La oración litúrgica: camino de contemplación

Con la gracia de Dios y el auxilio de la Virgen Inmaculada, Madre de la Verdad, damos inicio a este blog. En él esperamos tratar, desde una mirada contemplativa, cultivada en la soledad del claustro monástico, diversos temas espirituales, litúrgicos, teológicos, filosóficos e históricos.

En el presente post, ofrecemos a nuestros lectores unos fragmentos escogidos de la Introducción General del Año Litúrgico, obra clásica del gran restaurador de la vida benedictina en Francia, Dom Próspero Guéranger (+1875). En ellos, queda de manifiesto cómo la oración litúrgica de la Iglesia es el alimento más sólido para la vida espiritual del pueblo cristiano, un camino seguro de perfección y también de altísima contemplación. Los destacados en negrita son nuestros.

EL MAYOR BIEN

«La oración para el hombre el mayor de sus bienes. Es su luz, su alimento, su misma vida, ya que ella le pone en comunicación con Dios, que es luz (Jn 8,12), alimento (Jn 6,35) y vida (Jn 14,6). Ahora bien nosotros, por nuestra parte, somos incapaces de orar como conviene (Rom 8,26) es necesario que nos dirijamos a Jesucristo para decirle como los Apóstoles: Señor, enséñanos a orar (Lc 11,1). Sólo Él es capaz de desatar la lengua de los mudos, y de hacer elocuentes los labios de los niños, obrando este prodigio por medio de su Espíritu de gracia y de oración (Zac 12,10), que tiene sus delicias en ayudar nuestra flaqueza, suplicando dentro de nosotros con gemidos inenarrables (Rm 8,26)».

EL ESPÍRITU SANTO, ESPÍRITU DE DIOS.

«La Santa Iglesia es en la tierra la morada del Espíritu Santo. Como un soplo impetuoso descendió sobre ella, apareciendo bajo el expresivo símbolo de flameantes lenguas. Desde entonces convive con esta feliz Esposa; es el principio de todos sus movimientos; le impone sus plegarias, sus deseos, sus cánticos de alabanza, su entusiasmo y sus anhelos. De ahí que no se haya callado ni de día ni de noche, desde hace dieciocho siglos; su voz es siempre melodiosa, su palabra se dirige siempre al corazón del Esposo».

LA ORACIÓN DE LA IGLESIA

«La oración de la Iglesia es, por tanto, la más agradable al oído y al corazón de Dios y, por lo mismo, la más eficaz. Feliz, pues, quien ora con la Iglesia, quien asocia sus deseos particulares a los de esta Esposa, tan querida por el Esposo y siempre atendida. Por eso Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a decir Padre nuestro y no Padre mío; danos, perdónanos, líbranos,y no dame, perdóname, líbrame. Vemos también que la Iglesia no ha orado sola al orar en sus templos durante más de mil años, siete veces al día y otras tantas durante la noche. Los pueblos la acompañaban y se alimentaban con las delicias del maná oculto en las palabras y en los misterios de la sagrada Liturgia. Así iniciados en el ciclo santo de los misterios del Año cristiano, los fieles, atentos al Espíritu, conocían los secretos de la vida eterna y de este modo acontecía que, sin más preparación, cualquier creyente era con frecuencia escogido por los Pontífices para ser Sacerdote u Obispo y derramar sobre el pueblo cristiano los tesoros de doctrina y de amor que había adquirido en aquella fuente de la Liturgia.

Por tanto, si la oración hecha en unión con la Iglesia es luz para la inteligencia, para el corazón es así mismo una hoguera de amor divino. El alma cristiana no se retira a la soledad para conversar con Dios y ensalzar sus grandezas y misericordias, pues sabe muy bien que la unión con la Esposa de Cristo no la disipa. Porque ¿no es también Ella parte de la Iglesia que es la Esposa, y no ha dicho Jesucristo: Padre mío, que sean una sola cosa como nosotros somos uno? (Jn 17,11).Y ¿no nos asegura el mismo Salvador que cuando varios se hallan reunidos en su nombre, está El en medio de ellos? (Mt 18,20).El alma podrá, pues, conversar fácilmente con su Dios que dice estar tan próximo; podrá salmodiar como David, en presencia de los Ángeles, pues la oración eterna de éstos se une en el tiempo a la oración de la Iglesia».

EN LA ESCUELA DE LA IGLESIA

«Pero esta oración litúrgica llegaría a ser bien pronto infructuosa, si los fieles no se uniesen a ella al menos de corazón, cuando no pueden participar externamente. Ciertamente no puede contribuir a la salvación de los pueblos sino en la medida que es comprendida. Abrid, pues, vuestros corazones, hijos de la Iglesia católica, y venid a orar con la oración de vuestra madre. Venid a completar con vuestro asentimiento esa armonía que encanta al oído divino. Vuelva el espíritu de oración a revivir en su fuente primitiva.»

UN PELIGRO

«Tal vez se diga que, al reducir todos los libros prácticos de la piedad cristiana a un simple comentario de la Liturgia, nos exponemos a debilitar y quizás a destruir con formas demasiado positivas, el espíritu de Oración y Contemplación, que es un don tan precioso del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios. En primer lugar, a esto respondemos que, al proclamar la superioridad incontestable de la oración litúrgica sobre la oración individual, no pretendemos decir que haya que suprimir todos los métodos privados: sólo tratamos de colocarlos en su lugar. Afirmamos también que, si se dan varios grados en la divina salmodia, de manera que los más ínfimos apoyándose en la tierra, son accesibles a las almas que están todavía en los trabajos de la vía purgativa, a medida que el alma se eleva por esta mística escala, se siente iluminada por un rayo celestial y una vez llegada a la cumbre encuentra la unión y el reposo en el soberano bien. Porque efectivamente, ¿de dónde sacaban la luz y el ardor que poseían y que tan vivamente han dejado impresos en sus obras, aquellos santos doctores de los primeros siglos, aquellos divinos Patriarcas de la soledad, sino de las largas horas de salmodia, durante las cuales la verdad sencilla y multiforme pasaba continuamente por delante de los ojos de su alma transfigurándola con inmensas oleadas de luz y de amor?

No tema, pues, el alma esposa de Cristo, solicitada por anhelos de oración, no tema, decimos, sufrir de aridez al borde de esas aguas maravillosas de la liturgia, susurrantes a veces como el riachuelo, rugientes otras como el torrente y desbordantes en ocasiones como el mar; acérquese y beba en ese regato cristalino y puro, que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14); porque esa agua mana en las fuentes mismas del Salvador (Is 12,3)y el Espíritu divino la fecunda con su virtud para que sirva de dulzura y alivio al ciervo sediento (Sal 41,2). Tampoco se asuste el alma, absorta en los encantos de la contemplación, del resplandor y armonía de la oración litúrgica. ¿No es ella también un instrumento melodioso bajo la pulsación del Espíritu Santo que la anima? ¿Y por qué no ha de percibir también el habla divina, lo mismo que el salmista que es el órgano de toda verdadera oración, aceptado por Dios y por la Iglesia? Pues ¿por ventura no recurre a su arpa cuando quiere despertar en su corazón la llama sagrada, y exclama: Mi corazón está presto, oh Señor, mi corazón está presto; cantaré, pues, y entonaré salmos. ¡Despiértate, gloria mía, despiértate, arpa mía! De madrugada me levantaré; te cantaré, Señor, ante los pueblos; entonaré salmos en presencia de las naciones, porque tu misericordia es más grande que los cielos y tu verdad está más alta que las nubes? (Sal 107). Otras veces, transportado sobre el mundo sensible, entra en los dominios del Señor (Sal 70,15)y se abandona a una santa embriaguez. Y para calmar el ardor que le devora, prorrumpe en el sagrado Epitalamio: Mi corazón, dice, ha soñado un poema sublime; al Rey mismo quiero dedicar mis cantos (Salmo 44) complaciéndose en expresar la belleza del Esposo vencedor y la gracia de la Esposa. De esta suerte, la oración litúrgica es para el hombre contemplativo tanto principio, como resultado de las visitas del Señor».

PODER SANTIFICADOR DE LOS MISTERIOS.

«Este poder vivificante del Año Litúrgico sobre el que, finalmente, queremos insistir, es un misterio del Espíritu Santo, que fecunda sin cesar la obra que Él inspiró a la Santa Iglesia, con el fin de santificar el tiempo asignado a los hombres para hacernos dignos de Dios. Admiremos también esa sublime economía, ese tacto con que va poniendo las verdades de la fe al alcance de nuestra inteligencia y desarrollando en nosotros la vida de la gracia. Todos los artículos de la doctrina cristiana quedan, no solamente enunciados en el curso del Año litúrgico, sino también inculcados con la autoridad y la unción que Ella ha sabido poner en su lenguaje y en sus ritos tan expresivos. De esta manera la fe de los fieles se esclarece año tras año, se forma en ellos el sentido teológico y la oración los lleva al conocimiento. Los misterios continúan siendo misterios; pero sus destellos se hacen tan deslumbrantes, que el alma y el corazón quedan extasiados llegando a concebir tal conocimiento de las alegrías que nos proporcionará la vista eterna de estas divinas bellezas, que aun a través de la nube, nos producen un encanto semejante.

Y ¿qué fuente de progreso no será para el alma cristiana el ver aparecer, cada vez más luminoso, el objeto de su fe y la esperanza de la salvación, como algo impuesto por el espectáculo de tantas maravillas como la bondad de Dios obra en favor del hombre, cuando el amor se inflame en él bajo el soplo del Espíritu divino, que ha hecho de la Liturgia algo así como el centro de sus operaciones en las almas? La formación de Cristo en nosotros, ¿no es sencillamente el resultado de la comunión con sus distintos misterios, gozosos, dolorosos y gloriosos? Ahora bien, estos misterios llegan a nosotros, se nos incorporan anualmente, por medio de la gracia especial que lleva consigo su celebración en la Liturgia, formándose insensiblemente el hombre nuevo sobre las ruinas del viejo. Y si tenemos la obligación de estimular la imitación del divino modelo por un acercamiento a aquellos miembros de la familia humana que mejor lo han realizado en sí, ¿no es cierto que encontramos entonces la enseñanza práctica y el estímulo en el ejemplo de nuestros queridos santos que esmaltan el Año litúrgico? Mirándoles, llegamos a conocer el camino que conduce a Cristo, así como el mismo Cristo nos muestra en sí mismo, el camino que conduce al Padre. Pero María es quien resplandece sobre todos los Santos, ofreciéndose a sí misma comoEspejo de justicia, en el que se refleja toda la santidad de que es capaz una criatura humana».