El Opus Dei, la Obra de Dios

El culto de Dios en su forma perfecta, la alabanza divina en su expresión litúrgica la más acabada, tal es la ocupación central y primera de la vida monástica: aquello que San Benito llama la Obra de Dios, «Opus Dei», la Obra que tiene a Dios y solamente a Dios por objeto directo, la Obra que magnifica a Dios, la Obra que realiza unas cosas divinas, la Obra en la cual Dios se interesa por sobre todo, de la cual Él es el agente principal, pero que Él ha querido realizar por unas manos y unos labios humanos. El Sacrificio eucarístico es la Obra central del culto católico, pero en torno de este sacrificio, al cual los monjes donan un esplendor y una solemnidad particular, se agrupan las diversas horas de la alabanza divina, celebradas ellas también con todo el esplendor de los cantos y de las ceremonias de la Iglesia. Al mismo tiempo que la vida cristiana tal como ella es vivida comúnmente en el mundo, no deja a Dios sino una parte poco considerable y unos instantes fugaces, más ahora que la celebración solemne de los divinos oficios ha cesado casi en todas partes en la Iglesia y ha sido desterrada por las almas cristianas, los monjes pertenecen por toda su vida, por todas las horas del día y de la noche al culto divino, a la alabanza divina. Ellos velan constantemente para que sobre la tierra se eleve hacia el cielo un concierto de voces que bendicen el nombre de Dios.

Al mismo tiempo que los habitantes de la tierra, no limitándose al solo olvido sino que llegando hasta la blasfemia y cuando todo aquello que les recuerda a Dios es un pesado fardo, la vida monástica es el tributo recaudado por Dios sobre la raza humana. Es así que este deber esencial del culto y de la religión, la adoración, la alabanza, la oración y la acción de gracias, la voz del amor y la voz del arrepentimiento subirán sin cesar hasta el trono de Dios. Si es verdad que Dios no ha buscado en todas las cosas sino su gloria, si el mundo entero no tiene otro fin que procurarla, ¿quién puede negar que sea plenamente realizada la intención divina ahí donde la vida cristiana no tiene otro fin, otro deseo, otra función, otro empleo que el de consagrarse todo entero para la gloria y para el honor de Dios?

Tal ha sido el pensamiento de San Benito. Por eso él ha consagrado a la distribución y al reglamento del oficio divino una parte considerable de su Regla, y antes de toda otra cosa preguntaba a aquél que quería entrar en el monasterio la atención y el amor por el Oficio divino. El monje no debe «preferir nada a la obra de Dios». De hecho es a ella a la que se orientan todos los otros trabajos monásticos; es ella la que determina todo nuestro horario, ella la que reclama las mejores horas de nuestra jornada. Nosotros somos monjes antes de todo para eso, nosotros debemos procurar la gloria de Dios y ocuparnos de él, rendirle honor, homenaje y servicio según las formas, las oraciones, los cantos y las ceremonias instituidas por la Iglesia. Nosotros debemos así asociar nuestras voces a las de los ángeles y adelantar en la tierra las horas de la eternidad. Nosotros debemos pasar la vida de aquí abajo junto a Aquél que es únicamente atrayente para nosotros.

Por otra parte la oración de la Iglesia, celebrada con inteligencia y piedad para honor de Dios, deviene para nosotros el medio de nuestra santificación. Nada purifica al alma tanto como el contacto con Dios; nada santifica al alma tanto como el ejercicio de su ternura con Dios. Así sacamos nosotros de la misma fuente de la Sagrada Liturgia el medio de rendir gloria a Dios y el de nuestra propia santificación. Incluso estos dos elementos se alimentan el uno con el otro; el contacto con Dios purifica y eleva nuestra alma, y nuestra alma santificada se vuelve más capaz de ofrecer a Dios una adoración digna de Él. A medida que se elimina todo aquello que es nuestro, nosotros entramos más plenamente en el Misterio y el Sacrificio del Señor, hasta que Cristo sea todo en todos. ¿No es ésta la plenitud de la vida cristiana?

No importa que el mundo no comprenda nada esta obra de la oración y que él no aprecie su verdadera dimensión, fuera del punto de vista estético: e incluso desde este punto de vista, ¿cuántos penetran la real y sobrenatural belleza de los ritos de la Iglesia y del canto sagrado? Nosotros creemos sin embargo en el valor apostólico y social de nuestra oración, y nosotros confiamos alcanzar directamente por ella no solamente a Dios y a nosotros, sino incluso al prójimo. Sin hablar de su influencia secreta sobre la marcha providencial de los eventos ¿no es una predicación muy eficaz el espectáculo de un Oficio divino dignamente celebrado? Desde la hora de la primitiva Iglesia, la liturgia católica es un principio de unidad para el pueblo de Dios, y la caridad social ha sido creada por ella. ¿Es posible esperar ver renacer la verdadera y profunda solidaridad del pueblo cristiano fuera de esta reunión de todos en torno de Dios, en una misma oración y en la comunión de un mismo pan vivo? Sea como sea, nosotros consentimos a no producir nada que se vea y se palpe, a no tener otra utilidad que aquella de adorar a Dios. Y gozosamente nosotros tomamos nuestra parte de no alcanzar por el Opus Dei sino el fin esencial de las cosas, el fin de toda creación inteligente, el fin mismo de la Iglesia.

Dom Paul Delatte, La vida monástica en la escuela de San Benito.