(584) Evangelización de América, 90. -Norte de América, 3. -Otros santos del Norte de América

 –La evangelización del Norte de América tuvo muchos misioneros santos.

–Muchos de ellos fueron mártires.

 

–Los misioneros capuchinos y franciscanos

Los capuchinos, unos pocos, que llegaron en 1632 hubieron de regresar a Europa. Otra expedición, conducida por el padre Pacífico de Provins, veterano misionero del Próximo Oriente, reunió en 1642 siete capuchinos al cuidado pastoral de varias estaciones de colonos. El padre Baltasar de París entró a los indios, y en 1648 había ya un grupo misionero de 12 sa­cerdotes y 5 hermanos. Pero en 1654, con el ataque de los puritanos ingle­ses, terminó la misión capuchina, que duró 22 años.

Los franciscanos, vetados por la Sociedad comercial que controlaba la zona, no pudieron misionar en la Nueva Francia hasta 1671, cuando la ci­tada Sociedad fue suprimida, y la colonia pasó a depender de la corona francesa. Asumieron el cuidado pastoral de Trois-Rivières, isla Percée, en el golfo de San Lorenzo, y Fort Frontenac, en el lago Ontario. Abrieron noviciado en Quebec. También ellos, como los jesuitas, tuvieron varios mártires en sus misiones.

Varios franciscanos llegaron en 1680 al río Illinois. Poco después el padre Gabriel de la Ribourde moría en manos de los kikapus. En 1687 el padre Zenobio Membré moría también avanzando hacia Texas. El padre Nicolás Delhalle fue asesi­nado por los ottawas en 1706. El padre Leonardo Vatier fue muerto por los indios de Wisconsin en 1715. El padre Juan Martínez fue asesinado en 1720 por los indios de Missouri, en la Luisiana superior…

En el siglo XVII, en los años más duros de las misiones de la Nueva Francia, cuando aquellos santos jesuitas y otros religiosos misioneros sufrían atroces martirios, vivían en Quebec dos grandes santos: una monja de clausura y un obispo; y junto a Montreal una santa india. Recordemos la vida de los tres.

 

Siglo XVII

+Santa María de la Encarnación (1599-1672)

En 1599 nació  María Guyart, de familia humilde, en Tours, Francia, y a pesar de sentir muy pronto la vocación religiosa, fue en 1617 dada en matrimonio al comerciante Claudio Martin, que murió a los dos años, dejándole un hijo, también llamado Claudio.Y aunque todavía hubo de trabajar un tiempo como administradora de una empresa de su cuñado, ya en 1621 hizo voto de virginidad perpetua. En esos mismos años, de traba­jos y ajetreos, tuvo notables visiones de la Trinidad y del Verbo encarnado. Y recibió en 1627 la gracia mística del matrimonio espiritual. En 1631 ingresó, por fin, en las Ursulinas de Tours, en donde su vida mística al­canzó más altos vuelos.  Ella se veía devorada por la sed de ver la sangre de Cristo aplicada a la salvación de los hombres, y así escribe:

«Entre los 34 y 35 años entré en el estado que me había sido mostrado en precedencia, y del cual estaba como a la espera. Mi cuerpo estaba en nuestro Monasterio, pero mi espíritu, que estaba ligado al espíritu de Jesús, no podía permanecer encerrado, antes, al contrario, me llevaba a la India, al Japón, a las Américas, al Oriente, al Occidente… por toda la tierra habitada donde había almas racionales que veía pertenecer todas a Jesús. Veía a los demonios triunfar sobre aquellas pobres almas, robándolas al Reino de Jesucristo, que las había rescatado con su preciosísima sangre… Entonces me volvía celosa, abrazaba a todas esas pobres almas, y las presentaba al Eterno Padre, recordándole que era el momento de hacer justicia en favor de mi Esposo».

En 1639, con la joven María de San José, pasó a las Indias para fundar en Quebec. Guardando allí clausura conventual, fue desde entonces el alma de las misiones en la Nueva Francia. Son años de altísima vida mística, reflejada en admirables escritos y en miles de cartas. María de la Encarnación, en medio de guerras y revueltas, incertidum­bres y martirios, avances misionales y retrocesos, fue como el corazón de la Iglesia na­ciente, ayudando a unos, aconsejando a otros, y animando a todos.

Para entrar mejor en la vida misional, aprendió pronto las lenguas nativas, el iroqués, el montañés, el algon­quino y el hurón. En 1661-1662 compuso un catecismo hurón, preparó catequistas algonquinos y escribió un amplio diccionario iroqués. Uniendo a la oración y a la penitencia su palabra encendida, convertía con la gracia de Dios a las per­sonas, llamándolas a perfección. Su mismo hijo Claudio llegó a ser un excelente benedic­tino, y escribió más tarde la biografía de su madre (París 1677).

En una ocasión confesaba la Beata: «Gracias a la bondad de Dios, nuestra vocación y nuestro amor por los indígenas jamás han disminuido. Yo los llevo en mi corazón e intento, muy dulcemente, mediante mis oraciones, ganarlos para el cielo. Existe siempre en mi alma un deseo constante de dar mi vida por su salvación» (Herencia 528).

María de la Encarnación murió en 1672 con gran fama de santidad. De­clarada venerable en 1911, fue beatificada en 1980, como «Madre de la Iglesia católica en el Canadá» (AAS 73,  1981, 255). Fue canonizada por el papa Francisco en 2014.

 

+San Francisco Montmerency-Laval (1623-1708)

De la familia Montmerency-Laval, una de las más distinguidas de Francia, nació Francisco en 1623, en Montigny-sur-Avre. Educado en los jesuitas de La Flèche, recibió la tonsura, pero a la muerte de su padre, aún tuvo que ocuparse de los asuntos y negocios de los suyos, como cabeza de familia. Ordenado sacerdote en 1647, fue designado archidiácono de Évreux, donde el obispo era tío suyo. Cuando en 1653 fue nombrado vica­rio apostólico de Tonkín, en Indochina, el viaje era imposible, y se retiró cuatro años al Hermitage, en una escuela de espiritualidad abierta por Juan de Barnières.

Su vida misionera se inició en 1658, año en que fue designado vicario apostólico de la Nueva Francia y obispo titular de Petra. Llegó a Quebec al año siguiente, y en treinta años desarrolló una formidable actividad apostólica, organizando aquella Iglesia incipiente, luchando contra las tendencias galicanas de los gobernadores y defendiendo a los indios. A él se debe el Seminario de Quebec –universidad Laval, desde 1852–, y la erección de la diócesis en 1674, de la que fue primer obispo. Los últimos años de su vida los pasó retirado en el Seminario, donde murió en 1708 a los ochenta y cinco años.

Venerable desde 1960, y beatificado en 1980, «fue en Canadá lo que San Agustín en Bretaña, San Bonifacio en Germania, o Cirilo y Metodio en los pueblos eslavos» (AAS 73,1981, 256).. Canonizado por el papa Francisco en 2014.

 

+Santa Catalina Tekakwitha (1656-80)

Junto al río Hudson, en el estado actual de Nueva York, los holandeses fundaron en 1623 Fort Orange, que pasó al año siguiente a manos de los ingleses, con el nombre de Albany. Cerca de esta localidad, estaba Osser­non, donde en 1656 nació Kateri Tekakwitha de padre iroqués pagano y madre angolquina cristiana. Su nombre significaba «la que pone las cosas en or­den».

Catalina Tekakwitha, huérfana desde muy niña, fue recogida por un tío suyo, jefe de los mo­hawks. En la epidemia de 1660 contrajo la viruela, que desfiguró su rostro y disminuyó su vista. Conoció a los misioneros católicos en 1675 y al año siguiente fue bautizada, con el nombre de Catalina, por el jesuita Jacobo de Lamberville. Amenazada por su tío pagano, hubo de escaparse, caminó 200 millas por la nieve, y llegó a refugiarse en la misión de San Francisco Javier, cerca de Montréal, donde hizo la primera comunión.

Allí, en la familia que le hospedaba, llevó una vida laboriosa, servicial y humilde. Practicó duras penitencias y oraba largamente en el bosque, ante la cruz que había trazado en la corteza de un árbol. Inocente desde niña, hizo voto de virginidad en 1679, y murió al año siguiente, a los veinticuatro años. En 1943 fueron declaradas heroicas sus virtudes, y en 1980 fue beatifi­cada esta «flor primera de los indios» del norte de América (AAS 73, 1981, 256). La que fue llamada «el lirio de los mohawks» fue canonizada por Benedicto XVI en 2012.

 

–Siglo XVIII

La colonias francesas se fueron desarrollando más y más por los Gran­des Lagos, el Mississippi y las costas de la bahía del Hudson, zonas reco­rridas por los misioneros, los comerciantes y los «coureurs de bois», nombre que se daba a los tra­tantes en pieles. Al mismo tiempos, las colonias inglesas iban acogiendo en las costas del Atlántico más y más inmigrantes, no sólo de ingleses, sino también de irlandeses, escoceses, alemanes y otros europeos. ..

Las tensiones entre franceses e ingleses, en las que se involucran nacio­nes indias más o menos aliadas, acaban estallando en 1756 en la guerra de los Siete Años, cuyos efectos fueron decisivos. Cincuenta mil soldados ingleses, ayudados por los iroqueses, tras una guerra atroz, acaban elimi­nando casi por completo a los franceses. El Tratado de París, en 1763, pone fin a la presencia de Francia en América como potencia civilizadora y evangelizadora.

Esto supone un golpe muy duro para la acción misionera de la Iglesia Católica en el Norte de América. Cuando en esos años la colonia pasó a manos inglesas, las nuevas autoridades impusieron a los religiosos ciertas restricciones, como la de no recibir más novicios. Así, por ejemplo, en 1764 había en Canadá 22 franciscanos, de los cuales al menos 4 misionaban entre los indios abenakis, ottawas y hurones. Posteriormen­te, la misión franciscana se extinguió poco a poco. Sólo en 1890 regresaron los religiosos de San Francisco, y desde 1927 formaron provincia propia en la Orden.

Tanto los puritanos como los católicos eran perseguidos en la Inglaterra del XVI por sus creencias religiosas, y en América del norte buscaron una tierra de refugio. En 1634 se fundó una colonia para los católicos, Ma­ryland, la tierra de María, y su capital, Baltimore, fue la primera sede episcopal de lo que había de ser Estados Unidos. De todos modos, la Co­rona inglesa limitó y controló la emigración de fieles y sacerdotes católicos a sus colonias americanas, y en el nuevo mundo los católicos fueron objeto durante largo tiempo de persecuciones, injusticias y marginaciones, hasta el punto de que llegó a prohibirse la celebración de la misa en todas las colonias.

Fue Maryland «la primera colonia en la que los ciudadanos tenían la libertad de practicar la religión de su elección sin padecer persecuciones del Estado» (Herencia 527). Todo eso explica que durante mucho tiempo los católicos, luchando por sobrevivir, apenas pudieron empeñarse en un trabajo misionero entre los indios.

Por otra parte, como he dicho, cesa en 1763 con el Tratado de París la presencia de Francia en América del norte, y con ella casi desaparece toda acción misionera entre los indios. Justamente es entonces cuando las Trece Colonias británicas, ávidas de tierras y de oro, van a ir eliminando progresivamente los diversos pueblos indios. Aunque en 1763 el gobierno inglés prohibe el avance de los colonos más allá de los Apalaches, recono­ciendo que los territorios del Oeste pertenecen a las naciones indias, el empuje de los colonos hacia el Oeste resulta incontenible. Shawnees y cherokees son expulsados de Kentucky y Tennessee.

Además, la rebelión de los colonos americanos contra el gobierno britá­nico, iniciada en 1775, termina en 1783 con el Tratado de Versalles, en el que se reconoce la independencia de los Estados Unidos de América del Norte. La joven nación, afirmándose aún más en sí misma, acentúa sus aspiraciones territoriales, e impulsa con mayor fuerza el sometimiento o la eliminación de los pueblos indios. En 1784 los iroqueses han de ceder sus tierras de Ohío y del sur de los Grandes Lagos. En ese mismo año, el general Wayne destruye la gran confederación guerrera formada por delewares, ottawas, potawa-tomis, miamis, shawnees, chippewas y wyan­dots (hurones).

Con todo esto, la puerta a la colonización del lejano Oeste, Far West, queda abierta más y más al empuje incontenible de las caravanas de colo­nos pioneros. Los colonos se apoderan de praderas y bosques, excavan po­zos, establecen molinos y serrerías, construyen cercados para el ganado, en tanto los indios retroceden desmoralizados ante la incontenible avidez posesiva y laboriosa de los blancos.

 

+Santa Margarita de Youville (1701-71)

Los Obispos de los Estados Unidos, en su citada carta pastoral (Herencia…), ponen de relieve que en la evangelización de su país, además de los misioneros famosos, hay que recordar a «millones de personas que han transmitido la fe de una generación a otra en el seno de la familia. El crecimiento me­teórico de la Iglesia en nuestro país es debido, en gran parte, a la inmi­gración masiva de católicos latinos o pertenecientes a ritos orientales, que han conservado su fe y, a su vez, la han transmitido a sus hijos… Todo lo que han vivido estos evangelizadores familiares –estos padres e hijos, estos abuelos y padrinos– no debe ser olvidado» (Fernández-Flórez, La herencia española… 531). Concre­tamente, algunas santas madres de familia –como María de la Encarna­ción, Margarita de Youville, Isabel Seton, por ejemplo–, fueron más tarde alzadas por la Iglesia a los altares de la veneración cristiana.

   Santa Margarita de Youville nace en 1701 en Varennes, entre Quebec y Mon­treal, junto al majestuoso río San Lorenzo, de la familia noble Dufrost de Lajemmerais. Huérfana de padre a los siete años, la familia quedó en la ruina, y ella hubo de pasar por grandes trabajos. La mayor de sus penalidades fue sin duda su matrimonio con Francisco de Youville, mujeriego, contraban­dista de alcohol con los indios, y que apenas supo cuidar de los hijos que tuvieron.

Por fin, una vez viuda, pudo, bajo la dirección de los sulpicianos, entregarse con celo ilimitado al cuidado de los pobres, que eran muchos en aquellos años: inválidos, emigrantes sin fortuna, ancianos, enfermos, de­sarraigados. En 1738, con algunas compañeras, inicia la primera funda­ción religiosa canadiense, las Hermanas de la Caridad, que serían llama­das Hermanas grises.

En aquella primera Iglesia del Canadá, tan centrada en la devoción a la Cruz, Santa Margarita da a sus hijas religiosas una espiritualidad muy verdadera, hermosa y profunda, como hace notar Jacques Lewis: «Nosotras, decía ella, nos hemos desposado con los pobres, como miembros de Jesucristo, nuestro Esposo». Y «esta mística esponsal respecto a los miembros miserables de Cristo» ha de ser a su vez entendida «como una participación en la paterni­dad divina». Las religiosas de Margarita «han de sacar del Padre eterno el espíritu y las virtudes de su vocación. Al tomar el hábito, hacen un acto de consagración al Padre eter­no, y después, toda su vida, recitan cada día las “letanías del Padre eterno”. Dios Padre, fuente de todo bien, es la providencia de sus hijas, y a través de ellas, es la providencia de los necesitados. Bajo la acción del Padre, la hermana gris se une a Cristo, y en él desposa a los desagraciados y con Él se crucifica en favor de ellos» (Canada, en Dictionnaire de spiritualité, París 1963,V, 998-999; +BAC 186,1966, 622-628).

Una anécdota da idea del espíritu de esta santa mujer, canonizada por Juan Pablo II en 1991: cuando un incendio estaba arrasando su hospital de Montreal, con tanto esfuerzo conseguido, Santa Margarita y sus her­manas, ante las llamas, cantaban de todo corazón un Te Deum.

Fue canonizada por Juan Pablo II en 1990.

 

+Santa Isabel Seton (1774-1821)

Los Obispos estadounienses hacen notar que en su país uno de los facto­res más notables de aumento de la Iglesia católica han sido los converti­dos. «Entre éstos, nadie es más notable que la primera persona nacida en los Estados Unidos que llegó a la santidad, Elizabeth Seton».

«Nacida en el año 1774 en Nueva York, fue educada como anglicana ferviente. Esposa, madre de cinco hijos, fue recibida en la Iglesia católica después de la muerte de su mari­do. Escribiendo después de este acontecimiento a un amigo no-católico, dijo ella de su nueva vida: “En lo que concierne a mi modo de vida, cada día que pasa se aumenta mi amor por él. Y en esta religión que vos llamáis locura, idiotez, gazmoñería, superstición, etc., yo encuentro la fuente de todo consuelo”».

«Su amor al Evangelio y el interés que prestó a la educación de los hijos la llevó a abrir una escuela de niñas en Baltimore en el año 1808. Con el estímulo del arzobispo de Baltimore, John Carrol, fundó una comunidad de mujeres para instruir a los niños pobres. Las Hermanas de la Caridad fueron la primera comunidad religiosa fundada en los Estados Unidos, y su apostolado constituyó la vanguardia del movimiento escolar parro­quial», tan importante en aquella nación (Herencia 529). Canonizada por Pablo VI en 1975, fue la primera santa nacida en Estados Unidos..

 

–Siglo XIX

El declive de los indios en el XIX es ya acelerado e irremediable. Sólo evocaremos aquí brevemente las principales rebeliones de los indios, que termi­naron siempre para ellos en trágicos fracasos y mayores retrocesos. En 1812, Te­cumseh, jefe de los shawanees, es muerto, y aplastado el alzamiento de las tribus que había logrado confederar en guerra. Las naciones indias retro­ceden más y más hacia el Oeste. Para 1820 los indios han perdido en la mitad Este de los Estados Unidos todos sus territorios.

Y el empuje de los colonos hacia el Oeste tiene ahora su mayor fuerza. Antes del siglo XIX el Oeste americano era el exilio de los indios, y no atraía a los blancos, que se afincaban junto a las costas atlánticas, el Mi­ssissippi, y el sur de los Grandes Lagos. Pero la siempre creciente inmi­gración europea va empujando más y más la colonización hacia el Oeste. Entre 1840 y 1860 llegan a los Estados Unidos más de cuatro millones de inmigrantes.

Por esos años, hasta 1869, año en que se termina la cons­trucción del ferrocarril, cientos de miles de pioneros se dirigen en carava­nas al Oeste, siguiendo las dos rutas principales, la del Norte, por Oregón, a través de tierras de sioux y arapahoes, y la del Sur, la pista de Santa Fe, que atravesaba el territorio de los cheyennes. La construcción del ferroca­rril y la destrucción masiva de los bisontes, realizada en 1860-1875, de­terminan ya definitivamente el fin de los pueblos indios de las grandes praderas.

 

–Grandes guerras finales entre colonos y pielesrojas

La agonía de las naciones indias viene ya inexorablemente durante decenios en que se dan numerosas sublevaciones, sometimientos y tratados de paz inútiles.

En 1851, firman la paz los sioux, cheyennes y arapahoes, y cuatro años después los pies negros. En 1862 se produce un alzamiento violentísimo de los sioux, aplastado con igual violencia. Hay rebeliones por esos años de apaches y navajosCochise, Jerónimo–, que se resisten a la política de reservas. En 1860-1870 los conflictos armados se multiplican. Es aplastado un alzamiento de los cheyennes. Los colonos invaden Oregón, territorio de los modocs.

Al terminar la Guerra de Secesión en 1865, que enfrentó al Norte y al Sur de los blan­cos, está ya cerca la solución final, y el general Sherman es uno de sus más firmes impul­sores. En 1876 sioux y cheyennes, dirigidos por Crazy Horse (Caballo Loco) y Sitting Bull (Toro Sentado), derrotan y diezman al 7º regimiento de caballería, y matan a su despiadado jefe General Custer. La reacción del gobierno lleva consigo un acoso sin cuartel a los indios. Crazy Horse acaba en una reserva, donde es asesinado. Sitting Bull huye al Canadá, y reaparece patéticamente en 1886 en el espectáculo organi­zado por Buffalo Bill (+1917), El Salvaje Oeste.

Más tarde, en 1890, el presidente Harrison decide acabar con las cabezas del movimiento indio. Sitting Bull es asesinado en el momento de su arresto. En ese mismo año, el 7º de caballería, vencido por los sioux unos años antes, recibe orden de llevar al jefe sioux Big Foot (Gran Pie) y a su gente, unos trescientos in­dios de la tribu lakota, a Wounded Knee Creek. En un momento de confusión, los soldados comienzan a disparar, y todos los indios son muertos, enterrados luego en una fosa común.

Manuel Jiménez de Parga publicó un artículo sobre los Estados Unidos titulado «el genocidio del pueblo indio». En efecto, «antes de 1492, la población aborigen sumaba unos 10 millones. En el censo de 1896-1897 sólo figuran 254.300».

 

–Apóstoles y santos, a pesar de todo

En los agitados comienzos de los Estados Unidos de América, una vez más la Iglesia mostró la inagotable fecundidad apostólica que le comunica Cristo, su Esposo. Hoy sus Obispos, dando gracias a Dios, recuer­dan algunos nombres que al evocar los hechos de los apóstoles de América no deben ser ignorados. Destacaremos aquí con ellos a algunos santos.

+Santa Filipina Rosa Duchesne (1769-1852). «Nace en 1769 en una familia de la alta sociedad de Grenoble, Francia. Su padre es un jurista eminente, miembro del Parla­mento». Abandonando la lujosa vida de su familia, entra en las religiosas de la Visitación a los 19 años, pero hubo de abandonar el convento y volver a Grenoble por las persecucio­nes de la Revolución francesa. En 1804 ingresa «en la Sociedad del Sagrado Corazón, recientemente fundada. Bajo su dirección, un grupo tomó el camino de América en 1818 para trabajar entre las jóvenes. Durante los 34 años siguientes se ocupó de la fundación de seis escuelas a lo largo del Mississippi. Pasó uno de los últimos años de su vida entre los indios potawatomi, en Kansas».

+Santa Catalina Drexel (1858-1955). Hija de un rico banquero de Filadelfia, ella tam­bién «abandonó su vida de lujo para trabajar con dos grupos de americanos que habían sufrido mucho. Entregó de su fortuna grandes sumas para fundar escuelas en las reser­vas indias. En 1891, después de haber pasado un tiempo entre las Hermanas de la Mise­ricordia, fundó las Hermanas del Santísimo Sacramento, para los indios y las personas de color. Fundó 63 escuelas, y entre ellas la que se convirtió en la Xavier Uni­versity, de Nueva Orleáns, la primera universidad católica en los Estados Unidos para los afro-americanos». Juan Pablo II la canonizó en Roma el 1 de octubre de 2000.

+San Juan Nopomuceno Neumann (1811-60). «Seminarista inmigrado de Bohemia, fue ordenado para trabajar entre los inmigrantes de lengua alemana de Nueva York. Des­pués de un trabajo lleno de celo como sacerdote diocesano y después como redentorista, continuó su apostolado como obispo de Filadelfia, poniéndose al servicio de las comunida­des de inmigrados y fundando escuelas parroquiales, hasta su muerte, en 1860».

+Santa Francisca Xavier Cabrini (1850-1917). Nacida en Sant’Angelo Logidiano, en la región lombarda de Italia, penúltima de once hermanos, después de ser maestra, funda a los treinta años para las misiones el instituto de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. «A Nueva York llegó en 1889, y allí trabajó entre los inmigrantes italianos, fun­dando orfelinatos, escuelas, cursos de doctrina cristiana para adultos y el hospital Co­lumbus. Su obra se extendió por otras ciudades de Estados Unidos» (Herencia 530). Murió a los sesenta y siete años, después de haber fundado personalmente en diversos países 67 casas, y habiendo reunido en el Instituto unas 2.000 hermanas.

 

Actualmente

En 2008, la mayoría de los estadounidenses se identifican como cristianos (76%). De ellos, el 51% se afilian a diferentes comunidades protestantes, y el 25% profesan ser católicos (Barry A. Kosmin; Ariela Keysar, 2009, en American Religious Identification Survey. Trinity College). Esto lo hicieron posible los misioneros, especialmente los mártires; tantos fieles que permanecieron en Cristo y en la Iglesia en tiempos favorables y en las persecuciones, que no faltaron; gracias a las oraciones y penitencias suplicantes. Siempre y todos «por obra del Espíritu Santo», que procede del Padre y del Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Gloria tibi, Domine!

 

Post post. –He preferido no tocar el tema, muy complejo y penoso, de la opresión largamente impuesta por la mayoría protestante contra los católicos, tanto en Canadá como sobre todo en Estados Unidos. Cito sólo un caso: en 1763, en el Tratado de París, su Majestad británica concedió a los habitantes de Canadá la libertad de profesar la religión católica y de practicar su culto. Pero añadiendo esta cláusula decisiva: «en la medida en que lo permitan las leyes inglesas»…

 

José María Iraburu, sacerdote 

  

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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