La santidad, salvaguardia de la fe. La canonización del Cardenal Newman

Hay cosas que pasan – casi todas - ; algunas, muy pocas, permanecen, desafiando el tiempo y su ligereza, la tendencia frívola e inexorable a convertir en moda, en simple moda, lo que, por la magia del instante, ha podido parecer decisivo un segundo antes de morir a alguien en algún lugar en algún tiempo.

Esta especie de contraste entre lo momentáneo y aquello que se erige como más duradero se manifiesta en un pasaje de la maravillosa novela de Evelyn Waugh “Retorno a Brideshead”. Cuando el capitán Charles Ryder, durante la Segunda Guerra Mundial, llega a la mansión de Brideshead recuerda que ya conocía aquel sitio y su memoria se retrotrae a las regatas de Oxford de 1923. En aquel entonces – “Et in arcadia ego” – Oxford era una ciudad de acuatinta: “Los hombres paseaban y conversaban por sus calles espaciosas y tranquilas como en los tiempos de Newman”.

“Los tiempos de Newman” se contraponen, en el relato, al momentáneo desastre de la guerra. Y hay algo o mucho de permanencia no solo en “los tiempos de Newman” evocados por Waugh, sino en el tiempo concreto de la biografía de John Henry Newman (1801-1890), destacada figura de la Universidad de Oxford, en sus escritos y, sobre todo, en su testimonio de santidad. En medio de la ligereza de las horas, lo auténtico y decisivo es la santidad. Ese rasgo, llámese “santidad” o “amor”, hace que lo concreto, sin dejar de serlo, se convierta en universal y en eterno.

Quizá, con el paso de los años, el pontificado del papa Francisco, como el de los otros papas que en la historia han sido, sea recordado por algún acontecimiento que ha desbordado los estrechos márgenes de la actualidad. Puede ser que ese hecho singular – o, al menos, uno de los más relevantes - sea la canonización, el 13 de octubre de 2019, de John Henry Newman.

No todos los años se canoniza a alguien de la categoría humana e intelectual de Newman. Obviamente, una canonización no es una especie de Premio Nobel. Es otra cosa, pero no se puede olvidar que la gracia supone la naturaleza y, si encuentra correspondencia en la naturaleza, la exalta hasta límites insospechados.

Newman era un intelectual, un pensador, uno de los grandes talentos de la humanidad. También un gran escritor. Si lo pensamos bien, todo, o casi todo, se dice con palabras. Sin la palabra, no hay pensamiento. Sin el lenguaje no hay humanidad. No se puede transitar nuestra época sin tratar de leer alguna de sus obras: la “Apologia pro Vita Sua”, la “Gramática del Asentimiento” o los “Sermones Universitarios”.

La arrogancia del secularismo del siglo XX llegó a creer, en su ceguera, que la religión había muerto para siempre. Y no ha sido así. También una parte de la posmodernidad ha sentenciado la muerte de la razón. Y tampoco – eso esperamos – ha sido así. La razón puede degenerar en irracionalidad global. La religión, también. Puede desvirtuarse y travestirse de fanatismo.

Newman, desde su sencillez, que es su grandeza, nos recuerda: “La salvaguardia de la fe es un estado correcto del corazón o interioridad humana. Esto es lo que la da a luz; y también lo que la corrige. Es lo que la protege del fanatismo, la credulidad y la intolerancia. Es la santidad, o la observancia del deber, o la nueva creación, o el alma inhabitada por el Espíritu – llamémosle como queramos -, el principio vivificante e iluminador de la fe verdadera, el que le da ojos, manos y pies”.

La fe no puede dar miedo. Su salvaguardia es la santidad. Hacia esa certeza convergen los serenos tiempos de Newman. Los tiempos en los que el hombre no repudia el trato cercano con Dios.

Guillermo Juan Morado (En Atlántico Diario).

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