La Asunción, la esperanza y el consuelo

La doctrina de la Iglesia enseña que la Virgen María, glorificada en los cielos en cuerpo y alma, “antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo” (Concilio Vaticano II, Lumen gentium 68).

María es señal de esperanza, que nos presenta como posible lo que deseamos, y es, al mismo tiempo, señal de consuelo, de descanso y alivio. Ambas cosas, la esperanza y el consuelo, resultan necesarias para el peregrino, para el caminante. Atisbar la meta anima a seguir andando y aligera las molestias padecidas en el camino.

El hombre tiene como meta la belleza más auténtica, que es la de la santidad, alcanzada ya plenamente por la Virgen: “María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo –encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo – ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal” (Benedicto XVI).

Esa belleza a la que tendemos es la verdadera felicidad; es Dios. “¿Cómo es Señor, que yo te busco – se preguntaba San Agustín - ? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti”.

Llamándonos a su propia bienaventuranza, Dios nos llama a participar en su vida. Nos llama a cada uno de nosotros, personalmente. Y llama también al conjunto de la Iglesia, cuya primicia es María (cf Catecismo 1719).

La verdadera felicidad no reside en ninguna obra humana, ni en ningún logro humano – el bienestar, el poder o la fama - . La verdadera felicidad está sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor: “La felicidad a la que todos tendemos es Dios, así todos estamos en camino hacia esa felicidad que llamamos cielo, que en realidad es Dios” (Benedicto XVI).

De María también nosotros hemos de aprender a ser signos de esperanza y de consuelo, en medio de tanta angustia y de tanto dolor que se percibe en el mundo. Seremos signos luminosos si, con el testimonio de nuestras vidas, anunciamos la Buena Noticia de la Resurrección de Cristo.

Guillermo Juan Morado.

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