«Christus natus est nobis, venite adoremus»

  Cada vez que nos hallamos en contacto íntimo con Dios, nos sentimos envueltos  en el misterio. Dios habita en una luz inaccesible… Como dice el Salmo 97: «tiniebla y nube lo rodean». Esto es una consecuencia inevitable de la infinita distancia que separa a la criatura de su Creador; pues aunque el hombre puede llegar al conocimiento de Dios por vía racional, es imposible para nosotros comprehender o asir al que, desde toda eternidad, es la plenitud misma del Ser, el Ipsum Esse, el Acto de los actos, el Ser que es Dios. No sólo nos es imposible comprehender a Dios sino también conocerlo enteramente. Ni siquiera será así en la visión cara a cara de la eternidad. Por eso, cuando Nuestro Padre Santo Tomás al final de su vida, le fue dado contemplar más de cerca el misterio de Dios, se dio cuenta que todo lo que había escrito era simple paja. Y eso es verdad. Dios supera y es infinitamente más que todo lo que el más grande de los hombres pueda conocer y decir de Él ¡Es Dios!

  El Apóstol San Juan dice: «Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Masesta Luz cuyos fulgores nos envuelven y penetran, en vez de revelar a Dios a los ojos de nuestra alma, por su plenitud o super - abundancia, parece que lo oculta, de manera semejante a como el sol, por sus resplandores nos impiden contemplarlo. La Escritura nos dice que la Trinidad «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16). La luz divina deslumbra demasiado para que pueda penetrar con todos sus esplendores en nuestra débil mirada.

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, Dios en su infinita bondad, ha querido, de alguna manera y en alguna medida, traspasar este abismo: el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios de Dios, Luz de Luz, «resplandor de la luz eterna» (Sab 7,26), se ha revestido de nuestra carne y nace en Belén de Judá. Siendo Dios incomprensible, invisible, inasible e inaccesible para nosotros, por un designio difusivo de su bondad, quiso revelarse, quiso darnos a conocer la misma vida íntima de Dios, quiso hacerse visible, y en cierto sentido comprensible, abarcable y accesible para que, por Su medio, pudiéramos contemplar la divinidad y vivir en ella. Dios se hace hombre para que el hombre pueda contemplar a Dios. Como dice San Juan: «Hemos contemplado su gloria» (Jn 1).

  Envuelta enteramente en las nubes del misterio, esta Misa de media noche comenzó con aquellas palabras solemnes del Introito: «El Señor me ha dicho: ‘Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Es el grito del alma humana de Cristo, que por vez primera revela a la tierra lo que oyen los cielos desde toda la eternidad. Este «hoy» es el día de la eternidad, día sin aurora y sin ocaso. El Padre celestial contempla a su Hijo encarnado, el cual hecho hombre no deja de ser su Verbo. La primera mirada que reposa sobre Cristo, el primer amor de que se ve rodeado, es la mirada y el amor de su Padre: «El Padre me ama» (Jn 15,9).

  Y este misterio admirable ha tenido por finalidad que el hombre, vuelto a su santidad original, participe de la vida misma de Dios por la filiación adoptiva.

 Pidámosle a María Santísima, en esta noche santa, que engendre y dé a luz al Verbo en nuestros corazones y en nuestro mundo contemporáneo, para que el fin grandioso que Dios se ha propuesto con la Encarnación sea realidad en la historia humana, en Schola Veritatis y en cada uno de nosotros.