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2.02.18

La Presentación del Señor

María y José llevaron a Jerusalén a Jesús “para presentarlo al Señor” (Lc 2,22). Jesús es el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad inaugurando así un culto nuevo: el culto espiritual, la ofrenda al Padre de la propia existencia.

En este culto, al que estamos llamados, no tenemos que ofrecerle de modo prioritario cosas a Dios, sino que hemos de ofrecernos a nosotros mismos, tratando de cumplir, con obediencia, su voluntad en nuestras vidas.

Realmente es Dios Padre quien, en el templo, nos presenta a su Hijo, a través de las palabras proféticas – guiadas por el Espíritu Santo – de Simeón y de Ana: Jesús es la luz de Dios que viene para iluminar el mundo. Él es la “luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,32).

La luz es lo que nos permite vivir en la apertura, sin quedar relegados a la cerrazón de las tinieblas: “La luz es tanto como el ‘ser’. La ‘noche’, la opacidad total, es la muerte” (R. Spaemann). Dios es Aquel que, en Cristo, viene a nuestro encuentro para abrir para nosotros un futuro con su luz.

Sería triste que, pudiendo ser conducidos por la luz, nos conformásemos con ir de un lado para otro bajo la antorcha de una caverna o persiguiendo fuegos fatuos, renunciando a comprendernos a nosotros mismos, declinando la posibilidad de entender nuestro destino.

Acercándose a nosotros, Dios nos guía hasta la salida de la gruta y nos expone a la luz del día para poder ver con los ojos de la fe la novedad de su presencia luminosa: “la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y la  brillante Estrella de la mañana que es su Madre bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno reposo” (J.H. Newman).

El Señor del Universo viene a nuestro encuentro con la Encarnación de su Hijo. Se hace presente en el templo de la Iglesia cada vez que celebramos la Eucaristía, que es “fuente y culmen de toda la vida cristiana”, de todo el culto espiritual. Jesús es el Rey de la gloria que entra en su santuario, como canta el Salmo 23.

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