15.07.11

(144) La Cruz gloriosa –VIII. La devoción a la Cruz. 4

–¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!

–Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.

El coro de la Tradición cristiana, a lo largo de los siglos, continúa cantando con muchas voces diferentes un mismo canto de gloria, gratitud y alabanza a la Cruz de Cristo.

San Gregorio Nacianceno (+390)

Amigo de San Basilio y monje como él, fue obispo de Constantinopla, llamado «El Teólogo».

«Vamos a participar en la Pascua… Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni cor­deros con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de ala­banza sobre el altar del cielo, unidos a los coros celestiales…

«Inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz.

«Si eres Simón Cireneo, toma tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con él como un ladrón, confía en tu Dios como el buen ladrón. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si tú estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que fuera muera el murmurador con sus blasfemias.

«Si eres José de Arimatea, reclama su cuerpo a quien lo crucificó y haz tuya la expiación del mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el cuerpo y úngelo con ungüentos. Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra quitada y verás quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús».

(Sermón 45, 23-24: MG 36, 654-655: leer más > LH sábado V Cuaresma).

San Juan Crisóstomo (+407)

Nacido en Antioquía, monje, gran predicador, obispo de Constantinopla, Doctor de la Iglesia, es desterrado por combatir los errores y los pecados de su pueblo, especialmente de la Corte imperial, y muere en el exilio.

«¿Quieres saber el valor de la sangre de Cris­to? Remontémonos a las figuras que la pro­fetizaron y recorramos las antiguas Escrituras. “Inmolad, dice Moisés, un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa” [Ex 12,5.7]. ¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional ¿puede salvar a los hombres dotados de razón? “Sin duda, responde Moisés: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor”…

«¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Se­ñor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evan­gelio, “uno de los soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre” [Jn 19,34]: agua, como símbolo del bau­tismo; sangre, como figura de la eucaristía… Con estos dos sa­cramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Es­píritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva».

(Catequesis 3,13-19: SC 50, 174-177: leer más > LH Viernes Santo).

San Gaudencio de Brescia (+410)

De este santo Obispo de Brescia se conservan 21 sermones, varios de ellos, preciosos, sobre la Pascua sagrada de nuestro Señor Jesucristo.

«El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del Nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz… Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el ca­mino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él…

«Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrum­pidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacer­dotes en cada una de las iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca, recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.

«Los que acabáis de libraros [por el bautismo] del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compar­tid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos».

(Tratado 2: leer más > LH jueves II Pascua).

San Agustín (+430)

Norteafricano de Tagaste, durante treinta y cuatro años obispo de Hipona, gran Doctor de la Iglesia. Su teológica y mística elocuencia se eleva en la contemplación del sacrificio eucarístico de Cristo, del que predica muchas veces en sus escritos y homilías.

–«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que “no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros”, que éramos impíos [Rm 8,32]!…Por noso­tros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisa­mente por ser víctima. Por nosotros se hizo ante ti sacer­dote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.

«Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está “sentado a tu diestra y que intercede por nosotros” [Rm 8,34]; de otro modo desesperaría… Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos” [cf. Rm 14,7-9].He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado… Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséña­me y sáname. Tu Hijo único, “en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer” [Col 2,3], me redimió con su sangre»

(Confesiones 10,32,68-70: CSEL 33, 278-280: leer más > LH Viernes XVI T. Ordinario).

–«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los fieles, si por ellos, el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de aquellos hombres que él mismo había creado?… ¿Quién dudará que a los santos pueda dejar de darles su vida, si él mismo entregó su muerte a los impíos?… Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres.

«Porque ¿quién es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: “en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre noso­tros” [Jn 1,1]. El no poseería lo que era necesario para morir por nosotros si no hubiera tomado de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir. Así pudo dar su vida a los morta­les: y hará que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se había hecho participe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos posibilidad de vivir, ni él por la suya, posibilidad de morir. Él hizo, pues, con nosotros este admirable intercambio, tomó de nuestra naturaleza la condición mortal y nos dio de la suya la posi­bilidad de vivir.

«Por tanto, no sólo no debemos avergonzar­nos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de confiar en ella con todas nues­tras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de todo: pues al tomar de nosotros la muerte, que en nosotros encontró, nos prometió con toda su fidelidad que nos daría en sí mismo la vida que nosotros no podemos llegar a poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó hasta tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de darnos lo que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos los premios de los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el castigo que los inicuos le infligieron?

«Confesemos, por tanto, intrépidamente, her­manos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagá­moslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo… “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” [Gal 6,14]»

(Sermón Güelferbitano 3: MLS 2, 545-546: leer más > LH Lunes Santo).

«Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Por­que, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Se­ñor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios…

«Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, solo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices –cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: “para mí lo bueno es estar junto a Dios” [Sal 72,28]–, resul­ta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, toman­do la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.

«Por esto, nos exhorta el Apóstol a que “ofrezcamos nues­tros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable”, y a que “no nos confor­memos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu” [Rm 12,1-2]…Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de mu­chos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este mis­terio es celebrado por la Iglesia en el sacramen­to del altar, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.

(Ciudad de Dios 10,6: CCL 47, 278-279: leer más > LH Viernes XXVIII T. Ordinario).

«Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo… Porque …si [los sufrimientos] solo le perteneciesen a él, solo a la cabeza, ¿con qué razón dice el apóstol Pablo: “así completo en mi carne los dolores de Cristo” [Col 1,24]?…

«Lo que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de sufrimien­to a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos. Cada uno de nosotros aportando a esta especie de contribución común lo que debemos de acuerdo a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos».

(Comentarios sobre los salmos 61, 4: CCL 39, 773-775: leer más > LH 12 mayo).

San Cirilo de Alejandría (+444)

Monje, obispo de Alejandría, gran defensor de la fe católica, especialmente contra los nestorianos. Presidió el concilio de Éfeso (431, ecuménico IIIº), donde se profesó la fe en la Santísima Virgen María como «theotokos», Madre de Dios. Es Doctor de la Iglesia.

«Por todos muero, dice el Señor, para vivi­ficarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído. Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descen­dencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos…

«Si Cristo no se hubiera entregado por noso­tros a la muerte, él solo por la redención de todos, nunca hubiera podido ser destituido el que tenía el dominio de la muerte [el diablo], ni hubiera sido posible destruir la muerte, pues él es el único que está por encima de todos. Por ello se aplica a Cristo aquello que se dice en el libro de los salmos, donde Cristo aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: “tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo dije: aquí estoy” [Sal 39,7-8; Heb 10,5-7].

«Cristo fue, pues, crucificado por todos noso­tros, para que habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era, en efecto, imposible que la vida muriera o fuera some­tida a la corrupción natural. Que Cristo ofre­ciese su carne por la vida del mundo es algo que deducimos de sus mismas palabras: “Pa­dre santo, dijo, guárdalos”. Y luego añade: “Por ellos me consagro yo” [Jn 17,11.18].

«Cuando dice consagro debe entenderse en el sentido de “me dedico a Dios” y “me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad”. Pues según la ley se consagraba o llamaba sagrado lo que se ofrecía sobre el altar. Así Cristo entregó su cuerpo por la vida de todos, y a todos nos devolvió la vida».

(Sobre el evangelio de San Juan 4,2: MG 73, 563-566: leer más > LH sábado III Tiempo Pascual).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

8.07.11

(143) La Cruz gloriosa –VII. La devoción a la Cruz. 3

–Qué cosas dicen de la Cruz tan preciosas…

–Llevan grabada en el corazón la Cruz de Cristo, y de la abundancia del corazón habla la boca.

Continúotranscribiendo textos de la Tradición cristiana sobre la cruz de Cristo y la de los cristianos. Meditando estos escritos, crezcamos en el conocimiento y en el amor de Cristo, y de Cristo crucificado; y reparemos por quienes hoy olvidan y falsifican el misterio de la Cruz.

–Anónimo

El sacrificio pascual de Cristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es desde el principio de la Iglesia el centro de la vida cristiana personal y comunitaria.

«Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que la vida empezó para él en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Cristo se inmoló por nosotros… y reconocemos que la vida nos ha sido devuelta por este sacrificio. Quien llegue al conocimiento de esto debe esforzarse en vivir de esta vida nueva y no pensar ya en volver otra vez a la antigua, puesto que la vida antigua ha llegado a su fin».

(Homilía pascual de un autor antiguo, PG 59,723-724: leer más > LH, lunes II de Pascua).

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30.06.11

(142) La Cruz gloriosa –VI. La devoción a la Cruz. 2

–¿Otra vez iniciamos una serie de artículos?… Y sobre la Cruz.

–Mis lectores no se cansarán de oír hablar de la Cruz de Cristo, pues en ella tienen puesto el corazón.

La devoción a la Cruz, a Cristo crucificado, a la Pasión de Cristo ha sido desde el comienzo de la Iglesia una de las coordenadas principales de la espiritualidad cristiana. Hoy, sin embargo, es ésta una dimensión espiritual olvidada por muchos cristianos, e incluso impugnada por algunos, como ya vimos (139). Por eso quiero exponer en varios artículos, siguiendo un orden cronológico, una antología de textos, tomados muchas veces de la Liturgia de las Horas. Nos ayudarán a vivir como el apóstol San Pablo: concrucificados con Cristo, predicando a Cristo crucificado, y gloriándonos solamente en la Cruz del Señor.

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20.06.11

(141) La Cruz gloriosa –V. La devoción cristiana a la Cruz. 1

–«En la cruz está la vida y el consuelo,

–y ella sola es el camino para el cielo».

Es una gracia de Dios muy grande entender y vivir que toda la vida cristiana es una participación continua en el pasión y la resurrección de Cristo, como ya vimos (140), y que todo lo que integra esa vuda –el bautismo, la penitencia, la eucaristía, la penitencia, el hacer el bien y el padecer el mal–, todo forma una unidad armoniosa, en la que unas partes y otras se integran y potencian mutuamente, teniendo siempre al centro, como fuente y plenitud, la pasión y resurrección de Cristo (Vat. II: SC 5-6). Y sin embargo…

–Hoy son muchos los cristianos que en uno u otro grado se han hecho «enemigos de la Cruz de Cristo» (Flp 3,18), de la cruz de Cristo y de la cruz de los cristianos, que es la misma.

En nuestro tiempo hay una alergia morbosa al sufrimiento. Los mismos psiquiatras y psicólogos, como F. J. J. Buytendijk, estiman que se trata de un mal de siêcle de la humanidad actual:

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11.06.11

(140) La Cruz gloriosa –IV. La Cruz en los cristianos. y 2

–¿Y cómo participamos nosotros de la Cruz de Cristo?

–Lea con atención y conozca la verdad, aunque solo sea de oídas.

Toda la vida cristiana es una continua participación en la Cruz y en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cada instante de vida sobrenatural cristiana es pascual: está causado por el Espíritu Santo, que por la gracia nos hace participar en la muerte y en la vida del Misterio pascual de Cristo. Sin tomar la cruz, no podemos seguir a Cristo, no podemos ser cristianos. Sin participar de su Pasión, no podemos ser vivificados por su Resurrección. Merece la pena que consideremos esta realidad central de la espiritualidad cristiana en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia, –el bien que hacemos, –el mal que sufrimos, y también en –las penitencias voluntariamente asumidas por mortificación. Así es como participamos de la Cruz vivificante de nuestro Señor Jesucristo.

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