Desear y esperar el cielo

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

El cielo es, por consiguiente, “amor infinito”, “vida plena” y “alegría”. No es una experiencia o una realidad completamente ajena a la que podemos tener en la tierra, pero sí es una experiencia desbordante, que, a lo sumo, podemos pregustar en anticipo. El amor humano no es “infinito”, ya que – si lo humano se limitase a lo terreno – hasta el amor tendría fin y término. Bastaría con la desaparición de los que son amados y de los que aman. Tampoco la vida temporal, pese a conocer momentos de plenitud – esos momentos que parecen detener el tiempo – , es plena, ya que está siempre amenazada por la provisionalidad y la contingencia. Y la alegría, que nos hace sospechar horizontes más amplios, limitada a nuestras solas fuerzas es un sentimiento perecedero.

Sólo Dios rompe los límites, porque Él, entrando en nuestra vida y en nuestra historia, puede convertir lo finito en infinito, lo provisional en definitivo y la alegría amenazada en alegría para siempre. Dios, haciéndose humano, nos hace divinos y siembra en nuestro corazón, por pura gracia, la fe, la esperanza y la caridad.

La alegría que proviene de Dios nunca es solitaria, sino siempre solidaria. Es una alegría compartida. El deseo y la esperanza del cielo nos abren a los otros, a los demás, a los que están a nuestro lado. Nuestra alegría, que Dios hace completa, no prescinde del gozo de la compañía de los que son como nosotros; en primer lugar, de aquellos que hemos amado en esta tierra y que esperamos seguir amando, con un amor más fuerte, en el cielo.

En la travesía de la tierra, en medio de la oscuridad del exilio, de las noches en las que sólo alumbra la pequeña lámpara de la fe, se alza María, la Estrella de la esperanza. Sí, el cielo es para los hombres, porque en el cielo está María, la primera criatura.

Se alzan también las pequeñas luces – las “luces cercanas”, que dice el Papa - , de los santos, de esa “muchedumbre inmensa” de la que habla el libro del Apocalipsis en la que reconoceremos a tantos amigos nuestros, a tantas personas que viven no sólo en nuestro recuerdo, sino sobre todo en el recuerdo de Dios. Una memoria capaz de darles verdadera vida, de concederles el cielo.

Guillermo Juan Morado.

(Fuente: G. Juan Morado, “El camino del discípulo", Cobel Ediciones, Alicante 2011, 91-95).

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