Pentecostés

La solemnidad de Pentecostés clausura el tiempo pascual: La plenitud de la Pascua llega con el envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia. Así como Cristo fue enviado por el Padre, para redimirnos del pecado y darnos una nueva vida – la vida de los hijos de Dios - , así también el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es enviado por el Padre y por el Hijo como el principal don de la Pascua.

El Señor Resucitado “exhaló su aliento” sobre los discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La misión del Espíritu Santo es devolvernos la semejanza divina perdida por el pecado, uniéndonos a Cristo, y haciéndonos vivir en Él. El Espíritu nos injerta en la Vid verdadera, que es Cristo, para que demos abundantes frutos.

En la Sagrada Escritura encontramos diversos símbolos que hacen referencia al Espíritu Santo: el agua viva, la unción con óleo, la nube y la luz que revela al Dios vivo, el sello con el que nos marca el Padre, la imposición de las manos, etc. En el relato del acontecimiento de Pentecostés resalta uno de estos símbolos: el fuego. El fuego, para nosotros, puede ser un signo de muerte, porque sabemos el poder devastador que tiene un incendio. Después de un incendio, no queda nada, apenas algunas cenizas. Pero este no es el sentido que tiene el fuego cuando simboliza al Espíritu Santo.

El fuego del Espíritu indica la energía transformadora de su acción. El Espíritu Santo transforma lo que toca. En forma de lenguas “como de fuego” se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos, los llenó de Él, y los transformó, congregando en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas. Con su energía, con su poder, el Espíritu Santo transforma la humanidad dividida y enfrentada en Iglesia, en humanidad nueva que vive la comunión con Dios y la unidad de los hermanos entre sí.

Si nosotros nos abrimos a su acción, el fuego del Espíritu transformará nuestro egoísmo en caridad; nuestra tristeza en alegría; la guerra en paz; la impaciencia en paciencia; la acritud en afabilidad; la maldad en bondad; la infidelidad en fidelidad; la ira en mansedumbre; la intemperancia en templanza.

Renovados por su energía, podremos ser miembros vivos de ese Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Miembros vivos y activos. En la Iglesia no somos meros espectadores; no nos apuntamos a la Iglesia como quien se apunta a una sociedad cualquiera. Nosotros somos la Iglesia y tenemos que sentir a la Iglesia como realidad propia, como parte de nuestra carne y de nuestra sangre. Pidamos, por intercesión de María, que el Espíritu Santo transforme nuestra pasividad en compromiso, nuestra indiferencia en un alegre sentido de pertenencia a la Iglesia, nuestra tibieza en ardor apostólico de anunciar a Cristo a todos los hombres, para que todos tengan vida y la tengan en abundancia.

Guillermo Juan Morado.

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