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17.05.18

XXXIV. La felicidad de la fama

362. ––Si la felicidad o sumo bien que puede disfrutar el hombre no consiste en los placeres sensibles, como el de la comida y el marital, ¿no podría estar en los honores y la fama?

––Después de mostrar, en el capítulo 27 de la tercera parte de la Suma contra los gentile, que la felicidad no consiste en el placer, en los dos siguientes, prueba que no se encuentra en el honor ni en la fama, porque «en los honores tampoco está el sumo bien del hombre, que es la felicidad»[1].

Explica Santo Tomás, en la Suma teológica: «El honor no es más que un testimonio de la excelencia de la bondad de alguna persona»[2]. No está el honor en la mera la grandeza de una buena cualidad, que posee su sujeto, sino en el reconocimiento de la misma por los demás.

Si «el honor importa el testimonio de la excelencia de alguien (…) aquellos que quieren ser honrados buscan este testimonio». Para que tal testimonio se pueda ofrecer a la persona honrada, debe tenerse en cuenta que: «nadie puede dar testimonio si no es mediante algún signo exterior; sea mediante las palabras, como cuando uno pondera la excelencias de otro; o mediante los hechos, como inclinaciones, saludos y otros parecidos; o mediante las mismas cosas exteriores, por ejemplo, el ofrecer obsequios y regalos, dedicar imágenes, y otros». Puede, por consiguiente, afirmarse también que: «el honor consiste en signos exteriores y corporales»[3].

Asimismo que la alabanza es un tipo de testimonio de la grandeza de una cualidad de alguien. Sin embargo: «La alabanza se distingue del honor de dos maneras. Primera, porque la alabanza consiste solamente en los signos de las palabras, en cambio el honor en cualesquiera signos exteriores. En este sentido la alabanza va incluida en el honor».

El honor no sólo es más amplio que la alabanza, en cuanto a los testimonios que implican, sino también respecto a la amplitud del bien reconocido, porque según la segunda diferencia: «por el honor damos testimonio de la excelencia de alguno, de una manera absoluta, mientras que por la alabanza testimoniamos la bondad de alguien en orden al fin. Así, alabamos al que obra bien por el fin; honramos, en cambio, también a los mejores, a los que ya no se ordenan al fin, porque ya lo han conseguido»[4].

Insiste Santo Tomás en que: «el honor se debe siempre a alguien por razón de alguna excelencia o superioridad», y advierte: «no es necesario que la persona honrada sea superior a quien la honra; basta que sea superior a otros, o quizá al mismo que la honra en un aspecto particular»[5].

En esta misma obra, afirma Santo Tomás: «la excelencia del hombre se aprecia sobre todo por la bienaventuranza, que es su bien perfecto, y por sus elementos, es decir, aquellos bienes en que se participa algo de la suprema felicidad. Tenemos, pues que el honor puede ser consecuencia de la beatitud; pero ésta no puede consistir principalmente en el honor»[6].

Además para probar que es imposible que la felicidad suprema o bienaventuranza se encuentre en el honor, añade: «la bienaventuranza está en el bienaventurado, mientras que el honor no está en quien es honrado, sino «más bien en el que honra», como dice Aristóteles (Ética, I, c. 5, 4), y exhibe muestras de respeto. No está, pues, la beatitud en el honor»[7].

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