Las iglesias no son el metro de Tokio
No deja de sorprenderme la preocupación de tantos por la seguridad y la asepsia de las iglesias de cara a evitar la propagación de la “gripe A”. Leyendo ciertas cosas, uno podría pensar que un humilde templo parroquial es algo parecido al metro de Tokio en hora punta; es decir, una especie de lata de sardinas de última generación donde los viajeros apenas pueden respirar de tan pegados que están los unos a los otros. Basta una visita a la parroquia más próxima para comprobar que, en la mayoría de los casos, no es así.
La densidad de feligreses por metro cuadrado de templo es de las más bajas del planeta, sin mucho que envidiar a Nueva Zelanda. Salvo que el virus en cuestión sea experto en realizar grandes saltos, capaces de cruzar el espacio que separa a un católico practicante de otro, resulta poco menos que imposible que, por mucho que se estornude, una sola gotita de saliva o un microscópico fragmento de secreción nasal aterrice en las manos o en los pulmones del vecino. Según estadísticas muy de fiar, es mucho más probable morir por insolación durante un eclipse que de contagio por proximidad en una parroquia.