12.12.09

Estad alegres. El Señor está cerca

Tercer Domingo de Adviento

(Sofonías 3,14-18ª; Is 12,2-3.4bcd.5-6; Filipenses 4,4-7; Lc 3,10-18).


El domingo III de Adviento constituye una invitación a la alegría. Pero no se trata de una exhortación inmotivada, sino de una advertencia que va acompañada de la indicación del fundamento de ese júbilo: “El Señor está cerca”. La proximidad del Señor es la razón de la alegría.

El Señor viene a cancelar nuestra condena; Él es “un guerrero que salva” (cf Sofonías 3, 14-18a). Por eso la Iglesia, y a través de ella la humanidad entera, es convocada a gritar con júbilo: “¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”. Y, en la Iglesia, cada uno de nosotros pedimos a Dios que nos conceda “llegar a la Navidad – fiesta de gozo y salvación – y poder celebrarla con alegría desbordante” (oración colecta de la Misa).

Sin la luz de la fe, una mirada dirigida al mundo no siempre suscitaría en nosotros la alegría. A lo sumo, encontraríamos una alegría momentánea, experimentando, en ocasiones, un sentimiento grato por los acontecimientos amables que nos toca vivir o de los que somos espectadores. Pero ese sentimiento se vería continuamente empañado por las nubes del dolor y del sufrimiento que, a poco que abramos los ojos, descubrimos en todas partes.

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11.12.09

Aliviar la miseria

“Aliviar” es aligerar, quitar parte del peso que carga sobre alguien. En la “Declaración ante la crisis moral y económica”, la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española; es decir, todos los Obispos de España, anima a seguir haciendo lo que la Iglesia, en la medida en que le resulta posible, ya hace: “aliviar la miseria”. Ojalá pudiese suprimirla del todo, pero, como no puede hacerlo, al menos se empeña en mitigarla.

Para cualquier persona que esté en contacto con la acción pastoral de las parroquias, este empeño resulta evidente. Ahora mismo tengo delante de mí el resumen de las cuentas de gestión de 2008, de mi parroquia, y compruebo que, en el apartado de gastos, la partida mayor ha sido destinada a cáritas parroquial.

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10.12.09

Hasta en la sopa

Si alguien hay omnipresente en nuestro país, ése es D. Ángel García, llamado “Padre Ángel”, fundador de Mensajeros de la Paz. Uno puede hacer cosas buenas, y seguramente D. Ángel las hace, y puede, a la vez, decir tonterías. Y, si los periódicos reflejan la realidad, D. Ángel las dice con harta frecuencia.

Algunos le llaman “profeta”. Pero un profeta es un hombre que habla en nombre y por inspiración de Dios. No todo el que dice algo es “profeta”. Ni todo lo que dice un hombre que hace el bien es, sin más, “profético”. Ni todo santo es doctor de la Iglesia. Ni todo el monte es orégano.

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8.12.09

María y la ciudad

En algunas ocasiones, durante el pontificado de Juan Pablo II, he podido estar presente en el acto de veneración del Papa a la Inmaculada, en la plaza de España de Roma. En pleno centro histórico de la Ciudad se alza ese monumento a la Virgen, una imagen suya en lo alto de una columna, justo delante del palacio de la embajada de España ante la Santa Sede.

María en el centro de la ciudad. Benedicto XVI, un Papa que es un teólogo brillante, siempre extrae, de la contemplación de las verdades de la fe, consecuencias para la vida diaria. El Concilio Vaticano I decía que podemos avanzar en la comprensión de la revelación cristiana considerando la analogía entre el hablar de Dios y las realidades creadas, la conexión que vincula entre sí los diversos misterios, y la relación de estos misterios con el fin último del hombre.

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Un proyecto no ensombrecido

“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97). La Divina Liturgia es alabanza y acción de gracias a Dios por todo lo que ha hecho de bueno, de bello y de justo. La creación participa de su bondad y de su belleza: “Y vio Dios que era bueno”, muy bueno, todo lo que había creado, nos dice el Génesis.

El pecado del hombre consiguió empañar esa bondad de lo creado. El pecado es la desconfianza que genera el desprecio hacia Dios. Queriendo ser como Dios, y negándose a reconocer los propios límites, el hombre se dejó cegar por la vanidad más absurda, por la pretensión más imposible de alcanzar: ser dios sin Dios.

La historia atestigua la verdad del pecado original. La presencia aplastante del pecado en el mundo ha tenido un origen, una causa, en esa rebeldía del principio. Y el precio del pecado, su salario, es la muerte. Cuando el hombre no quiere ser criatura, sino que juega a ser dios, siembra la muerte; transforma las leyes de vida en leyes de muerte.

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