El odio a la Cruz conduce a la destrucción del hombre

  Días atrás (14 de septiembre) la Iglesia ha celebrado la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Reproducimos a continuación un interesante fragmento del gran G.K.Chesterton en su obra «La esfera y la cruz».

 «El monje empuñó el timón…  para, enderezándolo vigorosamente hacia la izquierda, impedir que la nave voladora se estrellase en la catedral de San Pablo.

 Una nube plana, negruzca, se extendía en torno del remate de la cúpula de la catedral, de suerte que la esfera y la cruz parecían una boya anclada en un mar de plomo.

 A través de la atmósfera densa de Londres, pudieron ver, abajo, el brillo de las luces de Londres.

 —La cruz está en lo alto de la esfera —dijo sencillamente el profesor Lucifer—. Es un error, sin duda alguna. La esfera debía estar en lo alto de la cruz. La cruz no es más que un sostén bárbaro; la esfera es la perfección. La cruz, todo lo más, es el árbol amargo de la historia del hombre; la esfera es el fruto final, pingüe y maduro. El fruto debería estar en lo alto del árbol, no al pie.

—¡Oh! —dijo el monje, marcándosele una arruga en la frente—. ¿De suerte que, según usted, en un esquema simbólico del racionalismo, la esfera estaría encima de la cruz?

—Eso resume por completo mi alegoría —dijo el profesor.

—Bien, todo eso es ciertamente muy interesante —continuó Miguel, muy despacio— porque, a juicio mío, en caso tal, vería usted el efecto más singular, efecto a que generalmente han llegado todos los sistemas potentes y hábiles que el racionalismo, o la religión de la esfera, ha producido para guía o enseñanza de la humanidad. Vería usted, creo yo, ocurrir una cosa que es siempre la última personificación y la salida lógica de ese sistema lógico.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Lucifer—. ¿Qué sucedería?

—Quiero decir que la esfera se caería —dijo el monje, mirando con avidez al vacío.

 Lucifer hizo un movimiento de cólera, y abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiese articular palabra, Miguel, con la mayor resolución, prosiguió:

 —Una vez conocí a un hombre como usted, Lucifer —dijo, articulando con lentitud y monotonía desesperantes—. Opinaba también…

—No existe otro hombre como yo —gritó Lucifer con tal violencia que estremeció la nave.

—Como iba diciendo —continuó Miguel—, ese hombre opinaba también que el símbolo del cristianismo era un símbolo de barbarie y de sinrazón. Su historia es un tanto divertida. Viene a ser también una alegoría perfecta de lo que les ocurre a los racionalistas como usted. Comenzó, por supuesto, negándose a tolerar un crucifijo en su casa, ni siquiera pintado, ni pendiente del cuello de su mujer. Decía, igual que usted, que era una forma arbitraria y fantástica, una monstruosidad, amada por ser paradójica. Después fue haciéndose cada vez más violento y excéntrico; quería derribar las cruces de los caminos, porque vivía en un país católico romano. Finalmente, en un acceso de furor trepó al campanario de la iglesia parroquial y arrancó la cruz, blandiéndola en el aire, y profiriendo atroces soliloquios, allá en lo alto, bajo las estrellas. Una tarde, todavía en verano, cuando se encaminaba a su casa por un caminito vallado, el demonio de su locura vino sobre él con violencia y demudación tan fuertes que trastruecan el mundo. Se había detenido un momento, fumando, delante de una empalizada interminable, cuando sus ojos se abrieron. Ninguna luz dardeaba, no se movía una hoja, pero él vio, como en una mutación súbita del contorno, que la empalizada era un ejército innumerable de cruces ligadas unas a otras, de la colina al valle. Enarboló el garrote y se fue sobre ellas, como sobre un ejército. Y milla tras milla, en todo el camino hasta su casa, fue rompiéndolas y derribándolas. Porque aborrecía la cruz y cada empalizada era una pared de cruces. Cuando llegó a su casa estaba completamente loco. Se dejó caer en una silla, y luego se alzó de ella, porque los travesaños del maderamen repetían la imagen insufrible. Se arrojó en una cama, lo que sirvió para recordarle que la cama, igual que todas las cosas labradas por el hombre, correspondía con el diseño maldito. Rompió los muebles, porque estaban hechos de cruces. Pegó fuego a la casa, porque estaba hecha de cruces. En el río lo encontraron.

 Lucifer le miraba mordiéndose un labio.

 —¿Es verdad esa historia? —preguntó.

—¡Oh, no! —dijo Miguel vivamente—. Es una parábola. Es la parábola de todos los racionalistas como usted. Empiezan ustedes rompiendo la cruz, y concluyen destrozando el mundo habitable. Les dejamos a ustedes diciendo que nadie debe ir a la iglesia contra su voluntad. Cuando los encontramos de nuevo, están ustedes diciendo que nadie tiene la menor voluntad de ir a ella. Les dejamos a ustedes diciendo que no existe el lugar llamado Edén. Les encontramos diciendo que no existe el lugar llamado Irlanda. Parten ustedes odiando lo racional y llegan a odiarlo todo, porque todo es irracional, y…

 Lucifer saltó sobre él con un grito de animal salvaje.

 —¡Ah! —vociferó—. Cada loco con su tema. Tú tienes la locura de la cruz. ¡Pues ella te salve!

Y con fuerza hercúlea arrojó al monje, de espaldas, fuera de la nave sobre la parte más alta de la bola de piedra. Miguel, con no menos pronta agilidad, asió uno de los brazos de la cruz y se libró de la caída. En el mismo instante Lucifer bajó una palanca y la nave botó llevándoselo a él solo.

—¡Ja, ja! —aulló—. ¿Qué tal apoyo es ése, buen viejo?

—Lo que es como apoyo —replicó Miguel, hoscamente—, y valga lo que valga, es mucho más útil que la esfera».