La misericordia, un límite impuesto al mal
La Octava de Pascua concluye con el “Segundo Domingo de Pascua o de la Divina misericordia”. Un día que, tradicionalmente, era llamado Domingo “in albis”, porque era cuando los neófitos, bautizados en la noche de Pascua, asistían a la Misa habiendo ya depuesto, en la víspera, las albas o vestiduras blancas que habían portado durante la octava.
Fue san Juan Pablo II quien pidió el cambio de nombre. Para ello, consultó con la Congregación para la Doctrina de la Fe que, en un primer momento, dio una respuesta negativa considerando que una fecha tan importante como el Domingo “in albis” no debería ser sobrecargada con nuevas ideas. En un posterior intento, respetando la significatividad de este segundo domingo de Pascua, se introdujo la referencia a la misericordia de Dios.
Juan Pablo II fue un testigo directo de la fuerza del mal desencadenada, de modo escandaloso, en el pasado siglo XX. Vivió en primera persona los avatares de su tierra, Polonia, sacudida por los crueles totalitarismos: el nazismo y el comunismo, con su dolorosa secuela de asesinatos, persecuciones, represión y tortura: “no ha sido un mal de edición reducida – escribió- . Ha sido un mal de proporciones gigantescas, un mal que se ha servido de las estructuras estatales para llevar a cabo su obra nefasta, un mal elevado a sistema”.
La poderosa fuerza del mal, aparentemente invencible, adoptó la cara siniestra del desprecio de la dignidad humana y de su fundamento último, la filiación divina. Una fuerza que arrastró a tantas personas que, en lugar de juzgar críticamente, se dejaron llevar por quienes ejercían el poder. Es lo que Hanna Arendt denominó “la banalización del mal”.