18.09.21

Manuel García Morente, la filosofía y su vivencia

En la primera de sus “Lecciones preliminares de Filosofía” – “el libro filosófico más importante de mi maestro y amigo”, dice Julián Marías -, Manuel García Morente relaciona la filosofía con la vivencia. No se puede definir la filosofía antes de hacer filosofía. Para saber qué es la filosofía necesitamos tener de ella una “vivencia”. No es lo mismo estudiar el mapa de París, que nos proporcionará una mera idea de esa ciudad, que visitar, pasear a pie, París. Esto segundo es una vivencia.

Cuando García Morente escribió estas “Lecciones” se habían producido en su vida acontecimientos decisivos. En julio de 1936, su yerno fue asesinado en Toledo. Las depuraciones lo alcanzaron también a él, que fue despojado del Decanato de la Facultad de Filosofía – “el mejor Decano tal vez de toda su historia”, sigue diciendo Marías – y de su cátedra de Ética. Le avisaron que estaba en peligro y se trasladó a París.

Allí, una noche, tuvo una experiencia conmovedora, que él llamó el “hecho extraordinario”. Poco después, invitado por la Universidad de Tucumán, pronunció un curso de enorme interés: las mencionadas “Lecciones preliminares de Filosofía”. Un libro en el que, sigue diciendo Marías, “convergen el que había sido [Morente], el que siguió siendo, y el que podría ser”.

No hay ruptura sustancial en la vida de Morente. Aunque este itinerario esté marcado por una singular “vivencia”, por una experiencia estética del todo única, por una audición musical que vincula una reflexión filosófica inicial, que no excluye que Dios sea, y una convicción teológica final, que experimenta que Dios es. Esa audición abarcó, al menos, tres obras: La “Sinfonía en re menor”, de César Franck; la “Pavane pour une infante défunte”, de Maurice Ravel; y “L’Enfance du Christ”, de Hector Berlioz. Este “hecho extraordinario” propició el encuentro personal de García Morente con el Misterio de Dios.

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17.09.21

Óscar Valado Domínguez, Manuel García Morente. Una conversión a través de la música

Óscar Valado Domínguez, Manuel García Morente. Una conversión a través de la música, BAC, Madrid 2021, ISBN 978-84-220-2209-1, 136 páginas.

Óscar Valado Domínguez (Vigo 1981) es sacerdote de la archidiócesis de Santiago de Compostela, doctor en Teología por la Pontificia Universidad Lateranense y músico. En esta obra ofrece una nueva contribución sobre Manuel García Morente.

Recordemos, sintéticamente, sus estudios anteriores sobre este tema: La música como “Porta fidei” en la conversión de Manuel García Morente (1886-1942). Una interpretación teológica a partir del “Hecho extraordinario”, ed. Aracne, Ariccia 2015 y Manuel García Morente. Una vida a la luz de la correspondencia inédita con José Ortega y Gasset, SEE, Salamanca – Madrid 2020.

Tres aspectos se entrelazan en este libro que presentamos, que recoge lo esencial del ya mencionado La música como “Porta fidei…”, aunque repensado y redactado de modo nuevo: En primer lugar, la aproximación biográfica a la figura de Morente; en segundo lugar, el estudio del “Hecho extraordinario”, en el que desempeñó un papel esencial la música; y, en tercer lugar, la reflexión teológica acerca de la música en el camino de fe.

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3.09.21

Música y fe

 

El libro de los Salmos canta la excelencia de la música: “¡Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa”. Y san Pablo, en la Carta a los Efesios, exhorta: “Cantad y tocad con toda el alma para el Señor”. No solo la Sagrada Escritura, sino también la tradición viva de la Iglesia testimonia el aprecio por la música; una estima que brota de la fe. Recordemos, a modo de ejemplo, un texto de san Agustín: “Cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los cánticos de la Iglesia, y lo que ahora me conmuevo cuando se cantan con voz clara y modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre. Apruebo la costumbre de cantar en la Iglesia, a fin de que el espíritu se despierte con el deleite del oído”. El espíritu y la sensibilidad no pueden ser separados en una religión que tiene como fundamento la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo de Dios.

Se dice, con razón, que la afinidad entre las artes y la religión – y, en nuestro contexto histórico y cultural, entre las artes y el cristianismo – constituye un hecho reconocido y estudiado por los grandes pensadores. No puedo resumir en poco espacio la historia del pensamiento al respecto. Me conformo con evocar un recuerdo personal: la participación en las XIII Jornadas de Teología fundamental, desarrolladas en Barcelona del 7 al 9 de junio de 2007, con el título “Belleza y Teología fundamental”. Se trató de unos días de reflexión en los que el binomio “música y fe” estuvo muy presente. Baste evocar las tres principales ponencias. La primera, desde una perspectiva filosófica, corrió a cargo de Eugenio Trías: “Arte y belleza en la frontera de lo racional”. La segunda, desde un horizonte artístico-teológico, le correspondió a Jordi-Agustí Piqué: “Música y teología”. La tercera ponencia, desde la óptica teológico-fundamental, a Elmar Salmann, “El trasfondo ‘irracional’ de las razones de la fe”.

En el fondo de las tres ponencias se podía captar la necesidad de atender a la razón fronteriza, que limita con la sensibilidad, con las emociones y con las pasiones. La música desempeña este papel mediador, puesto que traspasa los umbrales de la conciencia, a la vez que muestra afinidad con las matemáticas o con la astronomía. También la fe se mueve en este terreno, el de la razón simbólica – o sacramental -, que incluye el logos, pero sin separarlo de la estética, de los sentidos, de la percepción e incluso de la imaginación.

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17.08.21

Los panes y los peces

(Reproduzo un post ya publicado el 25.06.2019)

En 2 Re 4,42-44 leemos el siguiente relato: “Acaeció que un hombre de Baal Salisá vino trayendo al hombre de Dios primicias de pan, veinte panes de cebada y grano fresco en espiga. Dijo Eliseo: ‘Dáselo a la gente y que coman’. Su servidor respondió: ‘¿Cómo voy a poner esto delante de cien hombres?’. Y él mandó: ‘Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor: ‘Comerán y sobrará’. Y lo puso ante ellos, comieron y aún sobró, conforme a la palabra del Señor”.

Frente al simple cálculo humano, el profeta Eliseo tiene en cuenta un criterio más firme: la confianza en la palabra de Dios, que no falla y que supera con creces las expectativas de los hombres.

Este relato probablemente influyó en la manera de redactar un hecho que tuvo que sorprender enormemente a quienes lo presenciaron: una comida de Jesús con sus discípulos y una masa de gente a orillas del mar de Galilea. A favor de la comprobación histórica de ese hecho mediante los recursos que hoy tiene la investigación se pueden aducir los criterios de “testimonio múltiple” (un hecho está atestiguado en más de una fuente literaria independiente) y de “coherencia” (o “congruencia” con otros hechos y dichos preliminares).

Uno de los testimonios de esa comida es el relato de Lc 9,10-17, texto que la Iglesia lee en la solemnidad del Corpus Christi en el ciclo C. En realidad, se trata del único relato de un milagro en el que coinciden la tradición sinóptica y joánica, siendo independientes entre sí el primer relato de Marcos y el de Juan. Los creyentes reconocemos en el hecho relatado una actuación milagrosa de Jesús, un signo que anuncia y hace presente el reino de Dios y que prefigura la Eucaristía.

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29.07.21

Lo más esencial de nuestra sacrosanta religión

Leyendo las Relaciones que los jesuitas misioneros en Canadá enviaban a sus superiores en Europa, encuentro un profundo pasaje que narra la experiencia del padre Brébeuf, san Juan de Brébeuf (1593-1649), uno de los pioneros de la evangelización de los Hurones. Compara, el futuro mártir, la magnificencia y el esplendor del culto católico en Francia, cuyas suntuosas catedrales inspiran recogimiento y devoción, con la pobreza extrema de las tierras de misión: “en estas regiones tendréis que omitir muchas veces la santa misa, y cuando se ofrezca ocasión de poderla celebrar, os servirá de capilla algún rincón de vuestra cabaña, y el humo, la nieve o la lluvia os impedirá que la adornéis, aun cuando tuviereis a mano los adornos necesarios para ello”.

Pero la carencia de majestad visible no impide que, en la humildad, pueda contemplarse únicamente “lo más esencial de nuestra sacrosanta religión, el Santísimo Sacramento del altar, y la fe nos abre los ojos para mirar sus prodigios sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso, al igual que los Magos, que venidos de Oriente ofrecieron sus dones y prestaron vasallaje al divino Infante reclinado en las pajas del pesebre” (A. Heinen, Entre los Pieles Rojas del Canadá, 51).

Difícilmente se puede expresar mejor lo que, inspirándose en Hugo de San Víctor, P. Sequeri denomina la dialéctica del miraculum, la imagen, y del sacramentum. En el sacramentum, lo visible, lo estético, está presente, pero reducido a lo mínimo para significar la trascendencia de lo sublime, reconocida en la adoración y en la fe. Son estas disposiciones profundas del alma las que permiten mirar los prodigios “sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso”.

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