XL. El antiguo legado de soberbia

El misterio del pecado original 

Decía en 1985, el entonces cardenal Josep Ratzinger: «La incapacidad de comprender y de presentar el “pecado original” es ciertamente uno de los problemas más graves de la teología y de la pastoral actuales»[1].

Sobre la denominada «crisis actual del pecado original» notaba también que: «Esta crisis no es más que un síntoma de nuestra dificultad profunda para aprehender la realidad del hombre, del mundo y de Dios»[2].

Más recientemente, en un artículo de Reforma o apostasía, dedicado al pecado original, José María Iraburu escribía, con la claridad y valentía en su exposición y defensa de las verdades naturales y sobrenaturales, que le caracterizan, que muchos: «Como fieles roussonianos,piensan y enseñan, aunque quizá no se lo creen, que de suyoel hombre es bueno, que es el mundo pecador quien lo malea, y que con el progreso de la educación, la medicina, la política y la ciencia, puede llegarse a un mundo armonioso, generador de una humanidad íntegra y buena, libre de pecado. Pelagianismo puro y duro: Cristo Salvador es innecesario. La Iglesia como “sacramento universal de salvación” es una pretensión ridícula: debe auto-disolverse. Más ciencia y menos religión».

Como ya había indicado en otras ocasiones, el Dr. Iraburu advierte que la «dificultad insalvable», que estos innovadores actuales: «hallan para explicar en sentido católico la naturaleza y transmisión del pecado original se debe a que niegan toda ontología metafísica realista, la única en la que tiene sentido la noción de naturaleza».

Añade que más: «concretamente, el pecado original es otra cosamuy diferente a lo que ellos piensan. Es algo incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturalezade todo el hombre y de todo hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación. Y es un pecado que no tiene remedio humano, que solamente puede ser vencido por gracia sobre-humana, sobre-natural»[3].

Es innegable que el pecado original es algo misterioso, pero observa asimismo Ratzinger que: «Esta verdad cristiana tiene un aspecto misteriosos y un aspecto evidente. La evidencia : una visión lúcida, realista del hombre y de la historia no puede dejar de descubrir la alienación, no puede ocultarse el hecho de que existe una ruptura de las relaciones: del hombre consigo mismo, con los otros, con Dios. Ahora bien, puesto que el hombre es por excelencia el ser-en-relación, una ruptura semejante llega hasta las raíces, repercute en todo»[4].

También se revela su carácter misterioso, porque: «si no somos capaces de penetrar hasta el fondo la realidad y las consecuencias del pecado original, ello se debe precisamente a que tal pecado existe; porque la nuestra es una ofuscación de carácter ontológico, desequilibra, confunde en nosotros la lógica de la naturaleza, nos impide comprender como una culpa que tuvo lugar al principio de la historia pueda traer consigo una situación de pecado común».

A pesar de que sea misterioso el pecado original y que el mismo relato de la Escritura sea «una narración que revela y esconde», nota Ratzinger que:«los elementos fundamentales son razonables y la realidad del dogma queda, en todo caso, salvaguardada».

Concluye, por ello, que: «El cristiano no haría lo que debe por sus hermanos si no les anunciase al Cristo que nos redime ante todo del pecado; si no anunciase la realidad de la alienación (la “caída”) y, a la vez, la realidad de la gracia que nos redime y libera; si no anunciase que para reconstruir nuestra esencia originaria tenemos necesidad de una ayuda exterior a nosotros mismos; si no anunciase que la insistencia sobre la autorrealización, sobre la autorredención, no conduce a la salvación, sino a la destrucción; si no anunciase, en fin, que para ser salvos es necesario abandonarse al Amor»[5].

La sabiduría del hombre primitivo

La «autorrealización», la «autorredención», y la autosalvación suponen el vicio de la soberbia o del «deseo inmoderado de la propia excelencia», y, por tanto, del estar «fuera de la recta razón»[6]. Este el pecado, el primero de la historia humana, que cometieron nuestros primeros padres, porque, según Santo Tomás, su soberbia consistió en desear ser semejantes a Dios.

Precisa el sentido de esta apetencia pecaminosa, al explicar que: «Dos son las especies de semejanza aplicable a Dios. Una es de igualdad absoluta, y ésa no la buscaban los primeros padres, porque a nadie se le ocurre pensar en ella, y menos a los sabios»[7], tal como eran Adán y Eva.

Eran «sabios», porque, además de los cuatro dones preternaturales, dominio, integridad, impasibilidad e inmortalidad –que se transmitirían por naturaleza en la generación, y que, por tanto, hubieran sido comunes a toda la humanidad– al hombre primitivo le fue concedido un don personal llamado sabiduría insigne. Al ser creado recibió por infusión divina una superior ciencia y saber, por su función de padre y maestro de la futura humanidad, ya que no podía haber conseguido tal sabiduría por su esfuerzo. Por esta razón, era un don concedido a título personal e intransmisible a los demás por su naturaleza.

Así parece desprenderse de estas palabras del Génesis: «Después de que el Señor Dios hubo formado de la tierra todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, los llevó ante Adán para que viese cómo los había de llamar (…) llamó Adán por su nombre a todos los animales, a todas las aves del cielo y a todas las bestias de la tierra»[8]. Podía llamarles, porque conocía su significado o esencia.

Santo Tomás justifica la existencia y naturaleza de este don particular utilizando el siguiente principio filosófico: «Por el orden natural, lo perfecto es anterior a lo imperfecto, como, por ejemplo, el acto es anterior a la potencia, puesto que lo que está en potencia no pasa al acto sino por un ser en acto».

Infiere del mismo: «Y dado que las cosas en un principio fueron producidas por Dios, no sólo para que existieran, sino también para que fuesen principios de otras, por eso fueron producidos en estado perfecto, conforme al cual pudieran ser principio de otras».

Para la comprensión precisa de esta tesis, debe tenerse en cuenta que: «el hombre puede ser principio de los demás, no sólo por la generación corporal, sino también por la instrucción y el gobierno».

Se concluye de ello que: «el primer hombre, así como fue producido en estado perfecto en su cuerpo para poder en seguida engendrar, también fue hecho perfecto en cuanto a su alma para que pudiera instruir y gobernar a los otros».

Inferencia, que explica seguidamente al indicar que: «nadie puede instruir sin poseer ciencia. Por lo mismo, el primer hombre fue creado por Dios en tal estado que tuviera la ciencia de todo aquello en que el hombre puede ser instruido. Esto es, todo lo que existe virtualmente en los principios evidentes por sí mismos, es decir, todo lo que el hombre puede conocer naturalmente».

Los conocimientos de Adán infundidos por Dios no sólo eran naturales, sino también de orden sobrenatural, porque: «para el gobierno propio y el de los demás, no sólo es necesario el conocimiento de las cosas que pueden saberse naturalmente, sino de las que superan el conocimiento natural, ya que la vida humana se ordena a un fin sobrenatural, del mismo modo que a nosotros, para gobernar nuestra vida, nos es necesario conocer las cosas de la fe. Por ello, el primer hombre recibió tanto conocimiento de estas cosas sobrenaturales, cuanto le era necesario para el gobierno de la vida humana en aquel estado»[9].

Por ello, como explica el Aquinate en otro lugar: «En el hombre había un doble conocimiento de Dios. Uno con el que lo conocía como los ángeles, en virtud de una inspiración interna, y otro con el que lo conocía como nosotros, mediante las criaturas sensibles. Sin embargo este segundo conocimiento difería del nuestro (…) pues nosotros solo podemos conocer a Dios si llegamos a tener noticia de él desde las criaturas, mientras que Adán consideraba a partir de las criaturas a Dios, que ya le era conocido de otro modo, es decir, por ilustración interna»[10].

Sin embargo, ignoraba el conocimiento de lo creado, que quedaba fuera de la ordenación de su vida, porque no se le había infundido. «Los demás cosas que al por industria natural pueden conocerse ni son necesarias para el gobierno de la vida humana, no las conoció el primer hombre: tales son los pensamientos de los hombres, los futuros contingentes y algunas cosas singulares; por ejemplo, que número de piedrecillas se dan en los ríos y otras semejantes»[11].

Con esta superior sabiduría infusa: «Adán no hubiera progresado en la ciencia de los objetos naturales en cuanto al número de cosas sabidas, sino en cuanto al modo de saber; lo que sabia intelectualmente, lo hubiera sabido después por experiencia. En cuanto a los objetos sobrenaturales, hubiera progresado también en su número mediante nuevas revelaciones al igual que los ángeles progresan por nuevas iluminaciones»[12].

La soberbia del hombre y del ángel

Adán comprendía que por equiparación o igualdad absoluta no podía ser igual a Dios, porque: «Sabía por conocimiento natural que esto es imposible (…) Y aún cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de conservar su ser, que no conservarían si se convirtiese en otra naturaleza, y de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza pueda apetecer el grado de otra naturaleza superior como no desea el asno ser caballo, porque si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería el mismo».

Advierte que a nosotros nos puede parecer posible, porque: «aquí nos engaña la imaginación, porque, debido a que el hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que destruya el sujeto imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es»[13].

El segundo sentido en que se puede desear ser semejantes a Dios es: «el de imitación, que es posible en la criatura respecto de Dios, en cuanto participa, en algún modo de la semejanza con Él. Escribe Dionisio, en el cap. 9 de Los nombres divinos: “Una misma cosa es semejante a Dios y desemejante. Semejante, por la imitación del ser divino: desemejante, por la inferioridad del ser causado, respecto de su causa”. Cualquier bien que existe en las criaturas es cierta semejanza participada del primer bien. Por eso, al apetecer el hombre algún bien espiritual que lo supere desea la semejanza con Dios de un modo desordenado».

Para comprender este deseo o apetito desordenado, añade Santo Tomás que: «Conviene recordar que el apetito se refiere propiamente a cosas que no se poseen, y que el bien espiritual, en cuanto que la criatura racional puede participar de la semejanza divina es triple».

En primer lugar, en la participación: «en el mismo ser de la naturaleza. Y tal semejanza fue impresa por Dios en el hombre, según el Génesis “hizo Dios al hombre a su imagen y semejanza, y del ángel se dice en Ez 28, 12: “Tú, sello de la semejanza”».

En segundo lugar, en la participación: «por el conocimiento. Está la recibió el ángel al ser creado. Por eso, en el pasaje anterior, después de decir “Tú, sello de la semejanza”, se añade: “lleno de sabiduría” (Ez 28, 12)».

Por último, en tercer lugar, en la participación en la actividad o: «potencia operativa. Esta no la poseían ni el ángel ni el hombre, en acto, al principio de su creación, porque ambos les faltaba algo de actividad para llegar a la bienaventuranza».

Puede afirmarse, dada este triple apetición posible: «y que ambos, es decir el diablo y el primer hombre, que desearon de un modo desordenado la semejanza con Dios, ninguno de ellos pecó al desear una semejanza en cuanto a la naturaleza». Comprendían que no era posible ser por esencia, como Dios, sino sólo ser por participación según un grado de naturaleza.

El diablo no pecó igual que el hombre en las otras dos deseos que les parecían posibles. «El primer hombre pecó sobre todo al desear la semejanza con Dios en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y que era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer»[14].

Podría parecer que no es así, porque: «el deseo de ciencia es algo natural en el hombre»[15]. Sin embargo, nota Santo Tomás que: «Desear ser semejantes a Dios, en cuanto a la ciencia, no es pecado, hablando de forma absoluta. Es pecado desearla desordenadamente, desear más de lo que conviene».

También: «secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en el mismo poder operativo, el poder según su propia naturaleza, obrar de modo que consiguiera la bienaventuranza por sus propias fuerzas, como explica San Agustín: “Entró en la mente de la mujer el deseo del poder propio” (Comentario literal al Génesis, XI, c. 30)»[16].

Con ello se asemejó al pecado de soberbia del diablo, en el orden de la actividad que pudo ser: «en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios». En lugar del fin sobrenatural, que conseguía por la gracia de Dios, quiso su propio fin natural.

También pudo ser la apetición del fin sobrenatural, pero sin aceptar la gracia de Dios y conseguirlo por su propio esfuerzo. En esta segunda posibilidad: «Deseo como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia, quiso alcanzarla por la virtud se de su naturaleza y no con el auxilio divino»

No obstante, concluye el Aquinate: «Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios». Tanto si la soberbia de los ángeles rebeldes consistió en obtener la felicidad en el orden de la naturaleza o en el de lo sobrenatural, en las dos posibilidades quería conseguirla con su propio esfuerzo y con el desprecio de la gracia de Dios.

De la sustitución de la gracia por su propio poder siguió el deseo del poder desordenado. De manera que: «De aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios»[17].

A diferencia del hombre: «el diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder, pues comenta San Agustín: “prefirió disfrutar de su poder antes que el de Dios” (De la verdadera religión, c. 13)».

No obstante, los dos pecaron de soberbia y así despreciaron a Dios y a sus auxilios, porque: «ambos quisieron equipararse a Dios en algo: ambos quisieron confiar ensus propias fuerzas despreciando el orden de la norma divina»[18].

La falsa situación del hombre

Escribía el tomista José Torras y Bages que se advierte con frecuencia que los hombres: «Se toman a sí mismos por medida de todo, y así naturalmente no quieren admitir nada que sea más grande que ellos y prescinden de Dios. Este es el pecado original».

Es, por ello, un pecado de soberbia, y, añadía: «El origen de la soberbia es apostatar de Dios, dice el sagrado libro del Eclesiástico (Cf. Eco 10, 14), y de ella vienen, podemos decir, todos los pecados»[19]. Así se afirma seguidamente en el Eclesiástico, al indicar que «el inicio de todo pecado es la soberbia»[20].

Se manifiesta que: «cuando el hombre no quiere reconocer una superioridad, cuando niega que exista un ser superior a él, para él no hay pecado, todo le es lícito, y en su espíritu queda pervertido el conocimiento de todas las cosas».

Como consecuencia, este hombre, por una parte: «está fuera de la Verdad, vive dentro de un horizonte falso, todas las cosas tienen para él una significación diferente y engañosa, llega a menudo entonces aquella situación de el espíritu que hace que el hombre diga bien al mal y mal al bien». Transmuta o invierte el valor del bien.

Sin la verdad, los hombres se quedan a oscuras y entonces: «no solo se quedan a oscuras, sino que caen bajo el imperio de la mentira». Es comprensible, porque: «A oscuras se ven fantasmas. Toman las cosas materiales, las cosas transitorias y corruptibles, los accidentes de la vida, por cosas grandes; como aquel ciego del Evangelio que tomaba los hombres que pasaban a su lado por árboles que caminaban (Cf. Mc 8, 22-26)».

A este grupo de hombres, pertenece: «el rico mundano (que) toma la posesión de la riqueza como la posesión de un gran poder, y no obstante, con ella no se puede alargar una hora de vida, y el Evangelio le dice: si esta noche te piden el alma, ¿para a quien será todo lo que tu has acumulado?»[21].

También incluye este conjunto humano al hombre de ciencia, que: «se cree con una luz intelectual superior al iletrado, y en realidad, sus combinaciones científicas no pasan de un juego de sombras, de apariencias que se desvanecen, y no sabe lo que hay debajo de ellas porque lo que el toca y combina todo se evapora y se reduce a la nada. El nihilismo es el producto de esta ciencia. Esta ciencia, pues, no es una luz verdadera, substancial, es un fuego fatuo, que se aparta así que el hombre se le acerca; quien se conforma con la superficialidad científica, pasa la vida con estas maniobras sin descifrar nunca el enigma que ve en el mundo y siente dentro de si mismo. Y esto no es grandeza»[22].

Igualmente están bajo la oscuridad y la mentira las personas vanidosas. Así, por ejemplo: «La mujer elegante y hermosa, que le parece que con su belleza conquista el mundo, que los hombres admiran y las mujeres envidian, que se pasea ufana creyéndose superior a todos, adulada en todos los sentidos, cantada por los poetas, se cree una reina; pero una viruela u otra enfermedad, o solamente el transcurso de poquísimos años, la dejan que da asco; y entonces comprende que no era tal reina, sino una esclava que depende de otro, y que su superioridad era una mentira que pronto ha quedado al descubierto. Engañaba al mundo y se engañaba a sí misma. De sí, era nada, no tenía el dominio de su propia hermosura».

Por último, puede incluirse a los políticos al grupo de hombres que se encuentran en esta situación, porque: «El hombre de talento político, que sabe dominar y regir las multitudes, que conoce los móviles de las acciones humanas y sabe usarlos y mantener la dignidad y la libertad de un pueblo, dando orden y consistencia a la vida pública, tal vez se creerá un ser superior a los otros, pues sabe dominarlos y regirlos; y, no obstante, estas facultades que posee son prestadas, no son las suyas propias; a la hora menos pensada se encontrará sin ellas. La memoria, la perspicacia del entendimiento, la constancia de la voluntad se desvanecerán; y su superioridad quedará demostrada que no era propia, , sino una posesión precaria que se le ha acabado. No era una grandeza, sino una sombra de grandeza que se ha fundido».

No quiere decirse que todo ello no sea un bien. «Está claro que la riqueza, que la ciencia, que la hermosura, que el poder, que las grandezas que el mundo admira, tienen su objeto y su significación dentro de la complejidad humana; pero no hay que darles más valor del que tienen»[23]. Todas estas cosas tienen un «valor transitorio», tal como enseña la Escritura y la Iglesia, y de las que ya había hablado Platón., y, por ello, pasamos por el mundo como «huéspedes y peregrinos»[24].

Causalidad de la soberbia

Desde esta situación descrita del hombre, se explica el consejo de Tobit a su hijo Tobías: «No permitas jamás que reine la soberbia en tus pensamientos o en tus palabras, porque en ella tuvo principio toda perdición»[25].

Para comprender el pecado de la soberbia, según Torras y Bages, que sigue fielmente la explicación de Santo Tomás, debe tenerse en cuenta que: «A cada criatura racional que envía al mundo dale Dios una misión especial, cada hombre tiene la suya; más hay una que es común a todos, de la cual nadie puede dispensarles, ni el mismo Dios, supremo legislador, porque radica en las entrañas de su ser y es ley esencial de su naturaleza, y es precisamente aquella en busca de la cual el hombre hácese grande o despreciable, enriquécese de virtudes o llénese de vicios que le corrompen hasta los huesos. Es la tendencia a buscar la felicidad, en pos de la cual el hombre toma tan fácilmente un camino por otro»[26].

Con la irrenunciable búsqueda de la felicidad, el hombre no es feliz, porque: «es tan infeliz el estado en que nos dejó el pecado de nuestros primeros padres, que sucede frecuentemente que, buscando el bien, caemos en los mayores males. El que más fuertemente se siente estimulado a alcanzar la felicidad es arrebatado muchas veces por el torbellino y húndese en el abismo; yendo en pos de la excelencia para alcanzar el mérito y la estima venimos a para a ser vergonzosas víctimas de la soberbia»[27].

No es extraño que: «La historia de los grandes desastres reconoce por móvil potentísimo la soberbia; es este vicio el motor de los grandes crímenes de la humanidad. “El inicio de todo pecado es la soberbia” ( Eco., 10, 15).

La naturaleza humana es tan propensa a la soberbia, que todo lo utiliza como medio para satisfacerla. «Es un ídolo al cual sacrifica todas las otras pasiones. Todo lo sacrifica a la soberbia: los sentimientos de familia, la paz y los goces tranquilos, aun la misma propia vida. La sensualidad se rinde a ella, se renuncia a todos los gustos para obtener el supremo gusto de gozarse en la propia excelencia».

Es el fin de todos los pecados y a la vez su origen. Es el más universal o capital de los demás pecados. «El ángel y el hombre sacrificaron su felicidad eterna a la soberbia de ser o a lo menos de parecer tanto como Dios. Los grandes conquistadores, verdugos de la humanidad… los agitadores políticos que cambian con terribles movimientos la faz social… los heresiarcas que corrompen la fe y los cismáticos que dividen la Iglesia… todos en definitiva son otros tantos posesos del demonio de la soberbia, que guía y da fuerza a u acción destructora»[28].

Sobre la máxima universalidad del pecado de la soberbia, en todos los sentidos, que podría calificarse de «trascendentalidad», comenta Torras y Bages: «La primera concupiscencia, la radical, la que empieza a mostrarse como “cabeza de los pecados” (S. Th., II-II, 162, 7,8) en el origen de los tiempos y que hasta en el análisis de las pasiones encontramos que es como el germen de todas ellas, es el deseo desordenado de la propia excelencia, o sea la soberbia. En ella coinciden el primer pecado de los ángeles y el primer pecado de los hombres; toda desobediencia es pecado de soberbia, y en nuestro linaje ella desenfrena la concupiscencia convirtiéndonos a todos en pecadores»

Precisa seguidamente que: «Este instinto o estímulo de la propia excelencia que encontramos en nosotros mismos, está claro que tiene un objeto dentro de nuestra actividad personal; la propia excelencia bien entendida, el honor de una vida digna, la aspiración al mérito personal es en el hombre un motor poderosísimo de virtud; el conocimiento de las excelencias que poseemos, la defensa de la dignidad que nos pertoca, no solamente no son reprobables, sino que son una cosa justa; por eso Santo Tomás, hablando de personas constituidas en autoridad, dice que para ellas “demasiada humildad” (S. Th., II-II, q. 84, a. 1, ad 1) sería viciosa»[29].

La causalidad de la soberbia en todos los pecados se nota en todos los ámbitos o espacios. De ahí, que diga Torras y Bages, que: «aun en un horizonte más limitado, en un círculo más reducido, las perturbaciones en las familias, los íntimos sufrimientos de la mayor parte de los hombres, el origen de su desvío del camino del deber, es la soberbia».

Puede afirmarse, por ello, que: «la fe se pierde por la soberbia; las honestas y modestas y sencillas costumbres se truecan por las sensuales y vanidosas por la soberbia; la política actual está informada de la soberbia, los que se llaman amigos del pueblo buscan hacerse ellos magnates»[30].

La presunción

Torras y Bages, sigue también a Santo Tomás[31], al señalar cuatro especies de soberbia. Escribe, después de explicar la causalidad de la soberbia: «De varias (cuatro) maneras diferentes se nos presenta la soberbia». Y cita el artículo de la Suma teológica sobre estos tipos de soberbia.

El primero sería una primera clase de presunción, la presuntuosidad total: «Creyendo que la excelencia que tiene es propia. Siempre que nos enorgullecemos es porque nos creemos poseedores de algún bien; y como un bien poseído es mayor si lo tenemos por nosotros mismos, de aquí la tendencia a considerar por cosa natural lo que sólo es un beneficio prestado; el sabio o el rico, etc., se portan como si su sabiduría, riquezas, etc. fuesen una propiedad natural de sus personas»[32].

En cambio, nota Torras y Bages que San Pablo nos hace dos preguntas: «¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?»[33]. También Santiago afirma: «Toda dádiva excelente y todo don perfecto es de lo alto; desciende del Padre de las luces»[34].

Comenta después nuestro autor: «Desengaños que sufren los que creen propiedades naturales el bien que tienen. Todo se pierde: los tronos, las riquezas, etc., la sabiduría, etc.»[35].

Si se tiene en cuenta que: «el vicio siempre es irracional» y que, por el contrario, «la virtud es profundamente verdadera», se ve que en la soberbia y, por tanto, en todos sus modos se «recalca en un fundamento falso»[36]. En el primer modo de la presunción: «Cuando el hombre se encuentra dominado por la soberbia, los dones y excelencias que posee con desenfrenado apetito los tiene por propios. Lo que poseemos sin dependencia, con entera propiedad, tiene una excelencia superior; por esto a veces la soberbia nos engaña y nos hace creer propiedad natural de nuestras personas lo que únicamente es una posesión transitoria y sujeta a una voluntad superior. ¿Qué tienes, decía San Pablo, que no hayas recibido? Y si todo se tena dado, añadía ¿Por qué te glorias de ello como si fuese originariamente tuyo?(Cf. 1 Co 4, 7)»[37].

El apoyo de esta presunción en la falsedad queda patentizada, porque: «El reconocimiento reflexivo del vínculo de dependencia, la convicción del carácter transitorio de nuestras excelencias, la experiencia de la vida que nos demuestra continuamente el talento desvanecido en poco tiempo por una afección cerebral, la habilidad en el trato social perdido por cualquier enfermedad física que priva del humor y de la viveza imaginativa, la espléndida belleza de unas facciones y de una formas esculturales que se pasan tan deprisa como una frágil flor, todo demuestra cuanto yerra el hombre al envanecerse en sí mismo y con cuanta razón escribió Aristóteles que todo pecado es un error (Cf. Ética a Nic. III, 6)»[38].

La presunción incompleta

La segunda clase de soberbia es la de una presunción parcial, en cuanto que: «Otras veces el soberbio, convencido de que lo que tiene le ha sido dado, cree entonces neciamente que lo ha obtenido por sus méritos»[39].

En la Suma Teológica, Santo Tomás asume la explicación de San Gregorio Magno[40], al escribir que: «Las dos primeras especie de soberbia son “creerse que los bienes recibidos de Dios los poseemos por derecho propio”, o que al menos los hemos “merecido”»[41].

Al explicar el significado de las dos preguntas de San Pablo citadas, en su Comentario a la primera epístola a los Corintios, indica que: «Es de advertir que aquí toca el Apóstol cuatro especies de soberbia, la primera de las cuales consiste en juzgar que lo que uno tiene no es porque Dios se lo dio (…) La segunda puede reducirse a la primera, pues consiste en atribuir a sus propios méritos lo recibido»[42].

Acerca de esta segunda especie de presunción advierte Torras y Bages que es un «género de soberbia que a veces se encuentra entre las personas espirituales o devotas. Es insoportable considerando que el hombre de sí nada bueno tiene y mucho malo, linaje de perdición, colmado de delitos, incapaz de obra buena»[43].

Sobre el que esta presunción sea «insoportable» indica que: «La ilusión de la soberbia nos hace creer que los dones recibidos, que las perfecciones poseídas nos eran debidas, que corresponden a nuestro mérito, que las poseemos por rigurosa justicia. Esta malicia corrompe a veces a las personas dadas a la vida espiritual y las hace insoportables, porque la evidencia de la gracia, el carácter de don, la procedencia divina, la facilidad de perderla, en ninguna excelencia humana es más notoria que en las que pertenecen al orden sobrenatural».

Es una presunción de la que podría decirse que revela una actitud semipelagiana y hasta pelagiana, porque: «Después del pecado de Adán no hay más que un bien sobrenatural en el mundo: el sacrificio de Jesucristo, que es la humillación, siendo ésta el único camino de la verdadera excelencia humana; y la religión nos enseña, y la experiencia hasta humanamente demuestra que para llegar a la elevación no hay ningún mejor remedio que abajarse, y ya San Jerónimo escribía que la gloria era como las mujeres, que se enamoraba más de los que menos caso hacen de ella y a estos era a quienes solo y constantemente seguía»[44].

Para confirmar su explicación, Torrás y Bages cita seguidamente este versículo de San Pablo: «Con la gracia sois salvados por la fe, y esto no os viene de vosotros, puesto que es un don de Dios, es decir, no viene de las obras, para que nadie se gloríe»[45].

Sobre el mismo escribe Santo Tomás: «”Y esto no viene de vosotros” Manifiesta lo que (San Pablo) había dicho, y primero en cuanto a la fe, que es el fundamento de todo el edificio espiritual (…). Acerca de lo primero cierra la puerta a dos errores. Primero: ya que había dicho que por la fe nos salvamos, pudiese alguno creer que esta fe procedía de nosotros y que a nuestro arbitrio quedaba crecer o no. Por eso dice dando de mano a ese error: “y esto no viene de vosotros”; pues no basta para creer el libre albedrío, ya que las cosas de la fe están por encima de la razón (…) Por consiguiente, de sí no puede tener el hombre, a no dársele Dios, el don de creer».

Sobre el segundo error, explica seguidamente: «que pudiese alguno creer que la fe se nos daba por mérito de las obras precedentes y para cerrar la puerta a este error agrega: “no viene de las obras”, es a saber, anteriores, merecimos este don de salvarnos, porque esto, como ya se dijo es de pura gracia, según aquello de “Sí, por la gracia, luego no por las obras, de otro modo la gracia ya no sería gracia” (Rom 11, 6). Y da la razón de por qué salva Dios a los hombre por la fe sin méritos anteriores: “para que nadie se gloríe” en sí mismo, sino que toda la gloria se refiere a Dios»[46].

Respecto a estos modos de presunción, insiste finalmente Torras y Bages que: «Después del pecado de Adán, únicamente un bien sobrenatural hay en el mundo, y es el sacrificio de Cristo, o lo que es lo mismo, la humillación. Sólo podemos gloriarnos de la humillación. “Dios no permita nunca que yo me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6, 14)»[47].

La jactancia.

El tercer modo de soberbia es la jactancia o el alardear de una cosa o cualidad o de

que no se posee. Con ello, como señala Torras y Bages: «todavía más allá llega la miseria de la soberbia». El soberbio jactancioso: «Gloriase de poseer lo que en realidad no tiene. “Jactarse de poseer lo que no tiene”»[48].

Comenta a continuación: «¡Oh hombre infeliz! Es una especie de calenturiento que toma los sueños por realidades, forjase en su imaginación como poseído lo que es sólo por él deseado. Los mismos hombres se ríen de estos tales; el mundo con sus alabanzas y adulaciones los hincha para después aplastarlos (semejante al demonio que da gustos que matan). El ridículo después los hace entrar en sí mismos, y la amargura más cruel es el desenlace de esta pasión vana»[49].

El modo de la soberbia de jactancia tiene la peculariedad que, como toda soberbia: «siempre va en aumento e hincha al hombre hasta que revienta. Por muchas que sean las perfecciones que se crea poseer, dominado por el deseo desenfrenado de excelencias, se hace imaginarias, sueña despierto, mejor dicho, la fiebre de la soberbia le sube a la cabeza, que se le llena de mil delirios, juzga que posee lo que desea poseer, sus fantasías de grandezas personales se le hacen realidades, y el mundo, maligno como es, le hincha todavía más, le sigue la veta, le llena de adulaciones para hacerle un héroe ridículo y aplastarle, desenlazándose esta pasión desenfrenada de gloria con una cruel amargura y desengaño que hace entrar en sí mismo al infeliz seducido»[50].

El orgullo

Por último, el orgullo, la cuarta especie de la soberbia, que como explica Santo Tomás, con la cita del pasaje de San Gregorio Magno citado: « tiene lugar “cuando uno, despreciando a los demás, desea que todos lo miren”»[51]. Por el vicio del orgullo, el hombre se siente superior a los demás y les muestra desprecio, con alguna de las modalidades del desdén y menosprecio, desde la burla hasta la injuria.

El orgullo va acompañado a veces de la vanidad o vanagloria, el deseo desordenado de la alabanza de los demás. Por ello, nota Torras y Bages, que: «Preséntase muchas veces la soberbia en una forma exterior; el que la tiene, en este caso, más se preocupa de los otros que de sí mismo “Desprecio de los demás, con ansia de que todos nos miren” (S. Th. II-II, q. 162, a 4, in c.). Quiere parecer, ser tenido en aventajada opinión. Y ¿quién hace caso de la opinión del mundo? Para lograr el aplauso de los hombres se vale el soberbio o vanidoso de todos los medios: paga (si es poderoso) una prensa que lo aplauda; sacrifica las comodidades; ¡la mujer, por ejemplo, cuanto sufre, cuánto trabajo para que se la proclame reina de la elegancia! Y no piensan que nada hay más veleidosos que la opinión de los hombres; el mundo es ligero y se cansa de todo; los hombres, lo mismo que las cosas, pasan de moda. No hemos de echar el fundamento de nuestra felicidad en la movediza arena de la opinión mundana, sino en la tranquilidad de la conciencia, en la posesión de la gracia divina»[52].

La vanidad es fruto de la misma soberbia, porque: «El delirio de la propia excelencia, el desenfreno de la soberbia hace que el hombre, no contento en desear la posesión real de la dignidad en sí misma, a menudo convencido de que no la puede alcanzar, busca al menos la opinión de los otros, que el mundo le tenga por grande, por excelente, por sabio, por virtuoso, por rico, por agradable, sin que en realidad tenga ninguna de esas excelencias»[53].

Es indiscutible, que, como añade Torras y Bages: «Y llega a tanto la miseria humana, que a menudo vemos gente que en este punto sacrifica lo verdadero a lo falso, las realidades a las apariencias, hombres que gasten lo que no pueden gastar, familias que se destruyen la posición regular que disfrutaban por querer aparecer ricas, de grado superior al que tenían, de clase más alta delante del mundo; mujeres que pierden la salud y la belleza corporal para parecer más guapas de lo que son; hombre de letras que para fanfarronear gastan su capital intelectual en pompáticas hojarascas de vanas formas para deslumbrar al vulgo, y olvidan la solidez científica»[54].

Advierte seguidamente que no debe pensarse que: «esto sea solamente propio de espíritus flacos, de entendimientos desequilibrados, de gente de poca substancia, porque si se examinan bien las cosas, esta tara la encontramos en nosotros mismos, veremos que en mayor o menor grado también nosotros buscamos la opinión de la valía de nuestras personas en lo externo, en lo material, que nada tiene que ver con el mérito individual del hombre»[55].

En donde más se manifiesta la frivolidad, la superficialidad y la vacuidad es en la vanidad. La extensión de la vanidad es universal, puede afectar a todas las realidades humanas: «hasta de los vicios cuando se vive en un medio vicioso; y en la sociedad mundana que se exime de las leyes de Jesucristo y vive y nada en el mar de las concupiscencias, en la sociedad elegante, en la vida de salón, el que posee la maligna gracia de poner en ridículo al prójimo, que sabe hacer reír a costa de la respetabilidad que todos tenemos derecho de querer conservar, este es un ídolo del mundo y el mismo tiene gran vanidad de poseer una cualidad que le da predominio entre los otros»[56].

El remedio de la humildad

Todas las formas de la soberbia muestran, en definitiva, que siempre el deseo o la pasión «una vez ha quitado el freno de la razón, resulta irracional»[57]. Por ello: «La concupiscencia o deseo desordenado de la propia excelencia ha de ser educada (…) y en esta educación, a la pasión perturbadora convertida en virtud edificante por la activo influjo de la voluntad racional y de la gracia divina, a esta virtud la denominamos humildad»[58].

Para entender lo que es la virtud de la humildad debe tenerse en cuenta que, por permitir otra virtudes conexionadas: «la humildad es abnegación, es generosidad, es ponerse no sobre, sino bajo los otros en todo lo que no es contrario a la verdad, al mérito esencial y eterno; es el íntimo reconocimiento del ser de criatura: es decir, la convicción de que lo que se posee no es propio, sino dejado y que, por consiguiente, el poseer no es más excelente que el no poseer, sino mayor deuda y más gran obligación hacia Aquel de quien proceden todos los dones y excelencias humanas»[59].

De la virtud de la humildad puede decirse que es «la más racional» y sin embargo «la más rara de las virtudes». Por requerir la gracia de Dios, que sane la naturaleza humana herida por el pecado original, es una virtud: «totalmente cristiana y fuera del cristianismo es imposible encontrarla».

Manifiesta Torras y Bages que: «parece extraño que, consistiendo en la verdad sea tan difícil». Todavía puede parecer más extraña la concepción tomista de la humildad, que supone «el carácter racional y exacto de esta virtud, cuando se lee más de una vez y más de un santo que se tenía a sí mismo por un ser abominable, por un monstruo, por digno de condenación eterna; y, no obstante, este bajo concepto de sí mismo nacía de la verdad, de que la luz de la verdad eterna dando en aquellas almas, traspasando con su claridad, hace visibles las más pequeñas manchas espirituales de la conciencia, como el sol entrando por un postigo nos muestra el aire más puro como turbio y lleno de átomos»[60].

Una muestra clara y profunda de esta observación se puede encontrar en la extensa y detallada autobiografía de Laura Montoya (1874-1949). Por ejemplo, cuenta la santa colombiana, canonizada por el papa Francisco el 12 de mayo de 2013, que durante unos ejercicios espirituales, en 1895, se sentía reprobada. «Era Dios tan bueno para mi como antes, y su justicia era mi embeleso y precisamente ésta era la que reclamaba mi condenación y yo como que consentía en ello porque me importaba más el honor de ella que mi felicidad (…) La vista de mis pecados no era muy distinta o concreta; pero la de merecer el infierno sí era intensa y distinta»[61].

Días después confiesa que al cesar este dolor recuperó la paz y: «vuelto el equilibrio de mi alma, quedé con un dolor calmado pero intenso de mis propios pecados. Me parecían tan dolorosos y tan grandes…»[62].

Confiesa que además era consciente de su «ingratitud con Dios», por «las gracias que Él me ha concedido», a las que «se debe una correspondencia proporcionada» y, sin embargo «no la ha habido».

Se comprende su actitud, y la de otros santos, con la siguiente confidencia, que hace seguidamente: «Cuantas veces, pensando en esta casi infinita ingratitud y miseria propia, que merece el desprecio de todos, si la pudieran conocer, he querido medir la misericordia de Dios y me he perdido en ella. Un día, llevando esta situación de mi alma, en un arranque de agradecimiento, le dije a Dios: ¿si vuestra misericordia fuera un punto menos que infinita, qué hiciera? no tuviera mi alma ni un rayo de esperanza! Esta frase la he convertido en jaculatoria favorita que me sale del fondo del alma. Los hombres (…) no tienen misericordia infinita. Si fuera capaz de algo infinito, eso sería mi miseria»[63].

Hay una segunda razón, aporta Torras y Bages, que explica que no es falsa humildad esta actitud de: «detestación de sí mismo de que estando aquellas almas selectas fuertemente enamoradas de la perfección infinita de Dios, lo que contrasta con esta perfección, por pequeño que sea, no les resulta pequeño, sino muy grande, y la más pequeña imperfección que encuentran en sí mismos les causa una repugnancia insoportable; es decir, que esta gran humildad de los santos nacía de una sublime posesión de la verdad, de una identificación con Ella, la cual hace naturalmente rechazar todo aquello que la contraria; nacía de la ley del contraste, era un efecto de perspectiva interna»[64].

Sostiene Torras y Bages que la humildad es el remedido a todo tipo de soberbia, al concluir: «Este coloso queda destruido con facilidad considerando el hombre: a) la propia flaqueza. “¿Por qué se ensorbece la tierra y la ceniza?” (Eclo. 10, 9); b) la grandeza divina “¿Qué vuelves contra Dios tu espíritu…?” (Job 15, 13); c) la imperfección de las obras de que nos envanecemos (“Toda carne es heno y toda su gloria es como flor del campo” (Is 40, 6); “como un paño, el más hediondo, son todas nuestras justicias”(Is 64, 6)»[65].

Eudaldo Forment



[1] Card. Joseph Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la fe, Madrid, BAC, 1985, p. 87.

[2] Ibíd. p. 89.

[3]JOsé María Iraburu, Reforma o apostasía, (331). Pecado, 3. El pecado original, Blog de «Infocatolica», 27, 07, 2015.

[4]Joseph Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la fe, op. cit., pp. 89-90.

[5] Ibíd., p. 90.

[6] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 162, a. 3, in c.

[7] Ibíd., II-II, q. 163, a. 2, in c.

[8] Gen 2, 19-20.

[9] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 94, a. 3, in c.

[10] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 18, a. 2, in c.

[11] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 94, a. 3, in c.

[12] Ibíd., I, q. 94, a. 3, ad 3.

[13]Ibíd., I, q. 63, a. 3, inc.

[14] Ibíd., II-II, q. 163, a. 2, in c.

[15] Ibíd., II-II, q. 163, a. 2, ob. 2.

[16]Ibíd., II-II, q. 163, a. 2, in c.

[17]Ibid., I, q. 63, a. 3, in c

[18]Ibíd., II-II, q. 163, a. 2, in c.

[19] JOSEP TORRAS I BAGES, El camino de la grandeza, en ÍDEM, Obres completes, I-VII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915; y VIII-X, Barcelona, Foment de Pietat Catalana, 1925-1927, vol. IX, pp. 31-62, p. 38.

[20] Eco 10, 15.

[21] JOSEP TORRAS I BAGES, El camino de la grandeza , op. cit., p. 39.

[22] Ibíd., pp. 39-40.

[23] Ibíd., p. 40.

[24] Ibíd., pp. 40-41.

[25] Tob 4, 14.

[26]JOSEP TORRAS I BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, en ÍDEM, Obres completes, op. cit., vol. X, pp. 622-645, p. 623.

[27] Ibíd., pp. 622-623.

[28] Ibíd., p. 624.

[29] ÍDEM, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, en IDEM, Obres completes, op. cit., vol. VII, pp. 391-473, p. 398.

[30] IDEM, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., p. 624.

[31] Cf. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 162, a. 4, in c.

[32] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., pp. 624-625.

[33]1 Cor 4, 7.

[34]St 1, 17.

[35] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., 625.

[36] ÍDEM, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., p. 398. Torras y Bages refiere aquí la conocida afirmación de Santa Teresa: «La humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas del castillo interior, «Sextas moradas», 10, 8, en IDEM, Obras completas, Madrid, BAC, 2006, p. 562).

[37] Ibíd., pp. 398-399.

[38] Ibíd., p. 399.

[39] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., 625.

[40] SAN GREGORIO MAGNO, Moralium libri, l. XXIII, c. 6.

[41] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 162, a 4, in c.

[42] IDEM, Comentario a la primera epístola a los Corintios, lect. II

[43] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., 625.

[44] ÍDEM, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., p. 399.

[45]Ef 2, 8

[46] SANTO TOMÁS, Comentario a la epístola a los efesios, c. II, lec, 3.

[47] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., p. 625.

[48] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 162, a 4, in c

[49] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., p. 625.

[50] IDEM, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., p. 399.

[51] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 162, a 4, in c.

[52] JOSÉ TORRAS Y BAGES, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., pp. 625-626.

[53] IDEM, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., pp. 399..

[54] Ibíd., pp. 399-400.

[55] Ibíd., p. 400.

[56] Ibíd., p. 401.

[57] Ibíd., p. 400.

[58] Ibíd., p. 402.

[59] Ibíd., p. 403.

[60] Ibíd., p. 402

[61] LAURA MONTOYA UPEGUI, Autobiografía de la Madres Laura de Santa Catalina o Historia de las misericordias de Dios en un alma, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, p. 125.

[62] Ibíd., p. 126.

[63] Ibíd., p. 135.

[64] JOSÉ TORRAS Y BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, op. cit., p. 402.

[65] IDEM, Sermons a Comunitas Religiosas, Cuaresma de 1884, op. cit., p. 626.

1 comentario

  
María
Ayer lo leí por vez primera: Lo imprimo para no traspapelarlo. Pone el dedo en muchas llagas.
Muchas gracias
06/05/16 1:22 PM

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