San Roque. Vulnerables y mortales

Los seres humanos somos vulnerables y mortales. Los sueños de omnipotencia que a veces nos invaden no son más que una ilusión, una fantasía sin base real. San Roque se encontró con la vulnerabilidad de los otros y con la propia vulnerabilidad: Asistió a los enfermos y él mismo experimentó la enfermedad. Sufrió la ingratitud de tantos y padeció la injusticia.

Los confines de nuestra limitación son tan vastos como los de la vida. Podemos herir a los demás y ser heridos de las maneras más variadas: queriendo y sin querer, de buena fe o con malicia, de modo intencionado o como resultado de los daños colaterales – digámoslo así- de la convivencia.

Jesús, perfecto hombre, no escapa a esta ley de nuestra historia. Se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Se dejó herir y asumió la muerte. Pilato, quizá sin saberlo, dijo una gran verdad: “He aquí al hombre”. En la limitación de la debilidad se muestra lo que somos; sobre todo en la extrema debilidad de la muerte.

Apenas podemos salvar este obstáculo. La sabiduría radica en aceptarlo, reconciliándonos con nuestra finitud, con nuestra limitación, con nuestra muerte. La humildad de saber lo que somos puede conducirnos a estrechar el vínculo que nos une a todos; a vivir la solidaridad; más aún, la fraternidad.

“Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús”, nos pide san Pablo (Flp 2,5). Jesucristo, el Varón de Dolores, es el modelo perfecto de las disposiciones interiores que han de caracterizar a los cristianos: la humildad de no creerse superior y la obediencia de aceptar la muerte.

El amor de Dios no retrocede ante nuestra nada ni se echa atrás ante nuestra muerte. Dios salva el obstáculo de nuestra vulnerable mortalidad asumiéndola, haciéndola suya, para vencerla desde dentro. El Varón de Dolores, el Cristo humillado ante Pilato, mostrado al mundo como inerme, crucificado en el Calvario, morador del mundo de los muertos, es el Hombre nuevo, el Resucitado, el Viviente.

Él abre sendas donde no hay camino, nos fortalece en el destierro del dolor, nos acompaña en el paso postrero de la muerte, nos rescata con la fuerza de su amor para abrirnos las puertas de su reino, allí donde “ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor” (Ap 21,4).

Frente a las ilusiones vanas de los hombres se alza la novedad de Dios. Debemos, fiándonos de su Palabra, dilatar nuestra imaginación creyente para pregustar la morada de Dios con los hombres; el cielo.

Guillermo Juan Morado.

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