10.08.09

Los amores de San Lorenzo

La vida y el martirio de San Lorenzo constituyen un elocuente testimonio de tres “amores” que debe hacer suyos cada cristiano, en cualquier época de la historia: el amor a la Iglesia, el amor a la Eucaristía y el amor a los pobres.

Su ministerio diaconal consistía en entregarse por entero al servicio de la Iglesia de Roma, colaborando con su Obispo, el Papa san Sixto. San Lorenzo fue muy consciente de las palabras que repetía su contemporáneo San Cipriano: “No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por madre”. La Iglesia era vista por San Lorenzo no como una mera institución humana, sino como un misterio de salvación querido por Dios: el sacramento universal de salvación; el Pueblo santo de Dios; el Cuerpo de Cristo; el Templo del Espíritu Santo.

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8.08.09

El camino es superior a tus fuerzas

En el libro primero de los Reyes se cuenta como un enviado de Dios, “el ángel del Señor”, despierta al profeta Elías y le dice: “Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas” (1 Reyes 19, 7). Con el alimento que Dios le había proporcionado – un pan cocido en las brasas y una jarra de agua - , Elías pudo caminar y llegar hasta el Horeb, el monte de Dios.

La experiencia de Elías, el agotamiento al descubrir que el camino es superior a las propias fuerzas, y la tentación de “sentarse bajo una retama” y desear la muerte, puede ejemplificar nuestra personal experiencia y la de cada hombre que tiene que recorrer el camino de la vida. ¿Quién se siente siempre a la altura de los propios retos, de las propias responsabilidades, de las propias tareas? Sí, verdaderamente, el camino es a veces superior a las fuerzas.

Si esta desproporción entre fuerzas y tareas se verifica en la existencia humana, se constata también en la vida de fe. La fe no es un camino paralelo o yuxtapuesto al de la vida. Es el mismo camino, pero iluminado por la luz serena de saberlo recorrido en Dios, con Dios y para Dios.

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7.08.09

La Madre del Hijo

La Liturgia vincula la humildad de María con su elevación a la dignidad de Madre de Cristo: “Porque te has complacido, Señor, en la humildad de tu sierva, la Virgen María, has querido elevarla a la dignidad de Madre de tu Hijo”. La Asunción de Nuestra Señora se inscribe dentro de esta lógica divina de elevación: Dios no humilla nunca, sino que ensalza a los humildes.

La maternidad de la Virgen es verdadera, pues el Hijo asumió la carne verdaderamente de María. Es una maternidad virginal, porque Cristo fue engendrado por obra del Espíritu Santo. Es, asimismo, una maternidad divina, pues María es la Madre del Verbo encarnado. Por su maternidad, María se sitúa por encima de todas las criaturas; las “aventaja con mucho a todas”, dice el Concilio Vaticano II.

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6.08.09

Soberbia y humildad

La humildad es una virtud, un hábito bueno, que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a ser conscientes de nuestras limitaciones y debilidades. Toda criatura está llamada a la humildad; al reconocimiento de Dios como Creador, a la sumisión ante Él. Y este rendimiento nos enaltece. Nada nos ennoblece más que proclamar que sólo Dios es Dios.

La historia de los hombres parece, en tantas ocasiones, ser un canto a la soberbia, al envanecimiento insensato, a la presunción absurda. Ya nuestros primeros padres, Adán y Eva, cedieron a la tentación de desconfiar de Dios, de pensar, por un momento, que Dios compite con nosotros, que resta espacio a nuestra libertad.

María, en el Magnificat, no teme engrandecer al Señor, no tiene miedo a decir en voz alta que Dios es grande: “María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros […] Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).

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5.08.09

Preparando la solemnidad de la Asunción

La solemnidad de la Asunción de la Virgen nos recuerda su tránsito, su paso, de este mundo al Padre. Aquella que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, es sólo de Dios entra para siempre, transcurrido el curso de su vida terrena, en Dios, en la gloria de Dios: “En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas”.

De algún modo, el primer “tránsito” para todos nosotros es la creación. Dios, libremente, por el poder de su palabra, nos ha llamado de la nada al ser. No provenimos del azar, ni de un destino ciego, ni de una necesidad anónima, sino que nuestro origen, y nuestro destino, está en Dios, que ha querido que participásemos de su verdad, bondad y belleza.

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