma más

San Bsilio el Grande

Algunos cristianos en Cuaresma procuran convertirse, salir de sus pecados y mediocridades, y adelantar por el camino evangélico de la santidad. Unos lo consiguen más, otros menos. Pero la gran mayoría ni se entera de que está en Cuaresma, y no intentan convertirse. Éstos ciertamente no se convierten.

Para superar esta falta de fe y de esperanza la Liturgia de las Horas nos trae hoy, III lunes de Cuaresma, una preciosa lectura de

San Basilio el Grande (330-379), nacido en Cesarea de Capadocia, en el Asia Menor (actual Turquía), Obispo de su ciudad natal, fundador principal de los monjes orientales y Doctor de la Iglesia. En ella canta la gloria de Dios, la debilidad del hombre herido por el pecado, y la fuerza poderosísima de la gracia de Cristo para sanarlo.

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Homilía sobre la humildad 20,3

No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza. Entonces ¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla su grandeza? Quien se gloría –continúa el texto sagrado– que se gloríe de esto: de conocerme y comprender que yo soy el Señor (Jer 9,23-24).

En esto consiste la sublimidad del hombre, su gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la gloria. Dice, en efecto, el Apóstol: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor (2Cor 10,17), afirmación que se halla en aquel texto: Cristo, que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención; y así –como dice la Escritura–: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor (1Cor 1,30-31).

Por tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo perfecto e irreprochable en el Señor es no enorgullecernos de nuestra propia justicia, sino reconocer que en verdad carecemos de ella y que lo único que nos justifica es la fe en Cristo.

En esto precisamente se gloría San Pablo, en despreciar su propia justicia y en buscar la que se obtiene por la fe y que procede de Dios, para así tener íntima experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la comunión en sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos (cf. Flp 3,10).

Así caen por tierra toda altivez y orgullo. El único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo De esta vida poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios.

Y es el mismo Dios quien activa en nosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor (sí, lector, has leído bien; y por si lo entiendes mejor, lo diremos en latín: Deus est enim qui operatur in vobis et velle et perficere pro bona voluntate: es el mismo Dios el que mueve y actúa nuestro querer y nuestro obrar según su beneplácito). Y es Dios también el que, por su Espíritu, nos revela su sabiduría, la que de antemano destinó para nuestra gloria. Dios nos da fuerzas y resistencia en nuestros trabajos. He trabajado más que todos –dice Pablo–; aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo (1Cor 15,10).

Dios saca del peligro más allá de toda esperanza humana. En nuestro interior –dice también el Apóstol– dimos por descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos salvó y nos salva de esas muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando (2Cor 1,10).

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Atrevámonos, hermanos, en esta Cuaresma a intentar la conversión que necesitamos. Atrevámonos a recibir la salvación que quiere comunicarnos el Salvador en este «tiempo de gracia y de santificación». Todo los tiempos del Año cristiano son buenos para convertirse; pero ciertamente la Cuaresma lleva en sí gracias muy especiales en orden a la conversión: a una mayor liberación del demonio, que influye en nosotros tanto cuanto seamos siervos del pecado; del mundo, en cuanto estemos cautivos de sus pensamientos y costumbres;y de la carne, es decir, de nuestras propias debilidades y vicios.

«Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua y, pues sin tu ayuda no puede mantenerse incólume, que tu protección la dirija y la sostenga siempre. Por nuestro Señor Jesucristo» (Or. III lunes de Cuaresma).