(582) Evangelización de América, 88. -Norte de América, 1. -Misiones martiriales

Indios otoes

–La extinción tan grande de los indios del Norte de América es una gran tragedia.

–Exaltada en mil películas del Oeste, realizadas por los descendientes de sus causantes.

 

–Descubrimiento

El descubrimiento inicial del Nordeste de América fue realizado por Sebastián Cabot en 1497 y Juan de Verrazano en 1522. Pero su coloniza­ción, al inicio francesa, tardó aún unos años en comenzar. En efecto, cuando Alejandro VI en 1493 repartió en sus Bulas las tierras americanas por descubrir entre España y Portugal, tal decisión no fue aceptada en Europa por todos, y concretamente por Francia.

Se dice que Francisco I se quejaba con ironía: «Quisiera ver la cláusula del testamento de nuestro padre Adán, según la cual quedo yo excluido de la repartición del mundo». Así las cosas, es enviado a América del Norte con fines comerciales Jacques Cartier, que en 1534-1543 levanta cartas del golfo del San Lo­renzo y establece algunos contactos con los indios.

 

–Muchos pueblos indígenas distintos, en un inmenso espacio

En el norte de América había, al menos, 564 pueblos indígenas diferentes, muchas veces cerrados en sí mismos, o incluso enemigos entre sí, y frecuentemente con lenguas diferentes. Iraquíes, cherokis, apaches, cheyenes, hurones, navajos, arapajoes, seminolas, pies negros, shoshones, mojaves, chickasaw, wichitas, mohicanos, etc. Todos ellos con un nivel de vida y de cultura bastante  primitivo, inferior, concretamente, al nivel de incas o aztecas.

Los llamados pieles rojas eran buenos cazadores y guerreros, escasamente agricultores y ganaderos, sin apenas ciudades o poblaciones, atraídos por el nomadismo, ignoraban la escritura, la rueda, la arquitectura, las armas de fuego, carecían de caballos y de cualquier otro animal de tracción. Hago de ellos un retrato muy vago, porque siendo tantas y tan distintas estas «naciones», no es posible señalar ningún rasgo que pueda decirse de todas ellas.

Y por supuesto se daban muchas veces en los pielesrojas los valores que precisamente suelen ser frecuentes en los pueblos primitivos: solidaridad comunitaria, respeto por ancianos y autoridades, sentido religioso, paciencia y fortaleza en efermedades y adversidades, gran seriedad en el rostro, habilidad en sus trabajos, aprecio de la belleza, del honor personal y de la valentía, etc. Pero no sigo describiendo a los indígenas del Norte de América porque da pena hacerlo, ya que gran parte de ellos fueron extinguidos, y los pocos que quedan han sido agrupados en «reservas».

 

–Evangelización

En su tercer viaje, Jacques Cartier llevó seis misioneros y 266 colonos. En todo caso, a finales del siglos XVI apenas hay en el Nordeste de América unos pocos asentamientos de colonos, dedicados principalmente al comercio de pieles, y en todo el siglo la acción evangelizadora es mínima. Sin embargo, en el sur, en la que ahora es México y sur de Estados Unidos, los españoles desarrollaron una fuerte actividad misionera, superando con el favor de Dios gran­des dificultades.

Los Obispos de los Estados Unidos, en su carta pastoral Herencia y esperanza: la evangelización de América («Ecclesia» 1991, 522-538), afirman que, entre las naciones europeas, «España superó a todas las demás por sus intensos esfuerzos para llevar el Evangelio a América». Y recuerdan que «el sacerdote diocesano Francisco López de Mendoza Grajales consagró la primera parroquia católica [de América del Norte] en San Agustín (Florida), en el año 1565, y comenzó a misionar a los indios timicuan de Florida».

También recuerdan a los misioneros que viajaron en la expedición de Juan de Oñate, en 1599, que «crearon iglesias en el norte de Nuevo Méjico»; los empeños del franciscano Antonio Margil, misionero en Texas a comienzos del XVIII; los grandes trabajos del padre Eusebio Francisco Kino, «el jesuita misionero del siglo XVII en Sonora y en Ari­zona», y las formidables gestas evangelizadoras del  franciscano San Junípero Serra, que «entre 1769 y 1784 fundó nueve de las célebres veintiuna misiones de California».

No olvidan tampoco los citados Obispos que «el martirio fue una terrible realidad para al­gunos de los primerísimos evangelizadores. El buen franciscano Juan de Padilla, que había acompañado la expedición Coronado, fue martirizado probablemente en Quivira, en la pradera de Kansas, en el año 1542, y se convirtió en el primer mártir de América del Norte. Los dominicos españo­les Luis Cáncer, Diego de Tolosa y el hermano laico Fuentes, fueron ase­sinados en Florida en el año 1549. El jesuita Juan Bautista Segura perdió su vida en Virginia en el año 1571». Perdiendo la vida en la tierra, ganaron la vida celestial. Todos ellos pusieron los fundamentos de la Iglesia de Cristo en el  norte de América. Regaron con su sangre la primera semilla del Evangelio allí sembrada.

De todos modos, conviene tener bien presente que si fueron muertos no pocos misioneros y colonizadores, mucho mayor fue el número de los indios exterminados..

 

–Siglo XVII

Crece en el siglo siguiente la presencia inglesa. En 1607, el capitán Smith, con 144 ingleses, funda Jamestown, primera ciudad inglesa, en la bahía de Chesapeake. Y en seguida comienzan las tensiones y rivalidades entre los antiguos colonos franceses y los nuevos ingleses. La clave princi­pal de los conflictos es por ahora el control del comercio de las pieles. En 1611-1613 llegan con algunos colonos franceses unos pocos jesuitas, pero atacados y apresados unos y otros por los ingleses de Virginia, han de regresar a Francia.

Con todo esto, la evangelización del Norte de América, y su colonización también, lleva un gran retraso respecto a la de América hispana. Puede decirse que el apostolado misionero se inicia propiamente en 1615, en la zona de Quebec, bajo el impulso de un laico fervoroso, Samuel de Cham­plain, de la sociedad comercial de Francia. Él trae en ese año a cuatro franciscanos, y en 1622-1623 otros cuatro, entre ellos el padre Viel, que inician la evangelización de algonquinos, hurones e iroqueses.

Por otra parte, como la asociación comercial solamente asume la sustentación de seis misioneros, se piensa en pedir ayuda a la Compañía de Jesús. Y efec­tivamente, en 1625 llegan a Quebec los padres Lallemant, Massé y Bré­beuf, con los hermanos Burel y Charton. En ese mismo año es asesinado el padre Viel.

Pero tampoco esta entrada misionera iba a tener éxito. Los hermanos Kirke, escoceses, en 1629, con una pequeña armada que actúa en nombre del rey inglés, atacan Quebec, y eliminan del Canadá la presencia colonizadora y misionera de Francia. Champlain ha de entregar la ciudad, y con todos los misioneros se ve obligado a regresar a Europa. Tres años más tarde, vuelve Quebec al dominio francés por el tratado que en 1632 establecen ingleses y franceses en Saint Germain en Lay, lo cual permite reiniciar las misiones. Pero veamos antes brevemente la situación del país en donde se intenta la evangelización.

 

Estado de la región

Hacia 1620 crece la emigración holandesa e inglesa. En ese año se ini­cia la formación de Nueva Inglaterra con los emigrantes del Mayflower, que son puritanos ingleses, miembros de una minoría rigorista de protes­tantes presbiterianos perseguida por los Estuardos, y que durante todo el XVII pasan en masa a América del Norte. También llegan por esos años muchos holandeses pobres, que se establecen en Nueva Amster­dam, hoy Nueva York.

Los primeros contactos de los colonos europeos con los indios se habían realizado en un ambiente de curiosidad, recelo, cortesía y trueques, aun­que no faltaron luchas por el control del negocio de las pieles, en las que se implicaron también los indios. Pero estos inmigrantes, a diferencia de los tramperos y comerciantes de pieles anteriores, vienen con intención de es­tablecerse como agricultores y ganaderos. Ocupan tierras y comienzan las primeras tensiones con los indios desplazados. Se producen aquí y allá asaltos, represalias y guerras, que suelen ser terriblemente sangrientas.

Los powhatan, en largas y duras luchas con los ingleses, son derrotados, y en 1646 han de abandonar parte de su territorio, y quedar en una «reserva». Por esos años, sufren tam­bién graves derrotas y reducciones territoriales los pequots, los narragansetts y, en 1676 los wampanoags. En esta época, durante unos cincuenta años, tienen especial relieve las crueles guerras iroquesas entre la liga de los Hurones, aliados comerciales de los franceses, y armados por éstos, y la poderosa confederación guerrera de los iroqueses mohawks, oneidas, onondagas, cayugas y sénecas–, armados también éstos por los holandeses, que así pretenden conseguir más pieles. En estas gue­rras, que implican a los europeos de América, llevan las de ganar los iroqueses, hasta que en 1667, aplastados a su vez por un ejército enviado desde Francia, hubieron de firmar en Quebec un tratado de paz.

 

–Mercado de pieles

En este siglo, a causa principalmente del mercado de pieles, estimulado sin medida desde Europa, se trastorna cada vez más el equilibrio vital de los pueblos indios. Las armas de fuego se van generalizando entre las diversas tribus, y también es en estos años cuando los indios comienzan a poseercaballos, procedentes en un comienzo de los que se escapan de asentamientos españoles del suroeste. En el XVIII, los mustangs serán utilizados y multiplicados como animal preferido por las tribus de las praderas.

Por otra parte, los problemas de la propiedad territorial, apenas conocidos antes por los indios, cobran en estos años grave magnitud. El comercio, el intercambio de regalos, las eventuales alianzas con ciertas tribus, establecen entre indios y europeos relaciones precarias, siempre complicadas e inestables, que en cualquier momento se encienden en guerras.

Con todo esto, los pueblos indígenas van perdiendo en el XVII más y más territorios del Este. Se produce incluso la desaparición completa de varias tribus, exterminadas por los europeos o por otros pueblos indios. En parte esta tragedia se produce también porque son diezmados o eliminados por las epidemias –viruela, rubeola, cólera–, involuntariamente introducidas por tramperos y comerciantes, pescadores y exploradores europeos.

 

–Los misioneros mártires del siglo XVII

En este marco inestable y turbulento, desordenado y lleno de violencias y codicias, se hace casi imposible la evangelización, pues con frecuencia los indios están en guerra con los blancos, y éstos, franceses, ingleses, holan­deses, también en cualquier momento pelean entre sí. Las misiones cató­licas en aquella región dependen siempre de la suerte de Francia. Y lo que los misioneros, con enorme esfuerzo y riesgo, siembran hoy en unos indios, mañana es arrasado por otros europeos o por otros indios.

Así pues, puede decirse que los primeros trabajos apostólicos en el Nor­deste de América están entre las misiones más heroicas de la historia de la Iglesia. Los que iban a misionar allí podían darse por muertos. Y con ese ánimo iban. Entre paisajes de grandiosidad indecible, a través de inmensos bosques y lagos, perdidos en una geografía apenas conocida, en un clima a veces extremadamente frío, lejos de los colonos europeos, entre indios generalmente hostiles, los misioneros fueron estableciendo en gran pobreza sus centros misionales, preferentemente en los márgenes de los ríos, por donde transcurría el comercio de las pieles, el principal de enton­ces.

Como ya vimos, en 1632 comienza de nuevo la heroica acción misionera de la Iglesia en el Nordeste americano. Recuperado Quebec para Francia, después de muchas negociaciones de Champlain en Londres, se reinician las misiones, esta vez con jesuitas, franciscanos y capuchinos. Todos ellos dieron pruebas de un gran impulso misionero.

Entre los jesuitas ingleses que en 1633 acompañaron a Lord Baltimor en la fundación de una colonia en Chesapeake Bay, cabe destacar al padre Andrés White, que «compuso un catecismo en piscataway, una gramática y un diccionario. Los misioneros obtuvieron un gran éxito ante los anacostianos y los piscataway, a pesar de la persecución de los misioneros católicos por los protestantes» (Herencia 527).

 

–El gozo de la Cruz en la misión

Los misioneros jesuitas, en 1637, eran ya 23 padres y 6 hermanos coad­jutores, y su celo apostólico fue tan grande que les llevó incluso a dilatar los límites conocidos de la Nueva Francia. Así, por ejemplo, el padre Mar­quette, llegó en su impulso evangelizador a descubrir y explorar el Missi­ssippi. Sin descuidar los centros importantes de colonización, como Que­bec, Trois-Riviéres y Montreal, los jesuitas se dedicaron especialmente a la evangelización de los indios, y entre ellos los micmacs, los algonquinos, y especialmente los hurones e iroqueses.

La alegría inmensa que viven estos misioneros no se produce a pesar de la enorme cruz que han de padecer entre nieves y soledades, persecucio­nes y peligros, sino precisamente a causa de ella. Lo entenderemos mejor con la ayuda de una carta escrita en 1635 por un misionero anónimo, y transcrita en la revista Reino de Cristo (X-1991, 21-22):

«Éste es un clima donde se aprende perfectamente a no buscar otra cosa más que a Dios, a no desear más que a Dios solo, a poner la intención puramente en Dios, a no espe­rar y a no apoyarse más que en su divina y paternal providencia. Éste es un tesoro riquí­simo que no podemos apreciar bastante.

«Vivir en la Nueva Francia es en verdad vivir en brazos de Dios, no respirar más aire que el de su acción divina. No puede uno imaginar la dulzura de ese aire más que cuando de hecho lo respira.

«El gozo que se siente cuando se bautiza a un salvaje que muere poco después del bau­tismo y vuela derecho al cielo como un ángel, es un gozo que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar…

«En mi vida no había yo entendido bien en Francia lo que era desconfiar totalmente de sí mismo y confiar sólo en Dios –digo sólo, sin mezcla de alguna criatura–.

«Mi consuelo entre los hurones es que me confieso todos los días, y luego digo la Misa como si tuviera que recibir el viático y morir ese día; no creo que se pueda vivir mejor, ni con más satisfacción y valentía, e incluso méritos, que viviendo en un sitio donde se pien­sa que uno puede morir todos los días…

«Nos llamó mucho la atención [al llegar] y nos alegró mucho el ver que en nuestras pequeñas cabañas se guardaba la disciplina religiosa tan exactamente como en los gran­des colegios de Francia… La experiencia nos hace ver que los de la Compañía que vengan a la Nueva Francia tienen que ser llamados con una vocación especial y bien firme; que sean personas muertas a sí mismas y al mundo, hombres verdaderamente apostólicos que no busquen más que a Dios y la salvación de las almas, enamorados de la cruz y de la mortificación, que no se reserven con tacañería, que sepan soportar los trabajos de tierra y mar, que deseen convertir a un salvaje más que poseer toda Europa, que tengan corazo­nes como el de Dios, llenos de Dios… En fin, que sean hombres que han puesto todo su gozo en Dios, para quienes los sufrimientos sean sus más queridas delicias.

«También es cierto que parece como si Dios derramara más abundantemente sus gra­cias sobre esta Nueva Francia que sobre la vieja Francia, y que las consolaciones interio­res y los dones divinos son aquí más sólidos y los corazones más abrasados por Él… San Francisco Javier decía que había en Oriente una isla en la que podía perderse la vista por las lágrimas del gozo excesivo del corazón»…

 

–La «perfecta alegría» del martirio 

La perfecta alegría, creo yo, es una expresión de San Francisco de Asís, que después de un día aciago, le enseña a su compañero Fray León que la perfecta alegría no está en el exito, la buena acogida, la predicación que ocasiona conversiones, sino que está en el sufrimiento por Cristo, lo que ellos han vivido en ese día tan duro: «En esto está la perfecta alegría» (Florecillas I p., cp.7). Esa frase entró en el lenguaje de los espirituales cristianos.

San Francisco de Javier escribe a sus compañeros jesuitas de Roma (20-01-1548), desde las Islas del Moro, en las Malucas, sufriendo extremos peligros y calamidades por las tormentas, los indígenas, las fieras…

«Esta cuenta os doy para que sepáis cuán abundosas islas son éstas de consolaciones espirituales: porque todos ests peligros y trabajos, voluntariamente tomados por solo amor y servicio de Dios nuestro Señor, son tesoros abundosos de grandes consolaciones espirituales, en tanta manera, que son islas muy dispuestas y aparejadas para que un hombre en pocos años pierda la vista de los ojos corporales con la abundancia de lágrimas consolativas. Nunca me acuerdo haber tenido tantas y tan continuas consolaciones espirituales, como en estas islas, con tan poco sentimiento de trabajos corporales; andar continuamente en islas cercadas de enemigos y pobladas de amigos no muy fijos, y en tierrasque de todos remedios para las enfermedades corporales carecen… Mejor es llamarlas Islas de esperar en Dios, que no Islas del Moro (Doc 59,4)…

Y sufriendo en la navegación por aquellas islas una terrible tormenta: «Nunca podría acabar de escribir las consolaciones que recibo (.. cuando) me encomiendo a Dios nuestro Señor… Me hallé tan consolado en esta tormenta, tal vez más de lo que fui después de ser libre de ella. Hallar un grandísimo pecador lágrimas de placer y consolación en tanta tribulación… Y así rogaba a Dios nuestro Señor en esta tormenta que, si de ésta me librase, no fuese sino para entrar en otras tan grandes o mayores, que fuesen de mayor servicio suyo» (ib. 21).

Ése fue el espíritu de los misioneros primeros del Norte de América. El mismo de San Pablo: «No quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14): Ésta es la perfecta alegría, como lo comprobaremos biografiando en el próximo artículo a algunos misioneros más notables.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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