(583) Evangelización de América, 89. -Norte de América, 2. -Misioneros jesuitas mártires

 Martires S.J.-Norte de América

–Bendita la Iglesia local fundada por misioneros mártires.

–Así se fundó la Iglesia Católica, en la sangre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Muchos de los primeros jesuitas misioneros en el Norte de América murieron mártires. Hagamos de ellos feliz memo­ria, concretamente de aquellos que en 1930 fueron canonizados por Pío XI (AAS 22,1930, 497-508; P. Andrade, Varones ilustres de la Compañía de Jesús, v.3, Bilbao 1889; E. Vila, 16 santos…) Otros siguieron su ejemplo, el mismo de Cristo, haciendo el camino del martirio.

 

–Santos Goupil (+1642), Jogues y de La Lande (+1646)

*El padre Isaac Jogues, nacido en 1607 en Orleans, educado en los jesuitas de esa ciudad, a los 17 años entró en el noviciado de la Compañía en Rouen. En la expedición de 1636, llegó a estas misiones del norte de América, hoy Canadá. Él siempre quiso sufrir por Cristo, y así lo pedía una y otra vez en la oración. Aunque de constitución más bien débil, se ofreció para ir a misiones. Destinado a las de Nueva Francia, permaneció en ellas once años. Y desde que llegó a Quebec, se entregó a expediciones sumamente peligrosas entre indios hostiles, mostrado la valentía que nacía de su amor al Crucificado y a los indios.

Una vez al año acostumbraban los jesuitas enviar desde sus puestos misionales algún misionero a Quebec, donde informaba acerca de la mi­sión y compraba provisiones. En 1642, estando el padre Jogues en una misión pacífica establecida entre hurones, se ofreció para hacer él ese viaje, que en aquel momento era muy peligroso. Partió acompañado del hermano Renato Goupil, en una expedición de veintidós personas. Apre­sados por los iroqueses, y conducidos durante trece días a sus territorios, sufrieron terribles padecimientos, que él mismo contó después:

«Entonces padecí dolores casi insoportables en el cuerpo y al mismo tiempo mortales angustias en el alma. Me arrancaron las uñas con sus agudos dientes y después, a bocados, me destrozaron varios dedos, hasta deshacer el último huesecillo».

Así llegaron a la aldea iroquesa de Ossernenon, donde estu­vieron cautivos un año. Un día los iroqueses ordenaron a una algonquina cristiana prisionera que con un cuchillo embotado cortase el pulgar iz­quierdo del padre Jogues. «Cuando la pobre mujer arrojó mi pulgar sobre el tablado, lo levanté del suelo y te lo ofrecí a ti, Dios mío, y tomé esta tor­tura como castigo amorosísimo por las faltas de caridad y reverencia cometidas al tratar tu sagrado cuerpo en la Eucaristía».

Bosques majestuosos, nieve, silencio, frío… El padre Jogues, mal abrigado, solo entre los indios, en aquel invierno interminable, hubo de ser­virlos como esclavo, acompañándoles en sus cacerías. Finalmente, en agosto de 1643 pudo escapar, con ocasión de una expedición de holandeses que pasó donde él estaba y puso en fuga a los indios.

Volvió a Francia el padre Jogues, y allí con sus narraciones encendió en muchos el espíritu misionero. El papa Urbano VIII le concedió licencia es­pecial para que pudiera seguir celebrando la misa, a pesar de las terribles mutilaciones de sus manos. No quedó el ánimo del misionero traumatiza­do con las pasadas pruebas, y a los tres meses, a petición propia, regresó a las misiones. Dos años estuvo en Montreal, y en 1646, a sus 39 años, el superior le encargó nada menos que ir como legado de paz a los iroqueses, ya que conocía bien su lengua. Él aceptó sin dudar la misión, y la desem­peñó con éxito.

A su regreso, el superior –que también tenía una idea clara de la unidad entre misiones y martirio–, le mandó pasar el invierno con los iroqueses, a ver si se podía ini­ciar alguna evangelización entre ellos… Después de los horrores sufridos, una misión así, en los mismos lugares de su pasión anterior, sólo podía ser aceptada con el valor de un amor sobrehumano, es decir, con el amor del Corazón de Cristo. El padre Jogues, antes de partir, afirmó: «Me tendría por feliz si el Señor quisiera completar mi sacrificio en el mismo sitio en que lo comenzó».

 

*Juan de La Lande, un hermano donado, viajó con el P. Jogues a su regreso a la misión. Llegaron entre los iroqueses justamente cuando éstos se habían alzado contra los franceses y hostilizaban el fuerte Richelieu. Una mala cosecha y una epidemia les fueron atribuidos como efectos de sus malefi­cios. Apresados, fueron conducidos a la aldea iroquesa de Andagoron. Las torturas fueron horribles: les cortaron carne de hombros y brazos, y la comieron ante ellos, les quemaron los pies… El 18 de octubre de 1646, a golpes de hacha, mataron a San Isaac Jogues, y al día siguiente, del mismo modo, a San Juan de La Lande.

 

*Renato Goupil, hermano donado, quizá presintiendo su muerte, había pedido al padre Jogues hacer sus votos para unirse más a la Compañía de Jesús, y los hizo. Enfermero y cirujano, era muy amigo de los niños, y en aquella aldea iroquesa les enseñaba a hacer la señal de la cruz sobre la frente. Dos indios, recelando del significado de aquel signo, le acecharon un día en las afueras del poblado, donde solía retirarse a orar, y allí lo mataron de un hachazo en la cabeza. Era el 29 de setiembre de 1642.

 S. Isaac Jogues, SJ, mártir

–Santos Brébeuf y Lallemant (+1649)

*San Juan de Brébeuf nació en 1593 de familia noble normanda, e ingresó a los veinte años en el noviciado jesuita de Rouen, donde se distinguió por su vida orante, penitente y humilde. Quiso ser Hermano coadjutor, y sólo por obediencia aceptó la ordenación sacerdotal. Ya ordenado, procuraba siempre emplearse en ayudar a los otros en sus trabajos, o en barrer, traer leña, y hacer de criado de todos. Acentuó su consagración religiosa con varios votos privados, como el de evitar toda falta venial, cualquier in­fracción de las reglas, y sobre todo el de no rehuir el martirio por amor a Cristo, si se daba la ocasión. Agraciado con altísimos dones de oración, tuvo visiones de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Virgen y de San José, y una gran familiaridad con los ángeles.

Muchas veces solicitó a su superiores ir a misiones, y concretamente a Nueva Francia, recuperada por los franceses recientemente. Por fin, como ya vimos, fue incluído en la primera expedición jesuita al Canadá, en 1625. A los 32 años de edad, cambiaba su vida de profesor por la de misio­nero. Se adaptó inmediatamente a su nueva dedicación, entregándose a ella en cuerpo y alma.

Después de algún tiempo de misión entre los algon­quinos, fue destinado a Toanché, aldea de los hurones, pudo experimen­tar, como San Pablo, que en la extrema debilidad es donde el hombre halla ocasión de expresar la plenitud del poder de Cristo (2Cor 12,9). Y así escribió:

«¡Qué avenidas de consolación endulzan el alma cuando uno se ve aban­donado de los salvajes, consumido por la calentura o a punto de morirse de hambre entre las selvas, y allí puede exclamar: Dios mío, por puro amor tuyo, por cumplir tu santa voluntad, me veo en esta situación!». La «perfecta alegría»…

Expulsado por los ingleses en 1628, con todos los franceses, pidió volver. Su alegre regreso entre los hurones, cuya lengua había aprendido perfectamente, es descrito por él mismo:

«Cuando me ro­dearon con tumultuosa alegría para darme la bienvenida, todos me salu­daban por mi nombre, y uno me decía: ¿Es posible, sobrino mío, hermano mío, primo mío, que otra vez estés con nosotros?»…

Esta segunda misión fue, sin embargo, más dura que la primera. La peste asolaba los poblados hurones, y el padre Brébeuf atiende especialmente a las aldeas más afectadas, Ihonatiria, Ossassane y Onerio. Los indios, atemorizados, piden al misionero que su Dios les salve. Él les explica qué han de hacer: «Primero, no debéis creer más en supersticiones; segundo, sólo podéis con­traer matrimonio con una esposa; tercero, desterrad de los banquetes bo­rracheras y desenfrenos; cuarto, deberéis dejar de comer carne humana; quinto, dejaréis de acudir a las fiestas que preparan los hechiceros convo­cando a los espíritus».

Los indios estimaron que las condiciones eran muy duras, y los hechiceros echaron la culpa de todas las calamidades a los misioneros. Algunos hurones, sin embargo, comenzaron a ver en aquellos hombres abnegados y valientes la imagen de Cristo. La misión de Ossossane, especialmente, llamada luego de la Inmaculada Concepción, floreció en el Evangelio. En 1641 unos 60 indios fueron bautizados, y siete años más tarde eran todos cristianos. Un misionero lloraba de alegría, años más tarde, cuando veía a los indios ir de madrugada a comulgar.

De todos modos, la situación de los misioneros, en general, era suma­mente precaria en aquellas regiones, como puede apreciarse en las cartas del padre Brébeuf:

En una de 1636 dice: «¿Sería posible que pusiéramos nuestra confianza fuera de Dios en una región en la que, de parte de los hombres, nos falta todo? ¿Podríamos desear mejor ocasión de practicar la caridad que la que tenemos en las asperezas y dificultades de un mundo nuevo, al que ningún arte ni industria humana ha proporcionado comodidad alguna? ¿Y vivir aquí para llevar hacia Dios a hombres tan poco hombres que diaria­mente esperamos morir a manos de ellos, si se les ocurre, si les da un arrebato, si no los detenemos y no les abrimos el cielo a discreción, dándoles la lluvia y el buen tiempo según lo demanden?…

«Ciertamente, si el que es la Verdad misma no nos hubiera dicho de antemano que no hay amor mayor que morir una vez por los amigos, yo pensaría como igual, o más genero­so, lo que decía el apóstol a los corintios: “Diariamente muero por vosotros, hermanos” [+1Cor 15,31], llevando una vida tan penosa, en peligros tan frecuentes y ordinarios de morir inespera­damente; peligros que os proporcionan los mismos a los que queréis salvar…

«Termino este escrito diciendo lo siguiente: si en esta vida de sufrimientos y cruces que nos están preparadas, alguno se siente con tanta fuerza de lo alto que puede decir que esto es demasiado poco, o pido como san Francisco Javier: “Más, Señor, más”, espero que el Señor le hará decir también, en medio de las consolaciones que le dará, esta otra con­fesión, que será tanto para él que ya no podrá soportar más alegría: “Basta, Señor, basta”».

Y en 1637 escribe: «Estamos, quizá, ya a punto de derramar nuestra sangre e inmolar nuestra vida en servicio de nuestro buen Maestro Jesucristo… Suceda lo que suceda, le diré que todos los Padres esperan el resultado con gran tranquilidad y alegría de espíritu. En cuento a mí, puedo decir que nunca he tenido el menor miedo a morir por tal motivo. Pero todos sentimos tristeza al ver que estos pobres bárbaros cierran, por su malicia, la puerta al evangelio y a la gracia.

«Sea [el Señor] por siempre bendito por habernos destinado a esta tierra, entre otros mucho mejores que nosotros, para ayudarle a llevar su cruz. Hágase en todo su santa voluntad. Si quiere que muramos ahora, ¡enhorabuena para nosotros! Si quiere reser­varnos para otros trabajos, bendito sea.

«Si le llega noticia de que Dios ha querido coronar nuestros pobres trabajos, o más bien nuestros deseos, bendiga al Señor; porque solamente por Él es por quien deseamos vivir y morir, y es Él quien nos da la gracia para ello». Otros padres firmaron con él este testa­mento espiritual.

 

–*El padre Gabriel Lallemant, un hombre de aspecto más bien frágil, nació en París, en 1610, ingresó a los 20 años en el noviciado de la Compañía, fue procurador del Colegio de La Flèche, profesor de filosofía en el de Moulins, y prefecto en el de Bour­ges. En 1638 llegó a la misión de la Inmaculada, y en 1640, a los 30 años, se vió al frente de la principal misión jesuita entre los hurones, sustituyendo a Brébeuf que había tenido que retirarse a Quebec con una clavícula rota en un accidente. La vida de la misión fue adelante con paz y trabajo, hasta que en 1644 se produjo la revuelta de los iroqueses.

La violencia iroquesa, recrudecida en 1649, aprisiona a Brébeuf y La­llemant en la misión de San Ignacio, situada en la aldea de San Luis. Y se repite entonces una vez más la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Los indios les arrancaron las uñas, rompieron sus bocas con pie­dras, les cortaron pedazos de carne que, asados, comían ante ellos, que­maron sus lenguas, cortaron sus pies, desollaron sus cabezas, dejando el cráneo al descubierto. Y ellos siempre perdonando.

Un hurón renegado, blasfemando y riendo, echó sobre la cabeza del padre Brébeuf agua hir­viendo: «Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo». El padre Lallemant, conducido a presenciar ese martirio, le dijo a Brébeuf la frase de San Pablo, la de los antiguos mártires: «Padre, “hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres”» (1Cor 4,9). El 16 de marzo de 1649 un golpe de hacha con­sumaba la vida de Brébeuf. Y al día siguiente, después de padecer tor­mentos semejantes, el padre Lallemant perfeccionaba en Cristo crucifi­cado la ofrenda de su vida.

En Quebec se conservan sus reliquias. Los restos de los demás mártires franco-canadienses no pudieron ser recogidos. De los apuntes espirituales de Jean de Brébeuf se conserva esta página impresionante, que podemos leer en el Oficio de lectura de su fiesta:

«Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires… Mi Señor y Salvador Jesús ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano el cáliz de tus dolores, invocando tu nombre [Sal 115,4]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaven­turado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si algu­na vez, por tu misericordia infinita, me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.

«Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría;por eso, mi amadísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

«Dios mío ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exter­minado en ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de su­frir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrez­co a soportarlos yo solo».

 

–Otros misioneros jesuitas mártires

Fueron 331 los jesuitas que en este siglo misionaron en la Nueva Fran­cia –es decir, en regiones del Canadá y de Luisiana–. Y de ellos, muchos de los que se adentraron con los indios perdieron la vida. Concretamente, 32 jesuitas misioneros sucumbieron de muerte violenta, martirizados o víctimas de la caridad. Recordaré a algunos.

 

–*San Antonio Daniel (+1648)

Nacido en Dieppe, en 1601, en 1621 ingresó en el novi­ciado jesuita de Rouen, y ya ordenado, fue destinado a la misión de los hurones. Llegó a Quebec en 1633 y participó en numerosas entradasmisioneras entre los indios. Tenía una gracia especial para los niños. En el gran alzamiento iroqués de 1648 se hallaba en San José, una pequeña misión. Estaba celebrando misa cuando llegó el griterío de los iroque­ses que se acercaban. Se quitó los ornamentos sagrados, bautizó por aspersión rápida­mente al grupo de hurones que eran catecúmenos, facilitó su huída por una puerta trase­ra, y salió al encuentro de los iroqueses con una gran cruz alzada que tomó del altar. Abrazado a la cruz, murió atravesado por innumerables flechas.

 

Santos Garnier y Chabanell (+1649)

Ambos jesuitas misionaron la tribu de los tabaqueros en la misión de San Juan Bautista, junto a la bahía de Notta­wasaga. Y fue allí donde hicieron a Dios la ofrenda de sus vidas y de sus muertes.

*San Carlos Garnier nació en París, de familia distinguida, en 1606, entró en el novi­ciado con 18 años, y llegó al Canadá en 1636. Atractivo y bondadoso, de buen carácter, él decía que la Virgen María le había llevado en sus brazos hasta conducirlo a la Compañía de su Hijo Jesús. Fue muy querido por los indios.

*San Natalio Chabanel, su compañero, era muy distinto. Nacido en 1613, siendo profesor jesuita de filosofía y retórica, acogió con esfuerzo la orden de partir a misiones en 1643. Seis años pasó entre los hurones sufriendo una gran desolación interior, y sintiéndose un fracasado. Para vencer sus persistentes tentaciones de abandono, el Señor le inspiró hacer un voto: permanecer hasta su muerte en la misión de los hurones. Con ese voto heroico se acabaron sus dudas y desgarramientos interiores.

Por lo demás, no iba a durar mucho el tiempo de su prueba. El 6 de diciembre de 1649 recibe mandato de ir a la isla de San José, a donde se dirige acompañado por un grupo de indios, dejando solo al padre Garnier en la misión de San Juan Bautista. Al día siguiente los iroqueses invaden la aldea y hieren de un tiro al padre Garnier mientras celebraba misa. Cuando se arras­traba para auxiliar a un moribundo, un indio le remató de dos hachazos en las sienes. A la expedición del padre Chabanel llegó el eco de la victoria de los iroqueses sobre los taba­queros. Y uno de los hurones de su grupo lo mató, atribuyendo los males que estaban sufriendo a la presencia de los misioneros.

* * *

Las misiones se fundan en los dos principales mandamientos de Dios:

–el amor a Dios: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben!» (Sal 67,4), y –el amor a los hombres: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por quienes ama» (Jn 15,13).

Cuando se debilitan esos dos amores que exigiéndose mutuamente, hacen uno solo en la caridad, cesa en gran medida la evangelización y las misiones apenas son «católicas».

 

José María Iraburu, sacerdote    

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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