V. La visión de Dios

36. ––Hay verdades sobrenaturales, o verdades que están por encima de nuestra razón, de la razón en el grado propio de la naturaleza humana, y que, por ello, nos son incomprensibles o inabarcables, afirma Santo Tomás que de manera parecida las verdades naturales o filosóficas, que constituyen los preámbulos de la fe: «se proponen convenientemente al hombre para ser creídas»[1]. También indica que, sin embargo: «creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza»[2].

Por tanto, al igual que se ha demostrado la conveniencia de comprender las verdades filosóficas divinas o reveladas por Dios: «se ha de probar que también es necesaria al hombre la proposición por vía de fe de las verdades que superan la razón». ¿Cómo demuestra el Aquinate la oportunidad de la revelación de las verdades sobrenaturales?

––En el capítulo quinto del primer libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomásda cuatro argumentos para mostrar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales. El primero se basa, por una parte, en la siguiente premisa evidente: «Nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de antemano conocido». Para tender a una cosa por la que se siente una inclinación o tendencia natural, debe primero conocerse, y ya conocida, se actúa el deseo natural, y puede así tenderse a ella. Por otra, en que: « los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida», premisa que el Aquinate prueba más adelante[3]. Por ello, como no es difícil de comprobar: «es imposible que en esté en esta vida la felicidad última del hombre»[4].

San Agustín aseguraba que: «Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión la felicidad misma»[5]. El ansia de felicidad es natural e irrenunciable. De tal manera que nadie puede decir verdaderamente que no quiere ser feliz. Y sólo Dios puede satisfacer el ansia de felicidad del hombre. De tal manera que San Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios». Se preguntaba seguidamente: «¿Qué vale toda la tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de Él»[6].

El ansia más profunda del hombre, el hambre y la sed más radical, sentida en lo más profundo de su corazón y que explica así todos sus deseos e inquietudes, no es la de los bienes materiales, ni la de las riquezas, ni la de la sexualidad, ni la del poder, ni la del éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo XIX y muchas veces también el hombre actual así lo cree todavía. El deseo y anhelo más básico, fundamental y más arraigado es la de ver a Dios, o la posesión intelectual y amorosa de Dios.

37. ––Según la primera premisa de la argumentación del Aquinate para probar la necesidad del conocimiento de las verdades sobrenaturales reveladas, si el hombre tiende, por su misma naturaleza, a ser feliz, deberá conocer lo que es la felicidad. Si, además, tal como se ha afirmado, Dios es la felicidad del hombre, Dios será conocido por él también de manera natural o en cuanto su conocimiento esté insertado en su misma naturaleza racional. ¿Son, por consiguiente, la existencia y naturaleza de Dios evidentes para nosotros?

––Santo Tomás mantuvo siempre que ni la existencia ni la naturaleza de Dios nos son conocidas por nosotros. No son evidentes respecto al hombre, «sino que necesita ser demostrada por medio de cosas más conocidas de nosotros (…) es decir por sus efectos»[7].

Sobre el razonamiento de la pregunta, admite las dos premisas, pero no la conclusión. Ciertamente que: «conocer de un modo general y no sin confusión que Dios existe, está impreso en nuestra naturaleza, en el sentido de que Dios es la felicidad del hombre, puesto que el hombre por naturaleza quiere ser feliz, por naturaleza conoce lo que por naturaleza desea. Pero a esto no se le puede llamar exactamente conocer que Dios existe; como, por ejemplo, saber que alguien viene no es saber que Pedro viene aunque sea Pedro el que viene»[8].

38. ––Aunque Dios sea «evidente en sí mismo»[9], parece, por consiguiente, que el entendimiento humano no puede ver la esencia o naturaleza de Dios. Se puede argumentar que: «Dios, que es Acto puro sin mezcla alguna de potencialidad, por sí mismo es lo más cognoscible. Pero sucede que lo más cognoscible en sí deja de ser cognoscible para algún entendimiento, debido a que sobrepase el alcance de su poder intelectual; y así, por ejemplo, el murciélago no puede ver lo que hay de más visible, que es el sol, a causa precisamente del exceso de luz»[10]. Sin embargo, la fe cristiana mantiene la esperanza de ver a Dios. En la Escritura se dice: «Le veremos tal cual es»[11]. ¿Sólo por la fe se puede mantener que el entendimiento creado podrá ver la esencia divina?

––No se puede inferir que al hombre no le sea posible ver a Dios, porque, replica Santo Tomás: «Si éste no puede ver nunca la esencia divina, se sigue o que el hombre jamás alcanzaría su felicidad o que ésta consiste en algo distinto de Dios, cosa opuesta a la fe, porque la felicidad última de la criatura racional está en lo que es principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio».

Sostener que «ningún entendimiento creado puede ver la esencia divina», añade el Aquinate: «además, se opone a la razón, porque, cuando el hombre ve un efecto experimenta deseo natural de conocer su causa y de aquí nace la admiración humana, de donde se sigue que, si el entendimiento de la criatura racional no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado un deseo natural»[12].

El mero deseo natural no puede ser frustrado, porque habría una contradicción. Ello no implica que se vaya a cumplir el deseo, como si fuera una exigencia debida a la naturaleza misma. Es Dios quien la elevará para que pueda realizar un grado superior del acto de conocimiento, que superará el que posee en esta vida. El deseo natural no se comportará como si simplemente no le repugnará, sino con una capacitación para ser elevado por Dios.

Al tratar esta cuestión del deseo de felicidad, Clive Staples Lewis lo explica de este modo tan claro: «Hay alguna razón, empero, para suponer que la realidad será capaz de complacerlo? «El hambre no prueba que vayamos a tener pan». Esta afirmación es, a mi juicio, básicamente errónea. El hambre física de un hombre no garantiza que sea capaz de conseguir pan. Un hambriento puede morir de inanición en una balsa a la deriva sobre el Atlántico. Sin embargo, el hambre humana demuestra de modo inequívoco la pertenencia del hombre a una raza que necesita comer para reponer sus fuerzas físicas, su condición de habitante de un mundo en el»[13].

39. ––Es innegable que todo hombre lo que está buscando desde el principio de su vida es la felicidad. Tiene pues arraigado en la interioridad un deseo innato de felicidad, y, por tanto, como indica Lewis, está hecho para ser feliz, independientemente que logre alcanzar o no la felicidad. El bien supremo, que proporcionará la felicidad a la que tiende, la encontrará en Dios, pero, como dice el mismo Santo Tomás: «De hecho, muchos piensan que el bien perfecto del hombre, que es la bienaventuranza, consiste en la riqueza; otros, lo colocan en el placer; otros, en cualquier otra cosa»[14]. ¿Cómo se puede probar que la felicidad o beatitud del hombre consiste en la visión de Dios en sí mismo o en su esencia?

––En la Suma teológica, Santo Tomás prueba que la felicidad del hombre está en la visión de Dios, con dos tesis. La primera es que: «el hombre no es perfectamente feliz mientras le quede algo que desear y buscar». La segunda, que: «la perfección de cada facultad debe apreciarse por la naturaleza de su objeto».

Respecto a esta última precisa: «el objeto del entendimiento es «lo que cada cosa es», a saber, la esencia de las cosas, como dice Aristóteles (Sobre el alma, III, c. 6, n. 7). Por esto, la perfección del entendimiento se da en la medida en que conoce la esencia de una cosa».

Puede decirse, desde esta observación sobre el progreso del entendimiento que: «Si el entendimiento conoce la esencia de un efecto, y, por ella, no puede conocer la esencia de la causa y saber de ella lo «que es», no cabe decir entonces que tal entendimiento llegue a la esencia de la causa realmente; aunque, mediante el efecto, pueda conocer acerca de ella «si existe».

En este caso: «cuando el hombre conoce un efecto y sabe que tiene una causa, le queda el deseo natural de saber también «que es» la causa. Tal deseo es de admiración y provoca la correspondiente investigación, como dice Aristóteles en la Metafísica (I, c. 2, n. 8). Por ejemplo, cuando uno, al ver un eclipse de sol, entiende que debe tener una causa, la cual ignora, y por ello se admira; ante tal extrañeza y admiración, indaga, y no descansa en su investigación hasta llegar a conocer la esencia de la causa».

Si se aplica esta explicación al conocimiento de Dios desde las criaturas, sus efectos, puede decirse que: «el entendimiento humano al conocer la esencia de un efecto creado, no sabe de Dios, sino que «existe», y, por tanto, por una parte: «su perfección aun no ha llegado realmente a la causa primera»; por otra, que: «le queda todavía el deseo natural de indagar y conocerla». Por consiguiente, el hombre: «no es perfectamente feliz».

Se sigue de ello que: «para la perfecta felicidad se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como con su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre»[15].

40. ––Dios es el fin último, bien supremo, o felicidad máxima del hombre. Su entendimiento quiere conocer a Dios, la misma Verdad, y su voluntad le quiere como el mismo Bien. El ser humano desea contemplar a Dios, conocerle en su esencia o naturaleza, no de un modo general, sino en su individualidad o personalidad. ¿Por qué esta explicación sirve para probar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales?

––Después de presentar sintéticamente esta explicación, para probar que es necesario el conocimiento de las verdades sobrenaturales reveladas, en el primer argumento de los cuatro que presentaen el capítulo V del primer libro de la Suma contra los gentiles, concluye Santo Tomás: «Es necesario presentar al alma un bien superior, que trascienda las posibilidades actuales de la razón, para que así aprenda a desear algo y tender diligentemente a lo que está totalmente sobre el estado de la presente vida».

Además, esta necesidad puede ser satisfecha sólo por la fe, porque el ofrecer un bien trascendente: «pertenece únicamente a la religión cristiana, que promete especialmente los bienes espirituales y eternos; por eso en ella se proponen verdades que superan a la investigación racional».

La ley de Cristo asegura al hombre la unión con Dios en la vida eterna y, para ello, se le revelan verdades sobrenaturales. A diferencia de esta ley del amor y de la gracia: «La ley antigua, en cambio, que prometía bienes temporales, expuso muy pocas verdades no accesibles a la razón natural».

Son necesarias las verdades sobrenaturales. No lo son, en cambio, las naturales. Comenta finalmente el Aquinate que: «En este sentido, se esforzaron los filósofos por conducir a los hombres de los deleites sensibles a la honestidad, por enseñar que hay bienes superiores a los sensibles, cuyo sabor, más suave, únicamente lo gozan los que se entregan a la virtud en la vida activa y contemplativa».

41. ––Este primer argumento de Santo Tomás sobre la conveniencia de las verdades sobrenaturales, se prueba racional o filosóficamente que es necesaria para la felicidad del hombre la visión de la esencia o naturaleza individual de Dios. Además, así lo enseña la Escritura. Tal como indica Santo Tomás, se afirma en el Evangelio: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»[16]. ¿Cómo es posible que el hombre, con un entendimiento creado y finito, incluso con gracias especiales divinas, pueda ver a Dios infinito?

––Declara Santo Tomás que es «falsa y herética» la proposición: «la esencia divina nunca será vista por algún intelecto creado, y que no se verá ni por los ángeles ni por los bienaventurados»[17]. De una manera muy explícita dice la Escritura que a Dios «le veremos así como Él es[18]». También desde la filosofía, como se ha indicado, debe afirmarse que: «es imposible que alguien consiga la felicidad perfecta a no ser en la visión de la esencia divina, ya que el deseo natural del intelecto es saber y conocer las causas de todos los efectos conocidos por él. Lo cual no se puede llevar a cabo sino sabida y conocida la primera causa universal de todo»[19].

Sin embargo, sobre esta visión humana de la esencia divina Santo Tomás hace tres observaciones. Primera: lo que es Dios «nunca se verá por ojo corporal, o por algún sentido, o por la imaginación, ya que por el sentido no se perciben sino las cosas corporales sensibles, Dios es incorpóreo, «Dios es espíritu» (Jun 4, 24)».

Segunda: Tampoco en esta vida «el intelecto humano cuando está unido al cuerpo no puede ver a Dios, ya que está embotado por el cuerpo corruptible, de modo que no puede alcanzar lo más alto de la contemplación».

Se explica así que: «cuando el alma está más libre de las pasiones y purgada de los afectos terrenos, tanto más asciende a la contemplación de la verdad y gusta cuán suave es el Señor. Pero el grado sumo de contemplación es ver a Dios por esencia. Y por esto, cuando el hombre sujeto por necesidad al cuerpo vive con muchas pasiones no puede ver a Dios por esencia. Como Dios mismo declaró en el Éxodo: «no me verá el hombre y seguirá viviendo» (Ex 33, 20). Por tanto, para que el intelecto humano vea la esencia divina es necesario que abandone totalmente el cuerpo, o por la muerte o como dice San Pablo «estamos seguros y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cor 5, 8), o que se separe totalmente de los sentidos del cuerpo por el rapto, como se lee de San Pablo (2 Cor 12, 3)».

Tercera: además «ningún intelecto creado por poco que esté separado, o por la muerte, o por la separación del cuerpo, viendo la esencia divina, de ningún modo puede comprenderla». Se puede entender, o ver de algún modo, la esencia divina, de manera indirecta y mediata, en esta vida, o con un mayor grado, porque el mismo Dios ha ampliado cu capacidad, y se ve entonces de una manera directa e inmediata. «Y por esto se dice comúnmente que aunque toda la esencia divina sea vista por los bienaventurados, ya que es simplicísima y carente de partes, con todo, no se ve totalmente, ya que esto sería comprenderla». Sólo Dios se comprende, o se ve perfectamente, a sí mismo.

La criatura intelectual en esta vida o en la otra siempre es finita y limitada. «Por tanto, conoce finitamente. En consecuencia, como Dios es de virtud y entidad infinita, y, por consiguiente, es infinitamente cognoscible, no puede ser conocido en cuanto es cognoscible de este modo por ningún intelecto creado». Por consiguiente, en este sentido es inabarcable, «permanece incomprensible para todo intelecto creado». En definitiva el hombre puede entender o contemplar a Dios, en ello está su felicidad, pero «comprendiéndose sólo El mismo se contempla a sí mismo»[20].

42. ––El primer argumento explica, por consiguiente, el que Dios comunique al hombre verdades sobrenaturales, que están por encima del límite de su razón –que tiene por su naturaleza, y que le ha sido dada por el mismo Dios–, porque está ordenado por la providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida ¿Cuál es el segundo argumento que justifica la conveniencia de la revelación para llegar a este bien superior?

––El segundo argumento de la justificación de la revelación divina de las verdades sobrenaturales lo expone seguidamente Santo Tomás del modo siguiente: «Es también necesaria la fe en estas verdades, para tener un conocimiento más veraz de Dios»[21].

Dios para los hombres es absolutamente incomprensible. Ni incluso como bienaventurados, pueden conocerle en toda su infinitud. Lo contemplan o entienden siempre de una manera finita y limitada. Ciertamente en la visión beatífica conseguirán ver a Dios, y en toda su esencia, pero no total o completamente, porque es imposible agotar toda su infinita perfección y cognoscibilidad. «Es imposible que ningún entendimiento creado comprenda a Dos, aunque como dice San Agustín: «llegar con el entendimiento hasta Dios, por poco que se alcance, es gran dicha» (Serm. 117, c. 3). Para entender esto, hay que saber que comprender significa conocer perfectamente. Y se conoce perfectamente algo tanto cuanto es cognoscible (…) Dios cuyo ser es infinito (…) es infinitamente cognoscible»[22]. Ningún entendimiento finito, por tanto, podrá conocer infinitamente a Dios, siempre lo conocerá en un algún grado o medida.

Esta incomprensibilidad de Dios revela su trascendencia infinita. Por ello, afirma Santo Tomás en este segundo argumento que: «Únicamente poseemos un conocimiento verdadero de Dios cuando creamos que su ser está sobre todo lo que podemos pensar de Él, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre».

La trascendencia de Dios, que hace que no pueda tener cabida en los conceptos positivos de la inteligencia humana creada ni en el modo de conocer en la visión beatífica, queda claramente expresada con revelación de las verdades sobrenaturales, porque: «El hecho de que se proponga al hombre alguna verdad divina que excede a la razón humana, le afirma en el convencimiento de que Dios está por encima de lo que se puede pensar»[23].La trascendencia de Dios, que puede ser conocida con las verdades naturales y los preámbulos de la fe, queda claramente manifestada con la revelación sobrenatural.

43. ––La utilidad de la revelación divina se prueba con el primer argumento de Santo Tomás, que podría denominarse de la visión divina, y también con el segundo sobre la trascendencia divina y que está conexionado con el primero ¿Son necesarios los otros dos argumentos que da también el Aquinate?

–– Sí son necesarios, porque los otros dos motivos de la utilidad de la revelación son prácticos. El primero es porque esta revelación es un remedio a la soberbia humana. Afirma Santo Tomás que: «La represión del orgullo, origen de errores, nos indica una nueva utilidad. Hay algunos que, engreídos con la agudeza de su ingenio, creen que pueden abarcar toda la naturaleza de una cosa, y piensan que es verdadero todo lo que ellos ven y falso lo que no ven. Para librar, pues, al alma de esta presunción y hacerla venir a una humilde búsqueda de la verdad, fue necesario que se propusiesen al hombre divinamente ciertas verdades que exceden plenamente la capacidad de su entendimiento»[24].

El orgullo, o la presunción de poseer méritos o cualidades superiores, vicio que lleva a despreciar a los demás, es una de la especies del de soberbia. Santo Tomás define el vicio de la soberbia como el «deseo inmoderado de la propia excelencia»[25]. De la soberbia procede de una manera inmediata la vanidad o vanagloria, o el deseo de la propia alabanza, el honor yla gloria, sin méritos o sin ordenarlos a su verdadero fin, la gloria de Dios y el bien de los demás.

La importancia de la utilidad práctica de la revelación, sobre estos tres vicios, se manifiesta en estas observaciones sobre ellos de Jaime Balmes: «Encuéntrense personas exentas de liviandad, de codicia , de envidia, de odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio, que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie, bien podría decirse que nadie».

Afirma el filósofo español que incluso: «Este es, sin duda, el defecto más general; ésta es la pasión más insaciable cuando se le da rienda suelta; la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por explotar esas nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz, que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndola asechanzas para hacerla perecer»[26].

44. ––En este tercer argumento, que da Santo Tomás en el capítulo quinto de la Suma contra gentiles, para mostrar el beneficio de la revelación de verdades sobrenaturales, se dice que sirven también para que se emprenda «una humilde búsqueda de la verdad». La humildad es la virtud opuesta al vicio de la soberbia, porque «refrena los deseos de lo que excede las propias facultades»[27]. Tiene, por tanto, la función de moderar el deseo desordenado de la propia excelencia. ¿Qué relación guarda la humildad con la verdad?

––También la siguiente explicación de Jaime Balmes sobre la humildad puede considerarse como respuesta a la pregunta: «Bien entendida la humildad trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría puede interiormente reconocerlo así, pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios y que a Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad».

La humildad reprime también el orgullo. El humilde, nota igualmente Balmes: «Debe al propio tiempo considerar que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran poseído los otros si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que esta sometida la humanidad, y que cuanto más sean los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y el mal, tanta más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha hecho objeto de su bondadosa munificencia»[28].

La humildad, como precisa el pensador de Vic, no supone el faltar a la verdad sobre sí mismo. «Quien tenga virtudes no hay inconveniente en que lo reconozca así, confesando al propio tiempo que son debidas a particular gracia del cielo; que si no comete las maldades a que se arrojan otros hombres es porque Dios le tiene de su mano; que si hace el bien y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos, causándoles horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, más no para engreírse, supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria que le corresponde»[29].

Como consecuencia, la humildad no se identifica con la pusilanimidad. «La humildad cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos, si es que la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca porque no nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las robustece; porque teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha venido el bien, sabemos que recurriendo a la misma fuente con viva fe y rectitud de intención manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos en todo lo que necesitemos»[30].

Tampoco se identifica con la presunción, elemento del orgullo, o con una especie de megalomanía, exaltación del propio valer o del poder, que hace salirse de la realidad. «La humildad nos hace conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males nuestras flaquezas y miserias; nos permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de la gracia, pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito»[31].

La humildad también reprime el orgullo, porque: «con respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre ellos exigiendo preeminencia que no nos corresponden; nos hace afables en el trato, porque dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con las que sufren los demás, y conservando nuestro corazón exento de envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria»[32].

Gracias a la humildad se puede ser indulgente y tolerante con los demás, manifestaciones de la caridad cristiana, porque: «la humildad que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que no nos deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos sino como mayores títulos de agradecimiento a la liberal mano de la Providencia; la humildad que, no limitándose a la esfera individual, sino abrazando la humanidad entera, nos hace considerar como miembros de la gran familia del linaje humano, caído, de su primitiva dignidad por el pecado del primer padre, con malas inclinaciones en el corazón, con tinieblas en el entendimiento y, por consiguiente, digno de lástima e indulgencia en sus faltas y extravíos; esa virtud sublime en su mismo anonadamiento y que, como ha dicho admirablemente Santa Teresa, agrada tanto a Dios, porque la humildad es la verdad, esa virtud nos hace indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento que nosotros, mas tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia»[33].

45. ––En el cuarto argumento sobre el bien que proporciona toda verdad sobrenatural, que da Santo Tomás, es que perfeccionada al entendimiento de que la recibe. ¿Cómo es posible que una proposición que excede los límites del entendimiento humano, aunque sea una verdad, le perfeccione?

––El Aquinate lo explica, en este mismo argumento, al indicar que la razón de su utilidad se encuentra: «en lo dicho por Aristóteles: Cierto Simónides, queriendo persuadir al hombre a abandonar el estudio de lo divino y a aplicarse a las cosas humanas, decía que: «al hombre le estaba bien conocer lo humano y al mortal lo mortal» Y el Filósofo argumentaba contra él de esta manera: «El hombre debe entregarse, en la medida que le sea posible al estudio de las verdades inmortales y divinas» (De partibus animalium, c. 5).

Estas palabras de la respuesta de Aristóteles manifiestan que: «aunque sea imperfecto el conocimiento de las substancias superiores, confiere al alma una gran perfección, y, por lo tanto, la razón humana se perfecciona sí, a lo menos, posee de alguna manera por fe lo que no puede comprender por estar fuera de sus posibilidades naturales»[34]-

Eudaldo Forment



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 4.

[2] Ibíd., I, c. 5.

[3] Véase: Ibíd., III, c. 48.

[4] Ibíd., III, c. 48. Véase: Ibíd., III, c. 37.

[5] San Agustín, Costumbres de la Iglesias. Católica. I, 11, 18.

[6]Ídem,Sermones, 158, 7.

[7]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 2, a. 1, in c.

[8] Ibíd., I, q. 2, a. 1, ad 1.

[9] Ibíd., I, q. 2, a. 1, in c.

[10] Ibíd., I, q. 12, a. 1, in c

[11] 1 Jn 3, 2.

[12]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 12, a. 1, in c.

[13]C.S. Lewis, El peso de la gloria, en El diablo propone un brindis, Madrid, Ediciones Rialp. 1994, pp. 115-130, p. 120.

[14]Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 2, a. 1, ad 1.

[15] Ibíd., I-II, q. 3, a. 8, in c.

[16] Mt, 5, 8.

[17]Santo Tomás, Lectura al Evangelio de San Juan, c. I, lecc. 11, n. 212.

[18] 1 Jn 3, 2.

[19]Santo Tomás, Lectura al Evangelio de San Juan, c. I, lecc. 11, n. 213.

[20] Ibíd., n. 213.

[21] IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 5.

[22]Idem, Suma teológica, I, q. 12, a. 7, in c.

[23]Idem, Suma contra gentiles, I, c. 5.

[24]Ibíd.

[25] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 162, a. 3, in c.

[26]Jaime Balmes, El criterio, en Obras completas, Madrid, BAC, 1948, , v. III, pp. 537-775, c. 22, n. 19, p. 715. Pone los siguientes ejemplos para ilustrar su tesis: «El sabio se complace en la narración de los prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades; el valiente cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardio su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno» (Ibíd.).

[27]Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 161, a. 2, in c.

[28] JAIME BALMES, Cartas a un escéptico en materia de religión, en Obras completas, op. cit., v. V, pp. 245-455, c. XIII, p. 372.

[29] Ibíd., pp. 372-373.

[30] Ibíd., p. 375.

[31] Ibíd., pp. 375-376.

[32] Ibíd., p. 376.

[33] ÍDEM, El protestantismo comparado con el catolicismo, en Obras completas, op. cit., v. V, c. 34, pp. 343-344.

[34]Idem, Suma contra gentiles, I, c. 5.

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