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1.11.19

Desear y esperar el cielo

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

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