7.12.23

El cardenal Thuan, alegría y esperanza

El cardenal vietnamita Nguyen Van Thuan (Phu Cam 1928-Roma 2002) es una de las personalidades más atractivas de la Iglesia Católica de nuestra época. Su trayectoria vital está entretejida con la compleja historia de Vietnam. En 1954 tiene lugar la división de Vietnam y su tío Diem, que sería asesinado en 1963, es nombrado presidente de Vietnam del Sur. En abril de 1975, Thuan es nombrado arzobispo coadjutor de Saigón, poco antes de la entrada de los comunistas en esa ciudad. Sin jamás ser sometido a un juicio formal, Thuan es enviado a prisión el 15 de agosto de 1975 y permanece cautivo hasta noviembre de 1988.

De los trece años pasados en prisión, nueve los vivió en aislamiento. Cuando, en 1967, fue ordenado obispo de Nha Trang escogió como lema “Gaudium et spes”, “alegría y esperanza”, palabras que encabezan la constitución pastoral del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual. Ante una realidad ineludible, como la prisión injusta, se puede optar, como lo hizo Thuan, por vivir el momento presente colmándolo de amor. En un poema expresa esa idea: “Mi vida está integrada/ por millones de segundos y de minutos./ Vivo con perfección cada minuto/ y la vida será santa”. Muchas veces experimentó tratos humillantes por parte de los carceleros y estuvo tentado de dejarse vencer por el odio, pero con perseverancia, valentía y oración pudo adquirir las cualidades del bambú, que se pliega con facilidad, pero no se rompe. En uno de los momentos peores recibe una luz de Dios: “Mi deseo era ver a Dios, pero no lo puedo ver. Es a través de mi enemigo, convertido en amigo, como debo verlo”.

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5.12.23

Un artículo en la revista “Liturgia y espiritualidad”: “El deseo de comunión”

La revista Liturgia y Espiritualidad, del Centre de Pastoral Litúrgica de Barcelona, me había pedido, hace ya un tiempo, un artículo sobre “El deseo de comunión”, comentando el número 57 de la carta apostólica Desiderio desideravi del papa Francisco sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios. Cito, en su integridad, este pasaje del papa, que se refiere a la presidencia de la asamblea por parte del sacerdote cuando se celebra la santa Misa:

“Para que este servicio se haga bien – con arte – es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad ‘sacramental’ –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la última cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros. Por tanto, el Resucitado es el protagonista, y no nuestra inmadurez, que busca asumir un papel, una actitud y un modo de presentarse, que no le corresponde. El propio presbítero se ve sobrecogido por este deseo de comunión que el Señor tiene con cada uno: es como si estuviera colocado entre el corazón ardiente de amor de Jesús y el corazón de cada creyente, objeto de su amor. Presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios. Cuando se comprende o, incluso, se intuye esta realidad, ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos dicte el adecuado comportamiento. Si lo necesitamos, es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística, que selecciona las palabras, los gestos, los sentimientos, haciéndonos comprender si son o no adecuados a la tarea que han de desempeñar. Evidentemente, esto tampoco se puede improvisar: es un arte, requiere la aplicación del sacerdote, es decir, la frecuencia asidua del fuego del amor que el Señor vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49)”.

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2.12.23

La esencia del cristianismo. Guardini/Ratzinger. Conclusión

La aproximación a la problemática de la “esencia del cristianismo” por parte de Romano Guardini y de Joseph Ratzinger busca dar una respuesta a la relación de la fe con la modernidad preservando lo nuclear de la revelación cristiana. El cristianismo no se puede reducir a la medida de la razón ilustrada de la modernidad, a su competencia en la investigación histórica o a su capacidad de desarrollar sistemas filosóficos, suprimiendo la referencia a la alteridad de la revelación y de la fe.

Para Guardini, la subjetividad moderna no puede ser la norma de lo divino. Para Ratzinger, la adecuada hermenéutica del Concilio Vaticano II, que últimamente trata sobre el binomio Iglesia-sociedad moderna, ha de preservar la originalidad cristiana, sin mundanizar lo revelado, porque la Iglesia transmite lo que el mundo no es capaz de producir, sino solamente de recibir.

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28.11.23

La esencia del Cristianismo. Joseph Ratzinger (4). El Espíritu Santo, la Iglesia y las estructuras de lo cristiano

El Espíritu Santo y la Iglesia

La tercera parte del símbolo habla del Espíritu Santo como don de Dios a la historia. La Iglesia se entiende a partir de este don, como su lugar de acción en el mundo a través, concretamente, del bautismo – y de la penitencia – y la eucaristía[1]. Igualmente, las palabras conclusivas del símbolo, referidas a la resurrección de la carne y a la vida eterna, son también ampliación de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador.

La espina dorsal del concepto de Iglesia es la idea sacramental: “la Iglesia y los sacramentos van siempre juntos, no pueden existir por separado”[2]. En su estructura paradójica de santidad (divina) y pecado (humano), la Iglesia es, en este mundo, la figura de la gracia[3]. En medio de un mundo dividido, la Iglesia debe ser el signo y el medio de unidad que trasciende y une naciones, razas y clases[4].

La resurrección de la carne no se realiza con el retorno del “cuerpo carnal”, del sujeto biológico, sino en la diversidad de la vida de la resurrección, cuyo modelo es el Señor resucitado[5].

 

Las “estructuras de lo cristiano” y la esencia del cristianismo

 

En un excurso titulado “estructuras de lo cristiano”, Joseph Ratzinger trata de reflexionar “sobre lo que es básico en el cristianismo”, intentando sintetizarlo en muy pocas afirmaciones[6].

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24.11.23

La esencia del Cristianismo. Joseph Ratzinger (3). Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor

En la segunda parte del credo encontramos propiamente el “escándalo” de lo cristiano: “la fe dice que Jesús, un hombre que murió crucificado en Palestina hacia el año 30, es el Cristo (Ungido, Elegido) de Dios, el Hijo de Dios, el centro de la historia humana y el punto en el que esta se divide”[1]. En este segundo artículo se relaciona el Logos con la sarx, la inteligencia con un individuo histórico, que abarca y sostiene la historia, que ha entrado en ella y que forma parte de ella. Esta unión entre el Logos y la sarx, entre la fe y la historia, es tan decisiva para la configuración de la fe cristiana como la que tuvo lugar entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos.

¿Cómo acceder a la historia? Basados en el método histórico-crítico, solo sería histórico lo “auténtico”, es decir, lo que se averigua por los métodos históricos, pero “la historia como relato de los hechos (Historie) no solo descubre la historia que realmente acontece (Geschichte), sino que también la oculta. Es, pues, evidente que la historia (Historie) puede ver en Jesús a un hombre, pero es difícil que pueda ver en él a Cristo que, como verdad de la historia (Geschichte), escapa a la posibilidad de comprobación de lo puramente auténtico”[2].

Lo meramente “histórico” (historisch) se limita al fenómeno, a lo comprobable, y, en consecuencia, no puede originar la fe, de modo análogo a como la física no puede llegar al conocimiento de Dios. En vista de ello, algunos optan por abandonar la historia por considerarla superflua para la fe. La teología moderna ha oscilado entre ir de Cristo a Jesús, de la idea a la historia (Harnack), e ir de Jesús a Cristo, abandonando la historia para centrarse en la idea (Bultmann)[3].

La solución a esta alternativa se encuentra si se opta por no separar historia y fe: “no puede haber uno (Jesús) sin el otro (Cristo)”[4]. Jesús no existe sino como Cristo, y Cristo no existe sino en Jesús. Para avanzar, hay que intentar comprender qué nos dice la actualidad de la fe sobre Jesús.

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