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19.03.20

Resistiré

Los poetas y los cantores tienen el don de llegar al núcleo de la realidad, a esa región donde el mero discurso puede resultar superfluo; es decir, a ese territorio inhóspito en el que, si se pretende decirlo todo, se termina por no decir nada.

Topamos con los límites y las posibilidades del lenguaje. Existe algo así como la “sacramentalidad” del lenguaje: Las palabras hacen presente, a veces, aquello que las excede. Estos días he podido leer algunas páginas de Newman, todas excelsas. Sobre la sacramentalidad de la Iglesia, sobre el vínculo, en ella, entre lo visible y lo invisible. Newman es Newman, ya antes de la “Lumen gentium”.

En uno de sus Sermones Parroquiales, “La celebración diaria del culto”, pronunciado el 2 de noviembre de 1834, el anglicano J.H. Newman, escribe cosas que, leídas hoy, muestran su actualidad, su validez más allá de lo que diga el último o el próximo sínodo (o equivalente, yendo de más a menos).

Para él, como anglicano, el culto no debería reducirse al domingo. No se trata de si solo en el domingo es obligatorio asistir al culto. Eso sería limitarse a un único aspecto relevante. La oración, y el culto, no es ante todo, aunque también lo sea, un precepto, sino un privilegio: “Yo no me dedico a decirle a la gente que tiene la obligación de venir a la Iglesia; yo anuncio la buena nueva de que pueden hacerlo” (Sermones Parroquiales 3, Encuentro, Madrid 2009, 284).

Ahora, en estos días, en los que estamos todos dispensados del precepto dominical, podremos apreciar esa dimensión: El culto es, sobre todo, un privilegio. Los antiguos cristianos, añade Newman, “encontraban una especie de placer en la oración que nosotros no tenemos”. Y debería preocuparnos que lo que era un gozo se haya convertido, tantas veces, en un sentimiento de tedio.

No se trata de obligar – un culto en los días de la semana, un culto en estos días de dispensa universal no obliga - : “Si no puedes venir, es algo importante lo que te pierdes”. Podremos estar o no en el culto durante estos días – muchos, la mayoría, no podrán estar - por razones de salud pública, de sentido común. Pero muchos, en los días en los que podrían estar, tampoco estaban.

Para los que podrían haber estado y para los que, hoy, pueden estar – hoy, casi solo los sacerdotes -: “Sentid de corazón algo que quizás la mayoría de los cristianos, después de todo, no capta: que ‘es bueno estar aquí’; sentid lo que sentían los primeros cristianos cuando las persecuciones les impedían reunirse, o como el santo David que clamaba ‘¡Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo! ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?’ (Sal 42,2). ¡Sentid esto!, y no me preocupará que vengáis o no: vendréis si podéis hacerlo”.

¡Sentid esto! Y haced lo que podáis. Los sacerdotes tendremos la responsabilidad de celebrar el culto, venga o deje de venir la gente. Hoy no podrá venir, en general, aunque quiera. Como escribe San Juan Enrique Newman: “Si hay que esperar a que todo el mundo venga a la iglesia a adorar a Dios, esperaremos hasta que el mundo sea creado de nuevo”.

Hay muchos modos de participar en el culto, sin estar presentes físicamente: “Con nosotros están los corazones de muchos. Aquellos que, mientras cumplen sus obligaciones, son conscientes de su ausencia, vuelven con naturalidad el pensamiento hacia la Iglesia a la hora señalada, y de ahí, a Dios. Se acordarán entonces de qué oraciones que se están rezando en ese momento, y parte de ellas les vendrá al pensamiento en medio de las ocupaciones temporales. Se acordarán de qué día es, y qué salmos tocan, y qué capítulos de las Escrituras se leen al pueblo. ¡Qué agradable es para el caminante pensar durante el viaje lo que ocurre en su Iglesia!” (Ibid., 292).

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