Muerte y eutanasia

Decía Heidegger que “apenas un hombre viene a la vida ya es bastante viejo para morir”. La muerte está siempre presente en la vida; constituye una dimensión del hombre; lo que podríamos llamar un “existencial”.

Debemos contar con la muerte; es decir, hemos de ser conscientes de nuestra mortalidad. No vale de nada esconder o ignorar ese capítulo de la propia biografía; capítulo que, en su concreción, será paradójico. Como dice un estudioso de la Antropología filosófica, la muerte es lo más diverso y lo más común a todos los mortales, lo más propio del hombre y lo más extraño, lo más universal y lo más personal, lo más cierto y lo más incierto…

Pero no se trata, solo, de reflexionar sobre la muerte, sino asimismo de interrogarnos sobre nuestra responsabilidad ante el momento de la propia muerte y de la muerte de otros.

En esa tesitura, del “yo me muero” o del “tú te mueres”, ¿qué es lo razonable, lo sensato, lo digno del hombre? A mí me parece que lo adecuado es cuidar a cada persona, sea cual sea su situación; lo que implica, concretamente, cuidar al enfermo, al deprimido, al moribundo, al desahuciado. Cuidarle y acompañarle. Proporcionarle cuidados paliativos. Ayudar a que su vida sea vivida dignamente y a que su muerte, esa dimensión que acompaña a la vida, sea asumida también dignamente.

Lo menos adecuado, lo menos razonable, sería, me parece, colaborar con un suicidio o procurar directamente la muerte al más débil; al que ya no cree que merezca la pena pedir otra cosa que conseguir la situación en la que ya no podrá pedir nada más en este mundo. Hacerse cómplice de un suicidio, hacerse culpable de una muerte, equivale a un fracaso rotundo. No estamos para ayudar a que otros se mueran ni para proporcionarles, aunque ellos lo demanden, una especie de piadoso “tiro de gracia”.

Un deseo no es, automáticamente, un derecho. Puestos a desear, podríamos desear la Luna. Pero ese deseo no obligaría a nadie a que nos presentase la Luna en una bandeja. También podríamos desear la muerte, por experimentar el cansancio de vivir, el peso de los disgustos, de los años o de la enfermedad. Pero no por desear nosotros la muerte nadie tendría la obligación de segarnos la cabeza para cumplir nuestro anhelo.

Reivindicar un “derecho” al suicidio asistido o a la eutanasia es reclamar un derecho aberrante; es exigir que otros tienen el “deber” de procurar la muerte a otro ser humano inocente; a otro ser humano que no supone una amenaza a mi integridad o a la de los míos; a otro que no me amenaza y ante quien no puedo esgrimir la lógica de la legítima defensa.

Es un despropósito reclamar ese “derecho” y exigir ese “deber”. “No matarás”, cuando se trata de un ser humano inocente, no es un consejo; es un absoluto moral, un imperativo que no conoce excepciones.

No hace falta, me parece, tener fe religiosa para reconocerlo. Aunque la fe cristiana es una luz que ilumina la razón. Por otra parte, no es descabellado pensar que la relación médico-paciente se vería alterada si el paciente ve en el médico a alguien que no siempre estará dispuesto a curar, sino que, incluso, estaría dispuesto acabar con su vida o con la vida de sus seres queridos.

En esto, como en todo, rige la segunda ley de la termodinámica. Algo así como que “todo podría ir a peor”. Y suele ir a peor, cuesta abajo. Que pregunten, si no se lo creen, a Holanda…

 

Guillermo Juan Morado.

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