La construcción de un mundo al margen de la Santa Trinidad

Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

Gloria y honor a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Paráclito, por todos los siglos

Misterio central de nuestra fe. Celebramos hoy, con ale­gría, el misterio de la Santísima Trinidad, que el Catecismo de la Iglesia Católica llama: «misterio central de la fe y de la vida cristiana». El mismo Catecismo nos enseña que el misterio trinitario «es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina» (n.234).

Formación del dogma trinitario. La Iglesia de los primeros siglos centró su atención teológica en los misterios centra­les de nuestra fe. La predicación de los Padres de la Iglesia trata continuamente del formidable misterio trinitario, de la divinidad de Jesucristo y del Espíritu Santo. En los siete pri­meros Concilios se contiene el patrimonio dogmático fun­damental de la Iglesia Católica Romana. Frente a los errores heréticos que iban apareciendo —que eran muy graves—, la Iglesia procuró expresar con absoluta fidelidad la fe en la cual creía desde los primeros tiempos, en fórmulas breves, concisas y exactas. El Concilio de Nicea, celebrado el año 325, definió contra los arrianos, que negaban la divinidad del Verbo, que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es «Dios verdadero, y consubstancial al Padre» (Cf Dz 54), es decir, de la misma naturaleza que el Padre. En otras pa­labras, la Persona de Jesús de Nazaret es el Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, eternamente engendrada por el Padre, y de su misma naturaleza. Medio siglo después, en el Concilio Primero de Constantinopla, del año 381, se definió la divinidad del Espíritu Santo contra los macedonianos que no la aceptaban. De este Concilio, que asume la doctrina del anterior, proviene el Credo niceno-constantinopolitano que rezamos cada domingo, en el cual tenemos ya claramente estructurado el misterio trinitario. Así, la Iglesia muy joven aun en su historia, pudo expresar de manera infalible su fe en la Trinidad para salvaguardar la vida espiritual y la salvación de sus hijos.

¿En qué consiste la vida intra-trinitaria? Siguiendo la en­señanza de los más grandes teólogos de la Iglesia, procu­remos penetrar algo más en la vida misma al interior de la Trinidad. El Padre, conociéndose, dice interiormente para sí mismo una Palabra infinita que es el Verbo, en un acto simple y eterno. Y el Hijo, que el Padre engendra, es seme­jante e igual a Él mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida sus perfecciones. El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único. ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo, que deriva del Padre y del Hijo como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíri­tu Santo… [Este Espíritu de Amor] es Dios, lo mismo que el Padre y el Hijo, posee como ellos y con ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad (Cf. Marmion, Columba; Jesucristo, vida del alma, I, 6, 1: 87-88).

Importancia para nuestra vida. San Ireneo de Lyon, un obispo, teólogo y mártir de la Iglesia del siglo II ha escri­to: «La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios» (Adv. Haer. 4, 20, 7). ¿Qué vida puede dar verdadera gloria a Dios sino aquella misma vida divina en la cual el hombre participa, por la gracia? El hombre fue creado para Dios, y después del pecado original justificado por la fe precisamente para eso: para dar gloria a Dios participando de la infinita felicidad de la vida intra-trinitaria. A este fin se ordena la vida del hom­bre, el mismo misterio de la economía de la salvación, la creación del mundo, en definitiva ¡todo! La vivencia del misterio de la inhabitación trinitaria ha sido siempre, ya desde el comienzo de la Iglesia, la clave principal de la espiritualidad cristiana. Esta inhabitación es una presen­cia real, física, de las tres Personas divinas en el alma de quien está en estado de gracia. Cuando una persona va dejando actuar al Espíritu Santo, a través de sus dones, de una manera habitual, llega a tomar conciencia de esta inhabitación no sólo a través de la fe, sino experimental­mente, es decir, empieza ya desde ahora a conocer y a gustar de la vida íntima de Dios. De cara a esta grandiosa realidad, a la que todos somos llamados, se comprende bien el papel que los santos, a ejemplo y por amor de nuestro Señor Jesucristo, han atribuido a una vida pobre, sencilla, despojada, obediente y estable. Pero sobre todo se ve la imposibilidad de captar la realidad de este miste­rio que llevamos en nosotros sin dejar un amplio espacio, en nuestra vida espiritual, al silencio y a una oración per­sonal perseverante.

La verdadera realidad. Cuando se leen los periódicos, se analizan las diferentes corrientes de opinión, la mentali­dad y las ocupaciones de los hombres de nuestro tiem­po… ¡Qué tristeza ver lo lejos que andamos de la verda­dera realidad de las cosas! Porque no existe nada más real y verdadero que la Trinidad Santísima; nada con un ser más pleno (el Ipsum Esse); nada más eficaz, poderoso y transformante que su plan de amor para con los hombres. ¡Adónde ha llegado el hombre de la post-modernidad en pos de un humanismo independiente de Dios, que pro­clama una libertad de la soberanía de Aquél que sostiene al propio hombre y a toda la creación en el mismo ser, en el obrar y en el existir! Qué magnífica resuena en este contexto la palabra de aquel gran Papa del siglo V, San León Magno: «cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degene­res volviendo a la bajeza de tu vida pasada» (serm. 21, 2-3). El verdadero fundamento de la dignidad humana, y el respeto de los derechos del hombre está justamente en esto: el hombre fue creado por Dios a su imagen y seme­janza, para participar de la propia vida divina. Separado de su propio Creador acaba destruyéndose a sí mismo y al propio orden natural. ¿No es eso lo que, con dolor, esta­mos viendo? Por el contrario, unido a Dios, el hombre es capaz de renovar la faz de la tierra. ¿No son los santos los grandes transformadores de las estructuras de la socie­dad, los únicos capaces de hacerlas más conformes con el Evangelio, más cristianas, y por lo tanto, más humanas 

Pidámosle a la Madre de Dios, Templo sagrado de la Tri­nidad Santísima, que nos alcance la gracia de penetrar en ese abismo y océano infinito de silencio y amor, en el cual Dios se posee entera, perfecta y simultáneamente en una vida sin fin, que supera todo lo que el hombre pueda pen­sar o imaginar (Cf. Rom 11, 33-35). Que Ella nos conduzca a la zarza ardiente del Amor divino donde, por la gracia de Dios podamos ser verdaderamente divinizados y así cola­borar eficazmente en la instauración de todas las cosas en Cristo (Cf. Ef 1, 10), para la mayor gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

P. Pedro Pablo Silva, SV