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16.06.17

XII. Conocimiento divino de las criaturas

114. ––La verdad, en el sentido de adecuación o conformidad del entendimiento con la realidad, se encuentra en el juicio, que compone o divide. En el acto de juzgar se afirma que es lo que es y que no es lo que no es. El lugar de la verdad es el juicio, porque: «el entendimiento puede conocer su conformidad a la cosa inteligible, pero no la aprehende en tanto conoce la esencia de las cosas, sino cuando juzga que la cosa es tal como la forma que aprehende y entonces es cuando primeramente conoce y dice la verdad»[1]. Advertía Aristóteles que: «Lo falso y lo verdadero no están en las cosas (…) sino tan sólo en la mente, pero tratándose de la aprehensión de lo simple o de la definición, tampoco están en la mente»[2]. Están en el acto de comprender o de simple aprehensión, en el que ni se afirma ni se niega nada. Si se hace en el acto de pensar o juzgar.

La adecuación de lo entendido con la realidad se da primeramente en el concepto, manifestador de la misma, pero en esta primera operación intelectual de simple aprehensión no se conoce la adecuación. En cambio, en la segunda, el juicio, se conoce su conformidad de la realidad, porque la unión o separación de conceptos se hace respecto a la realidad. En este sentido se hace una especie de reflexión o vuelta del entendimiento sobre sí. Por ello: «La perfección del entendimiento es lo verdadero en cuanto conocido. Por consiguiente, hablando con propiedad, la verdad está en el entendimiento que compone y divide y no en el sentido ni en el entendimiento cuando conoce lo que una cosa es»[3].

Si, como también dice Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles: «el conocimiento del entendimiento divino no se realiza a la manera de un entendimiento que compone y divide», ¿se puede inferir que debe excluirse de Dios la verdad?

––Aunque a Dios no se le pueda atribuir la operación del juicio, la verdad enunciada en el juicio es conocida por Dios, porque: «la verdad pertenece a lo que el entendimiento dice y no a la operación con que lo dice».

La razón de esta tesis es que: «no se requiere para la verdad intelectual que el entender adecue con el objeto, porque muchas veces el objeto es material, pero el entender es inmaterial; sino que basta que lo que el entendimiento dice y conoce al entender adecue con el objeto, es decir, que sea en realidad como el entendimiento dice».

Si se aplica esta explicación al entendimiento divino, se obtiene que: «Dios conoce con su inteligencia simple y que no admite composición ni división, no sólo las quididades de las cosas, sino también las enunciaciones. Y, en consecuencia, lo que el entendimiento divino dice al entender, es composición y división. Por lo tanto, la verdad no se ha de excluir del entendimiento divino por causa de su simplicidad»[4].

No sólo: «la verdad está en Dios», sino que también puede decirse que: «Dios es la verdad». Recuerda el Aquinate que: «Nada se puede atribuir a Dios por participación, pues es su mismo ser, que nada participa». Al decir que la verdad está en Dios: «si no se le atribuye por participación, se habrá de predicar de El esencialmente», y, además, que «Dios es su propia verdad». Puede decirse también, por tanto, que: «El mismo Dios es la verdad»[5].

Como consecuencia, a la «verdad pura», que es Dios, «no se le puede añadir la falsedad o el engaño»[6], que son incompatibles con la verdad. Asimismo que: «la verdad divina es la primera y suma verdad», porque «el ser divino es el primero y perfectísimo»[7].

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3.06.17

XI. Lo que entiende Dios

101. ––Si «Yahveh» fuese el nombre propio de Dios, en cuanto expresión de su esencia individual, la revelación a Moisés de este nombre implicaría el conocimiento de la esencia individual o ser personal de Dios. ¿Cree Santo Tomás que se puede conocer a Dios de esta manera completa?

––Podría saberse el nombre propio de Dios, pero no conocer su significado o esencia. «Si pudiéramos entender la esencia divina como es ella y aplicarle un nombre propio, la expresaríamos con un solo nombre». No ocurre en esta vida, pero: «se promete a los que verán a Dios en su esencia. «En aquel día será uno el Señor y uno su nombre» (Za 14, 9)».

Como consecuencia: «Es evidente la necesidad de dar a Dios muchos nombres. Como quiera que no podemos conocerle naturalmente sino llegando a Él por medio de sus efectos, es necesario que sean diversos los nombres con que expresamos sus perfecciones, así como son varias las perfecciones que encontramos en las cosas».

También se sigue que: «La perfección divina y los muchos nombres dados a Dios no se oponen a su simplicidad». Las perfecciones divinas, que se expresan en los atributos divinos: «es necesario atribuirlas a Dios por razón de una misma virtud, que no es otra cosa que su misma esencia, ya que como se dijo nada puede ser accidental en Él. Así, pues, llamamos «sabio» a Dios, no sólo en cuanto es autor de la sabiduría, sino también, porque, en la medida que nosotros somos sabios, imitamos su virtud, que nos hace sabios»[1].

102.–– ¿Cuáles son los atributos positivos, que expresan la perfección divina, de manera analógica?

––De que Dios seala misma perfección, porque su esencia es su mismo ser, se infiere el atributo de la bondad. De la perfección divina se sigue la bondad de Dios, porque todo «ente es bueno en cuanto es perfecto»[2].

Recuerda Santo Tomás que, según Aristóteles: «el bien es lo que todas las cosas apetecen»[3]. Explica, en otro lugar, al comentar esta definición aristotélica, que: «no ha de entenderse que sólo los que tienen conocimiento aprehenden el bien, sino también los que carecen del mismo, que tienden al bien por un apetito natural, no como conociéndolo, sino porque son movidos hacia él por algún cognoscente, es decir, por la ordenación del intelecto divino, a la manera como la saeta tiende hacia el blanco según la dirección que le imprime el arquero. El mismo tender al bien es apetecer el bien. Por eso, dijo que la operación apetece el bien en cuanto a él tiende, no porque sea un solo bien al que tienden todas. Por tanto, no se describe ahora un solo bien, sino el bien tomado en general. Como nada es bueno, sino en cuanto es cierta semejanza y participación del sumo bien, éste es apetecido de alguna manera en todo bien. Así puede decirse que lo que todos apetecen es algún bien»[4].

Si se considera al bien no en cuanto lo apetecido sino en si mismo, se puede utilizar la definición neoplatónica «el bien es lo difusivo de sí»[5] (bonum est diffusivum sui). Explica el Aquinate, en este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «La comunicación de ser y de bondad procede de la misma bondad. Y esto es claro por la naturaleza del bien y por la noción del mismo. Pues, naturalmente, el bien de cada uno es su acto y su perfección. Cada cosa obra precisamente en cuanto está en acto. Y obrando difunde en los otros el ser y la bondad»[6].

La perfectividad o difusividad del bien se constituye y se fundamenta en el ser, que es acto, ya que: «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo»[7]. Escribe seguidamente en este pasaje de la Suma contra los gentiles que: «Se dice, por esto, que «el bien es difusivo de sí mismo y del ser». Concluye finalmente que: «Esta difusión es propia de Dios, ya que es causa del ser de las cosas, como ente necesario por sí. Es, por lo tanto, realmente bueno»[8].

Además, como «el ser en acto en cada cosa es su bien propio» y «Dios es no solamente es un ente en acto, sino su propio ser, como se ha dicho (c. 22)», se infiere que: «Dios no sólo es bueno, sino la bondad misma»[9]. Dios es la bondad misma y, por ello: «en Dios no puede haber mal»[10]. Asimismo, se sigue que es la absoluta bondad. «Su bondad comprende todas las demás. Por esto es el bien de todo bien»[11]. En definitiva: «Dios es el sumo bien»[12].

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