InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Mayo 2016

7.05.16

No “Padre”, sino “Don”

No “Padre”, sino “Don”

 

No deja de ser una tontería este post. No tiene la menor importancia lo que voy a decir. Pero, a pesar de todo, noto que se emplea cada vez más para referirse a un sacerdote secular – como es mi caso – el tratamiento de “padre”, en lugar del tratamiento, más tradicional entre nosotros – hablo de España – , de “don”. Es verdad que yo soy del siglo pasado – el XX - , pero jamás he tratado de “padre” a mi párroco, o a mis profesores del Seminario, salvo que fuesen religiosos; es decir, que hubiesen profesado en alguna Orden: Agustinos, Carmelitas, Jesuitas, etc.

Desconozco el motivo por el cual a los sacerdotes de una Orden religiosa se les trata de “padres”. Quizá sea para distinguir entre “padres” – los que han recibido el sacramento del Orden – y “hermanos” – aquellos que, habiendo profesado en esa Orden, no han recibido la Ordenación sacerdotal - .

Pero, a los curas seculares, se nos ha tratado de “don”, no de “padre”. Para ser más exactos, de “Reverendo Señor Don”. O, si uno es canónigo, se le llama: “Muy Ilustre Señor Don”. Y hasta a los obispos y arzobispos: “Excelentísimo Señor Don”. O a los cardenales: “Eminentísimo Señor Don”.

Creo que la generalización del tratamiento de “padre” a todos los sacerdotes debe de provenir de los EEUU. Ahí hablar de “father” equivale, sin más, a referirse a un sacerdote. Eso es habitual en América – incluso en la América hispana - , o en los países de habla inglesa, no aquí, en esta patria nuestra.

Ya digo que es un tema menor. Hay una paternidad espiritual de los sacerdotes, es cierto. No está mal que nos llamen “padres”, pero, no obstante, sigo prefiriendo el título de “don”. Un sacerdote secular no es un religioso. No ha hecho votos. No ha salido del mundo, sino que está en medio de él. Como sacerdote, sin duda, pero también como parte del “siglo”, en lo que en el “siglo” no equivale a alejamiento de Dios.

Estamos en el mundo, no hemos dejado el mundo, aunque no debemos ser mundanos. Ya ha pasado a la historia, eso creo, una especie de complejo de inferioridad del cura secular ante el sacerdote religioso. Casi como, si para ser personas espirituales, hubiese que profesar en una Orden. O para ser intelectuales.

Eso se ha acabado. Los religiosos – y los sacerdotes religiosos – son un bien enorme para la Iglesia. Todos, los que hemos recibido el sacramento del Orden, somos sacerdotes. Pero no me disgusta que me llamen “don” en vez de “padre”, aunque este último tratamiento no me moleste.

Leer más... »

4.05.16

La misericordia pone un límite al mal, pero no lo disimula

Disimular el mal no es misericordia, es falsedad. “Disimular” es tolerar o disculpar algo, afectando ignorarlo o no dándole importancia. Es algo así como lo que expresa el refrán: “ojos que no ven (que no quieren ver), corazón que no siente”. Si lo que no se quiere ver es una injusticia manifiesta, una afrenta contra la dignidad del hombre y un grave pecado contra Dios, disimularlo es hacerle el juego al Diablo, el maestro por antonomasia en todo tipo de engaños y fingimientos.

En medio del mal, bajo el peso del mal, Dios no nos va a abandonar nunca. No solo el mal se autodestruye, sino que, también, Dios mismo le pone freno. Ese freno, ese límite, es la misericordia. El exceso de bondad y de amor que limita el poder del mal viene de Dios: es su misericordia. Esta “ley”, por decirlo así, está inscrita en la misma lógica del ser y, esta misma ley, caracteriza la Redención y el Evangelio. No es una fuerza abstracta, sino muy concreta. Tiene rostro y manos y voz: Esta fuerza es Jesucristo, que “desequilibra”, así lo expresaba Benedicto XVI, el mundo hacia el bien.

En un pasaje del Evangelio, el Señor se encuentra con una mujer adúltera (cf Jn 8,1-11). El Señor no disimula nada, sino que enfrenta a cada uno con la verdad de su propia existencia. Y es a ese juicio de la verdad, a ese espejo de lo que somos, a lo que no se pueden resistir quienes, con razón, pero sin piedad, acusaban a la mujer: Se fueron todos, “comenzando por los más viejos”.

Verdad y piedad. Amor y perdón. Justicia y misericordia se unen en Jesucristo: “Vete y en adelante no peques más”. El Señor condena el pecado, no al pecador. Él es realmente el que puede condenar – Él está libre de pecado – y, de hecho, condena, pero no al pecador – a quien le da la ocasión de cambiar de vida - , pero sí el pecado. No cubre el pecado con el manto de la mentira, sino que lo expone en la realidad de lo que es: un mal.

Quizá hoy podemos sentirnos tentados de banalizar la misericordia, de considerarla insustancial, porque algunas palabras – centrales en la fe – como “pecado”, “culpa” y “redención” ya no nos dicen nada o casi nada. Quizá tengamos que profundizar en la realidad de nosotros mismos y en la realidad del plan salvador de Dios para que estas palabras – y lo que ellas significan – emerjan desde el olvido interesado de una vida que prefiere la frivolidad a la verdad, el disimulo a la misericordia.

En la misericordia se expresa la santidad de Dios, su divinidad, “el poder de la verdad y del amor”, decía San Juan Pablo II. La misericordia es una síntesis de verdad y de amor. Jamás la misericordia pondrá entre paréntesis la ley moral. Jamás la misericordia cambiará la naturaleza del pecado. Pero si hay, por parte del hombre, en esa “fides qua” por la que acepta ser salvado, un reconocimiento del mal, unido al arrepentimiento y al propósito de la enmienda, Dios quemará el pecado en el fuego de su amor. Nada es más fuerte que el amor de Dios, pero el amor de Dios no nos fuerza, sino que solicita nuestra aceptación.

Leer más... »