Si quisiésemos resumir el cristianismo en pocas palabras, podríamos evocar esta frase que Jesús pronuncia en su última cena: “Haced esto en memoria mía”. Una acción, la entrega ritual de su cuerpo y de su sangre, se convierte en el memorial que recuerda y hace presente a Cristo mismo.
En ese rito, que instituye la eucaristía, Jesús, sirviéndose de signos - el pan y el cáliz consagrados - anticipa la entrega de su cuerpo y el derramamiento de su sangre que se verificará en la hora de su muerte en el Calvario.
La muerte de Cristo resume su vida terrena, la sintetiza, la eleva a cifra del misterio de su ser. Un pagano, un centurión romano, al ver cómo había expirado, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. En la cruz se explica todo; se hace patente todo con la evidencia de un amor que no retrocede ante nada.
Si algo ha caracterizado los treinta y tres años de Jesús ha sido lo que los teólogos llaman su “pro-existencia”, su “vivir para”, su continua entrega al Padre y a los hombres. Él, que es el más perfecto y el más libre de los hombres, configura su paso por la tierra como un continuo donarse, haciendo ver así que perder es, en realidad, ganar: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”.
Escuchar el “haced esto” de labios de Cristo puede ayudarnos a reconsiderar el modo en el que construimos nuestra identidad, así como la relación que establecemos con la sociedad, con los demás.
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